Del amor-pasión y otras angustias El personaje protagónico es el mismo Paul Dédalus, una suerte de alter ego de Desplechin y que refiere también al Stephen Dédalus de las novelas “Retrato del artista adolescente” y “Ulises”, la obra maestra de James Joyce, en lo que marca un explícito homenaje al escritor irlandés que revolucionó la narrativa del siglo XX. La obra cinematográfica de Desplechin reconoce también otra gran influencia, la de su coterráneo François Truffaut y su saga sobre Antoine Doinel. Paul Dédalus, como Desplechin, nació y creció en Roubaix, municipio francés cercano a la frontera con Bélgica. “Tres recuerdos de mi juventud”, protagonizada por Mathieu Amalric, al igual que “Comment je me suis disputé...”, vuelve atrás en el tiempo y refiere a la infancia y la adolescencia de Dédalus, en este caso, interpretado por Quentin Dolmaire. Mediante una serie de flashbacks, Dédalus adulto (Amalric), de regreso a Francia después de haber pasado una temporada en Tajikistán, recuerda aspectos de su vida pasada. Dédalus es antropólogo y es detenido por la policía secreta al volver a su país, ya que algunos de sus papeles no están del todo en orden, por lo cual es sometido a un interrogatorio, excusa de Desplechin para dar rienda suelta a su relato, que intenta reconstruir la vida de Paul y su extraño derrotero que lo ha llevado a encontrarse en este aprieto. Las autoridades sospechan que es un espía o que anda en algo turbio, en tanto que él intenta explicar que no tiene nada que ocultar, aunque los detalles de su historia parezcan raros. Los recuerdos referidos a la infancia están narrados con una estética de tono hiperrealista, casi onírica, como de cuento infantil, y refiere a la vida un tanto traumática en la casona familiar de Roubaix con sus padres y sus dos hermanos (una niña y un niño), que tuvo que abandonar para ir a vivir con unas tías solteronas, a la muerte temprana de su madre y a los conflictos propios del crecimiento. Luego, ya en la adolescencia, el relato de Dédalus (Dolmaire) hace hincapié en el despertar sexual y el ansia de vivir aventuras, típicos de esa edad y también de la época en que esto sucedió, plena década de los ‘80 del siglo pasado, período de grandes transformaciones en el mundo, que culminarían en un hecho de profundo valor simbólico como fue la caída del Muro de Berlín. Demorándose de manera más profunda en los recuerdos de la relación con Esther, el amor de su vida, según sus dichos. Ambos se conocen en Roubaix, donde comparten el mismo grupo de amigos, van a las mismas fiestas y van creciendo en el mismo ambiente. Sin embargo, el romance sufrirá algunos desencuentros a partir del momento en que Paul decida ir a París a estudiar antropología. Muchas idas y vueltas y una prolífica relación epistolar matizan una historia caracterizada por una primacía de los sentimientos, por la búsqueda del sentido de la vida, experiencias con drogas y un viaje secreto a la Unión Soviética antes de su disolución, en una aventura no exenta de peligros. Desplechin exalta, en su bella y amena película, el espíritu francés del amor-pasión, la libertad y el interés por las cuestiones filosóficas y antropológicas, así como la búsqueda de respuestas a los grandes interrogantes sobre la condición humana. Una mención especial merece el trabajo de Lou Roy-Lecollinet en el papel de Esther, una joven bella, sensual, inteligente y con un aura de misterio y fragilidad que exalta sus encantos femeninos.
Una pequeña historia con mucho significado Ruth es una mujer que acusa alrededor de sesenta años de vida y está sola, en Berlín. El relato comienza cuando está siendo obligada a abandonar su casa y gran parte de su mobiliario y objetos de valor, debido a la ejecución de una sentencia judicial. En Alemania, al parecer, la ley prevé la reubicación de las personas que son desalojadas por orden de la Justicia. A Ruth la tienen que trasladar a un edificio de apartamentos en los suburbios, algo que ella odia, como odia todo el procedimiento y tener que deshacerse de los espacios y las cosas que constituyen su mundo, su universo, casi se diría, su vida misma. Ruth está enojada y trata de mal modo a los agentes que están confiscando sus pertenencias y organizando la mudanza. Entre ellos, hay un joven cuyo rostro le provoca un cimbronazo. Le recuerda a alguien seguramente muy importante para ella, porque al verlo, queda impresionada. Jonas, el muchacho que está participando del desguace de la casa de la mujer, está haciendo una changa y todavía no se ha ganado la regularidad en ese trabajo. Es presionado por el jefe, porque al parecer no pone mucho empeño en la tarea. A él también se lo ve a disgusto todo el tiempo. Así comienza “Por la vida”, la película del alemán Uwe Janson, con guión de Thorsten Wettcke, basado en el original “If Stones Could Cry”, de Stephen Glantz. Cabe mencionar que Glantz acredita una larga trayectoria como guionista de cine, televisión y escritor de novelas. Ha trabajado para Warner, Disney, Paramount, Tri-Star, MGM, Universal, HBO y New Line Cinema, y también con el legendario productor alemán Artur Brauner (cuyas 250 películas incluyen “El jardín de los Finzi Contini” y “Europa Europa”). “Auf Das Leben”, título original de esta película, recibió el premio Bafta a mejor director y fue distinguida como mejor película alemana en los Premios de Cine de Austria, obteniendo además el premio a Mejor Actriz por su protagonista, Hannelore Elsner. ¿Por qué toda esta información? porque la mano de Brauner se percibe en esta obra y es justo destacarla. Incluso su sobrina, Sharon Brauner, es la actriz que interpreta a Ruth joven en este film. Es un relato que cuenta una pequeña historia a partir del encuentro fortuito entre dos personajes solitarios, cada uno con su propio drama a cuestas, y que por esas cosas de la vida, terminan siendo un gran apoyo uno para el otro, como si fueran dos náufragos que el azar reunió en un mismo lugar sólo para que juntos puedan salir a flote. Una historia plena de humanidad y narrada de un modo que va enganchando el interés del espectador a medida que transcurre la trama. Resulta que Ruth es una mujer polaca de origen judío que ha sobrevivido al exterminio nazi, pero perdió a toda su familia en los campos de concentración. Hija de un luthier y de madre música, ella ha vivido familiarizada con los instrumentos musicales y se ha ganado la vida como cantante de cabaret, logrando, al parecer, bastante éxito en Alemania. En el presente, está sola, acosada por los recuerdos y con una fuerte depresión con tendencias suicidas. Por su parte, Jonas, vaga sin rumbo por las calles de Berlín. Vive en una combi y tampoco tiene familia. Él también tiene una historia triste para contar. Poco a poco, los personajes se van involucrando uno con el otro, por algunas circunstancias provocadas por el traslado de Ruth y eso hace que compartan confidencias. No obstante, ello no ocurre de manera precisamente apacible, porque deberán darse algunas circunstancias un tanto trágicas para que ambos personajes se vean como empujados uno hacia el otro, en un intento de encontrar algo de qué aferrarse en medio de una situación límite. Pero, como dice el título, que remite a un brindis popular judío “¡Por la vida!”, el final abre una oportunidad para la redención y la reconciliación, precisamente, con la vida, a pesar de los maltratos padecidos por ambos personajes. Se trata de una narración de formato clásico, donde la historia se va construyendo a partir de distintos puntos de vista, incluyendo flash backs y también material documental referido a la vida de la cantante, como un juego de cine dentro del cine, y complementado con el relato oral de los protagonistas, en sus confidencias. Si bien se trata de un drama, “Por la vida” alivia el dolor que transmite con una buena dosificación de momentos humorísticos, a veces sarcásticos, que hacen llevadera la trama, que se sostiene fundamentalmente en el trabajo actoral de la ya nombrada Elsner y su partenaire, Max Riemelt, quien interpreta a dos personajes totalmente diferentes.
De eso no se habla Fue un matrimonio arreglado. Ella tenía 15 años. Desde la boda, han pasado 30 años. Han tenido cuatro hijos. Pero la relación de pareja no funcionó. Ahora, hace tres años que Viviane, la mujer, se fue a vivir con unos parientes. Ella ha iniciado los trámites para obtener el divorcio. Esto ocurre en Israel, en estos tiempos. En ese país, no existe el matrimonio civil, por lo que el divorcio debe tramitarse ante un tribunal rabínico y es tradición que la última palabra la tenga el marido. “Gett. El divorcio de Viviane Amsalem” es la última cinta de una trilogía realizada por los hermanos Ronit y Shlomi Elkabetz, que -según consta en las crónicas, porque las dos primeras no se consiguen ni en Internet- tienen a Viviane (interpretada por la misma Ronit) como protagonista. Elisha, su marido, es un hombre poco comunicativo, pero está empecinado en no otorgarle el divorcio a su esposa y quiere que regrese a la casa a convivir con él. Viviane tiene un perfil componedor, dialoguista, intenta buscar una salida elegante para una situación que se ha vuelto insostenible. Tiene su propio trabajo, es peluquera, y cumple con sus deberes de madre. Es, a todas luces, una buena mujer, pero siente que su matrimonio no funciona y quiere su libertad. La película de los hermanos Elkabetz transcurre todo el tiempo en la rústica y despojada sala del tribunal. Y con subtítulos se va anunciando el tiempo transcurrido desde el inicio del trámite hasta la audiencia que se va a mostrar a continuación. Así, una sucesión interminable de encuentros conflictivos o directamente frustrados, con su marido ante el tribunal, se extiende por un lapso de cinco años. El relato está tratado de manera teatral, poniendo el acento en los aspectos éticos y morales en los que se pretende ubicar el nudo del conflicto. La característica más relevante de la situación es la rigidez. Las costumbres sociales son muy esquemáticas y moldean la mente de los personajes, al punto de llevarlos más allá de los límites del absurdo. Lo que se trata de mostrar es la asfixia mental en la que tienen que vivir, si no quieren sumar más frustraciones, ya que, salvo el abogado de Viviane, ninguno de los otros personajes masculinos e incluso tampoco los otros personajes femeninos, aprueban la decisión de Viviane. Ella quiere terminar con esa situación anormal, lucha por su libertad y lo quiere hacer de manera razonable y civilizada. Sin embargo, la conducta rebelde y caprichosa del marido, encerrado en su mutismo y en su negativa, lleva las cosas a una encerrona capaz de exasperar incluso a los mismos jueces, que ya no saben qué hacer con el caso, ni cómo sacárselo de encima. El clima de crispación va in crescendo, a medida que pasa el tiempo y se suceden audiencias frustrantes. Y es así como no solamente Viviane y su abogado juntan nervios, sino que los ánimos alterados van afectando progresivamente a Elisha, su representante y los testigos. De esa manera, el espectador puede tomar el pulso a las costumbres atávicas que caracterizan a una sociedad y que moldean el espíritu de las personas, donde la hipocresía y el hábito de encubrir cualquier disfuncionalidad los va volviendo cada vez más retorcidos. Al final, después de un largo proceso de desgaste, las partes arriban a un acuerdo, que no es el ideal, ni el que satisface plenamente a Viviane, pero ella también va a tener que ceder si quiere cambiar en algo su situación. “Gett. El divorcio de Viviane Amsalem” es un relato corrosivo, que apela a un humor ácido y por momentos, sarcástico, para mostrar uno de los aspectos más retrógrados de la sociedad israelí, tan moderna en otras cuestiones.
Un relato clásico de amor y coraje “Suite francesa”, del director inglés Saul Dibb, está basada en una novela inconclusa escrita por una mujer judía, Irène Némirovsky, que falleció en Auschwitz. El manuscrito fue descubierto muchos años después de su muerte por su hija y se trata de una historia romántica, que transcurre durante la Segunda Guerra Mundial, en un poblado de Francia, cercano a París, Bussy. Según se afirma, el guión del film se concentra particularmente en “Dolce”, la segunda parte de esa obra, donde la escritora relata el avance de la ocupación alemana sobre el país galo. A pesar de transcurrir en Francia, está hablado en inglés, a la manera de los grandes clásicos del cine de la década del ‘40. Mme. Angellier (Kristin Scott Thomas) es una acaudalada terrateniente que vive en su distinguida finca con su nuera, la bella Lucille (Michelle Williams), mientras que su hijo está en algún lugar del frente, luchando contra las tropas de Hitler. Como todos los meses, ambas mujeres recorren con su automóvil sus granjas y propiedades para cobrar el alquiler a sus inquilinos. El film comienza mientras están realizando esta tarea y empiezan a cruzarse en el camino rural con vehículos y personas de a pie que vienen huyendo de París (que no está muy lejos de Bussy), puesto que la capital francesa ha caído bajo el dominio de los invasores. En medio del campo, la multitud de parisinos que escapan buscando refugio son bombardeados por una flotilla de aviones de las fuerzas enemigas. Con esta tensión dramática comienza el relato, anticipando lo que vendría inmediatamente después: la llegada de las tropas terrestres. De modo que la tranquila población se verá alterada por completo al ser invadida por refugiados y también por invasores. Es así que Lucille y Mme. Angellier tendrán que compartir su distinguida vivienda con el Tte. Bruno von Falk (Matthias Schoenaerts). Mme. Angellier no puede ni quiere disimular su odio a los alemanes y le ha prohibido a su nuera hablar con el oficial enemigo, entre otras actitudes recalcitrantes que responden a un carácter riguroso, propio de una mujer poderosa y viuda, acostumbrada a mandar y a ser obedecida. Ella lleva con mano de hierro los negocios familiares, mientras su único hijo está en el frente y no tiene noticias de él desde hace tiempo. La novela tiene las características de un melodrama. No es un relato bélico sino que la guerra es el contexto en el que suceden acontecimientos que marcan la vida de los personajes. El conflicto principal está representado por la relación de simpatía, primero, y de amor pasional, después, que surge entre la bella y misteriosa Lucille y el Tte. Von Falk. En la casa hay un piano, obsequio del padre de Lucille, instrumento que la joven también tiene prohibido tocar por la ausencia de su marido. Casualmente, Bruno es compositor y dada su posición dominante, exige la llave del mismo para tocar en los ratos libres. Ese detalle, este gusto en común, es el nexo que une a estas dos almas que sufren los rigores de una guerra que no eligieron ni quieren y en la que no se sienten cómodos. Por supuesto que se trata de la historia de un amor imposible, pero no exento de heroísmo. Pues la situación en Bussy se va tornando cada vez más complicada, hasta que la violencia estalla de una manera no fácil de controlar. Mientras se mezclan reacciones que muestran la verdadera cara de las personas. Están los que prefieren negociar con los ocupantes y los que preferirían combatir. Están los delatores y los que prefieren ayudar a los refugiados. Están los que tienen un alto sentido del honor y los de moral débil. Las cosas se pondrán tan mal, que Lucille y Bruno serán presas de sentimientos contradictorios y tendrán que tomar decisiones difíciles, trágicas, que los marcarán para siempre. “Suite francesa” es una película que transmite una belleza clásica, de hondo contenido humanitario, que pone el acento en la sensibilidad y los sentimientos, elevándolos por encima de la barbarie de la confrontación bélica. Sin eludir la complejidad del alma de los personajes, interpretados por un elenco de gran nivel, que deben asumir espinosos desafíos a cada momento.
El último refugio “Le Week-End” se filmó en 2013 y se sumó a la lista de realizaciones que tienen a la capital francesa como escenario, en una cita de implicancias simbólicas, ya que esa ciudad europea se ha convertido, a lo largo del tiempo, en un ícono de la cultura europea. El director de “Le Week-End” es un estadounidense nacido en Sudáfrica, Roger Michell, pero este film es una producción del Reino Unido, con guionista y actores británicos. Traducida aquí como “Un fin de semana en París”, la película describe el viaje que hace una pareja de ingleses sexagenarios a esa ciudad, que tiene un valor especial para ellos relacionado con la historia de su relación. Están cumpliendo treinta años de casados y atravesando una crisis existencial que implica el despegarse de los hijos, ya crecidos, el fin de la carrera laboral, la jubilación en ciernes y el ocaso del ciclo vital, que se traduce en achaques varios. Como suele ocurrir, los viajes obligan a una intimidad que en la vida diaria se suele eludir recurriendo a pretextos o bien por aburrimiento o necesidad de hacerse algún espacio propio. Todos esos síntomas aparecen de algún modo en la relación de Nick y Meg, dos profesores de Birmingham que hacen una escapada de fin semana, con la intención de recuperar el espíritu que los unió en matrimonio y la atmósfera propicia para el amor y la ilusión que la ciudad de París representa para ellos. En especial para ella, que demuestra una gran admiración a medida que recorren sus calles. “Un fin de semana en París” se inscribe entonces no solamente en la agenda de los ritos devocionales a la Ciudad Luz sino que además abona el subgénero de lo que se podría definir como historias que tienen a la tercera edad como tema. No parece casualidad que los cineastas europeos, desde un tiempo a esta parte, estén haciendo películas que tienen como protagonistas a personas mayores, ya sean dramas o comedias. Es una realidad que la población del viejo mundo está envejeciendo y mientras tanto el entorno social va cambiando vertiginosamente, al punto que a veces los mayores se sienten extraños en su propio universo. El guión de Hanif Kureishi, un británico hijo de padre pakistaní y madre inglesa, tiene un marcado tono expresionista en lo que refiere a la descripción de los personajes, aunque en el plano formal, es rigurosamente naturalista. Kureishi muestra a un matrimonio compuesto por personas cultas e inteligentes, con muchos ticks muy característicos de las parejas que llevan una larga convivencia y se conocen mucho. Pero les da un toque de angustia y melancolía, que a pesar de los roces, los mantiene unidos. Hay en ellos un sentimiento de pánico embozado y parecen aferrarse uno a otro de una manera un poco feroz. A veces se tratan con agresividad o alguna pizca de sadismo, aunque son aliados al momento de enfrentar los convencionalismos de la sociedad, llegando incluso a hacer algunas travesuras un tanto disparatadas, en una especie de brote adolescente que los pone en una situación de conflicto de final abierto. Aparecen como temas, entonces, la vejez, el miedo, la locura, el escapismo, la enfermedad, el vacío existencial y el sentimiento de fracaso profesional, manifestaciones de un estado mental interior que se expresa de manera un tanto extravagante y extrema. Pero “casualmente”, en una salida, tropiezan con Morgan, un viejo conocido de Nick. Morgan es un académico que ostenta un brillante éxito en el mercado editorial, donde se destaca con publicaciones muy bien acogidas por el público. Este personaje, a diferencia de Nick, ha roto con su matrimonio anterior y formó pareja con una mujer más joven, se ha reinventado a sí mismo y ha iniciado una nueva vida llena de bríos. Una energía que se arroja al futuro con optimismo, en contraste con el pesimismo que invade a la pareja protagónica. Este amigo, que mantiene una vieja deuda moral con su antiguo compañero de la universidad, será la tabla de salvación a la que se tratarán de aferrar Nick y Meg para darle un nuevo e inesperado giro a sus vidas. En “Un fin de semana en París” hay mucho humor y bastante exageración, predominando un tono sarcástico y ácido, que trasunta más amargura que alegría, dejando una sensación de tensión y displacer en el espectador, ya que las decisiones que toman los protagonistas hacen pensar en una huida hacia adelante de pronóstico reservado.
Otro caso de enfermedad social Cuando se trata de una película de Jean-Pierre y Luc Dardenne, hay cierto condicionamiento en el espectador, fuertemente impresionado por las experiencias producidas por sus anteriores filmes. Aquellos que irrumpieron en el ambiente del cine con una impronta propia y original, abordando temas ríspidos, desnudando realidades de la vida social contemporánea a menudo difíciles de digerir, agitando conciencias, incomodando ¿por qué no? al espectador. Los hermanos belgas elaboraron un estilo que hoy es una marca reconocida en todos lados. En “Dos días, una noche”, vuelven a posar su mirada sobre un drama de la vida social, esta vez, concentrado en el ámbito laboral, concretamente, en una pyme que ha puesto en funcionamiento una política interna de recursos humanos bastante sui generis. El personaje principal es Sandra, una joven mujer, casada, con dos hijos, que luego de atravesar por una depresión que la obligó a tomar licencia en su trabajo, al ser dada de alta y querer volver a su puesto, se encuentra con la novedad de que a sus compañeros les han otorgado un bono por realizar horas extra durante su ausencia, y ahora, ante la perspectiva de que Sandra vuelva, los han hecho decidir en una votación si estaban dispuestos a renunciar a ese bono para restituir a la trabajadora en su puesto. Lisa y llanamente, la empresa los hace optar entre “bono o Sandra”. Curiosa resulta, por lo menos, esta política de personal empresaria. En algunos lugares podría considerarse ilegal. Sin embargo, el planteo de los Dardenne la presenta como si fuera una práctica antipática, eso sí, pero normal, trasladando la responsabilidad de la decisión de despedir a alguien a sus propios compañeros. El tema del bono es un fuerte condicionante, porque se trata de empleados de bajos ingresos que se ubican en una clase obrera que, con un poco de esfuerzo y juntando varios sueldos, puede darse una vida con algunas comodidades. El caso es que una compañera le avisa a Sandra que el jefe de personal estaría dispuesto a realizar una nueva votación, dado que algunos compañeros denunciaron “aprietes” para votar en contra de ella, y le sugiere que intente hablar con cada uno de ellos para convencerlos de votar nuevamente para evitar que la despidan. Esto debe hacerse en un fin de semana, puesto que la votación sería el lunes siguiente. La película se concentra en el proceso emocional, psíquico y físico que atraviesa el personaje en esos dos días y una noche, tiempo durante el cual está sometida a la presión, un poco disfrazada de apoyo, que ejerce su esposo, ante la necesidad de contar con su sueldo para solventar los gastos familiares. Y por otro lado, la exigencia de contactar con sus compañeros, uno por uno, en sus domicilios, para explicarles su situación. En ese periplo, Sandra tiene infinidad de altibajos anímicos, mientras se va encontrando con realidades complejas en cada visita que hace. El planteo de los Dardenne, en este caso, es lo más parecido a una fórmula en la que cada situación se presenta como un dilema arquetípico, sobre todo, en el plano moral, a la vez que desnuda algunas realidades ocultas, no asumidas, que gravitan en las decisiones. El caso es que Sandra se ve forzada a cumplir con todos los mandatos sociales, incluido el de su propia familia, para cerrar este difícil proceso. Una vez cumplido ese paso, costoso pero ineludible, recién podrá, quizás, asumir nuevas experiencias y sentirse libre para tomar otras decisiones. Lo más interesante del film es el excelente trabajo actoral de Marion Cotillard, que se pone la película al hombro para mostrar hasta qué punto las exigencias sociales y familiares pueden afectar a una persona.
Inteligente y cautivante relato “Liv & Ingmar” es una coproducción de Noruega, Reino Unido e India, con guión y dirección de Dheeraj Akolkar, cineasta indio residente en Inglaterra. Es un documental basado en el libro autobiográfico de la actriz noruega Liv Ullmann, “Senderos”; las cartas que se escribió con el director sueco Ingmar Bergman; los recuerdos contados en primera persona por ella y fragmentos de las películas que ambos filmaron juntos. Para los cinéfilos, esta pareja no necesita presentación. Él es uno de los realizadores más respetados, que marcó y revolucionó de manera contundente la historia del cine de la segunda mitad del siglo XX. Y ella fue su actriz favorita, además de su pareja durante algún tiempo, y una gran amiga de toda la vida. Dicen que Akolkar debió vencer algunas resistencias de la actriz para realizar este documental, ya que si bien ella reconoce la gran importancia de Bergman en su vida, admite también estar algo cansada de que siempre le pregunten por esa relación y confiesa que la invasión a su intimidad que sufrió por parte de la prensa durante toda su carrera ha sido una experiencia incómoda para ella. De algún modo Akolkar convenció a Liv para que abriera su corazón, porque la ya anciana actriz asume con gran entereza el relato de su experiencia vivida junto a Bergman en un extenso monólogo, con la cámara captando en un riguroso primer plano todos los gestos y emociones que los recuerdos despiertan en ella, a medida que los va narrando. El film se desarrolla en la que era la casa de Bergman, ubicada en la isla sueca de Fårö, en el mar Báltico, donde ellos se conocieron y vivieron los primeros tiempos de una relación que se extendió por más de cuarenta años. Allí, filmaron su primera película, “Persona”, cuando ella tenía 23 años y él 46. Ambos estaban casados, pero el amor fue tan fuerte e intenso, que los dos decidieron dejar a sus respectivas parejas para vivir juntos. Fruto de esta relación tuvieron una hija. Cuando la pequeña tenía cuatro años, se separaron. Él después se casó con otra mujer y Liv continuó con su vida y su carrera en otros lugares, triunfando incluso en Hollywood. Sin embargo, de algún modo siempre siguieron juntos. El documental de Akolkar está estructurado en capítulos, titulados con una palabra clave, que sintetiza el espíritu de cada etapa de la relación: Amor, Soledad, Furia, Dolor, Anhelo y Amistad. Liv, que aún sigue siendo una gran actriz, va transformando su rostro a medida que transcurre el relato, describiendo los diferentes sentimientos que Ingmar le fue inspirando a través del tiempo y las distintas circunstancias por las que atravesaron. Y a cada experiencia personal revivida en el recuerdo por Liv, el director indio acompaña con algún fragmento de las películas de Bergman protagonizadas por ella que ilustran de manera metafórica las intimidades de la relación entre ellos. Sentimientos siempre apasionados, intensos. Ella confiesa haber sentido una gran admiración y respeto por él, a quien considera la figura más importante en su vida, que le dio un respaldo y una seguridad que no encontró en otra persona. Si bien reconoce que era posesivo y violento, “aunque sólo verbalmente”. “Liv & Ingmar” es impecable desde el punto de vista formal. Está filmada en la isla que eligió Bergman para vivir y crear. En el mismo paisaje donde filmó varias de sus películas y en la misma casa donde vivió hasta el instante de su muerte. Es notable el interés por recrear la atmósfera bergmaniana, en un paisaje que lleva la impronta de su habitante más famoso. Tanto, que pareciera que el espíritu de él estuviera presente allí mismo, controlando cada detalle de la filmación, como comenta Liv en algún momento, dando a entender que siguen unidos a pesar de todo. “Liv & Ingmar” es un vibrante, emotivo, inteligente y cautivante relato, de valor testimonial y también estético.
Turismo aventura en la city “Baires” es la segunda película dirigida por Marcelo Páez-Cubells (“Omisión”), joven director, guionista y productor argentino, que debutó como guionista con la animación “Boogie, el aceitoso”, dirigida por Gustavo Cova. Según estos antecedentes, Páez-Cubells manifiesta una inclinación por el género policial y como estudió cine en Miami, tiene aprendido un puñado de trucos narrativos con una marcada influencia de esa escuela, que lo acerca más al telefilm o a las series de TV. Obviamente, la acción transcurre en la capital argentina y tiene como protagonista a una pareja de turistas que, en pleno viaje de placer, es captada por una banda de delincuentes que le hacen pasar las de Caín. El dato curioso es que la parejita está compuesta por dos argentinos de origen, que se conocieron en Barcelona. Mateo (Benjamín Vicuña) emigró con su familia cuando era un niño y ahora se dedica a los negocios. De Trini (Sabrina Garciarena), su novia, se sabe muy poco, salvo que es también argentina y que le gusta vivir un poco aquí y un poco allá. A él se lo ve muy enamorado y con ganas de formalizar, y ella no dice nada, pero se deja llevar. La cuestión es que apenas ponen un pie en Buenos Aires empiezan a tener encuentros cercanos con la variada antropología delincuencial vernácula. Caballeros un tanto indiscretos en el lujoso hotel, un chico punguista callejero, un policía comedido que justo andaba por ahí (buen trabajo de Germán Palacios) y como frutilla del postre, Mateo y Trini entran en confianza con un grupo de simpáticos lugareños en un local turístico de tango, donde consumen alcohol en demasía y aparentemente, por si fuera poco, son víctimas de un ataque subrepticio con la temible burundanga y finalmente, aparecen, no saben cómo, en la mansión de un capomafia no precisamente amigable. Comienzo de la pesadilla. El mafioso, llamado Eric Le Blanc (Carlos Belloso), presenta un perfil claramente psicopático y sus secuaces también. La cuestión es que se trataría de una banda de narcos que captan turistas ingenuos al azar y los obligan, bajo presión, a trabajar para ellos. Concretamente, le exigen a Mateo que lleve una carga de cocaína a España, mientras ellos mantendrán secuestrada a su novia y el trato es que cuando el joven llegue a Madrid y entregue la mercadería, liberarían a Trini para que pueda reunirse con su novio. A partir de allí, lo que parecía un delicioso viaje de placer se convierte en un descenso a los infiernos para Mateo. Tocado en lo más sensible, el amor que siente por su chica, más una abultada cuota de ingenuidad, el muchacho cae en la trampa y acepta el trato. Pero por el camino se arrepiente y empieza tomar decisiones alocadas que lo terminan complicando en una rara carrera del gato y el ratón, encontrando extraños ayudantes en su camino, entre ellos, la dueña de un hostel que interpreta la bella Juanita Viale. Su único objetivo es rescatar a su chica, pero... se encontrará con verdades difíciles de digerir. “Baires” parece un manual o catálogo para advertir a turistas incautos acerca de los peligros que pueden correr si vienen de visita a la capital argentina, donde la picaresca local, a veces asociada a inmigrantes de diverso origen, abunda en triquiñuelas para hacerlos caer en redes mafiosas de inimaginables consecuencias. La idea está buena, el problema de “Baires” es la dirección floja, lo que se nota en la precariedad de los recursos actorales exhibidos y la inconsistencia dramática en las escenas de violencia. Es evidente que la película no pretende ser un gran thriller sino una especie de parodia de la picaresca argentina, pero no termina de definir su estilo que vacila entre un devaluado Quentin Tarantino y un no tan bizarro Santiago Segura, el de “Torrente”, claro. Lo concreto es que no es una película ni para sufrir ni para pensar, es entretenimiento clase B, y una aproximación ilustrada al corazón de las redes mafiosas porteñas, a las que se las muestra más como una característica pintoresca que como una peligrosa organización con ramificaciones internacionales.
Una noche de alcohol, aventuras y riesgos extremos El subtítulo de la película dice “Una ciudad. Una noche. Una toma”. Mientras que el título lleva el nombre de la protagonista: “Victoria”. El largometraje del alemán Sebastian Schipper ha llamado la atención de la crítica porque está filmada en único plano, sin cortes y en tiempo real. Una hazaña que mereció un Oso de Plata en la última Berlinale para el camarógrafo noruego Sturla Brandth Grøvlen. Desde el punto de vista formal, el rodar en un solo plano secuencia tiene varios antecedentes en la historia del cine, aunque ahora la tecnología disponible favorece la elusión o dilusión de los trucos. El advenimiento de la era digital permite estas aventuras, entre otras. El ejemplo más reciente es “Birdman”, de Alejandro González Iñárritu. Pero “Victoria” sube la apuesta al rodar sin cortes durante más de dos horas en un periplo nocturno de un personaje por distintas locaciones de una ciudad y le agrega la tensión y el suspenso de un thriller, más la flexibilidad de la improvisación. Obviamente, el fuerte de la película es la propuesta formal, que, sin minimizar el contenido, emerge como un mensaje en sí mismo, como si se intentara captar un código, un lenguaje, un sema, una identidad. Victoria (Laia Costa) es una joven española que está viviendo en Berlín. La cámara la descubre en un local nocturno bailando al ritmo tecno y bebiendo alcohol entre personas desconocidas. A partir de ese momento, no la abandona ni un instante durante 140 minutos, que van entre las 4.30 de la madrugada hasta cerca de las 7 de la mañana, hora en que la joven debe abrir la cafetería en la que trabaja durante el día. Ella está sola, y al salir del local bailable es abordada por un grupo de muchachos, según ellos, “berlineses verdaderos”, con quienes empieza a mantener un diálogo circunstancial e intrascendente, como suele suceder en esos encuentros fortuitos y superficiales en lugares de diversión. Pero el grupo se va enganchando y los jóvenes le van mostrando a Victoria sus escondites secretos y aceptan incluirla a ella en su especie de hermandad callejera. La chica se deja llevar y entre risas y aventuras, pasa el tiempo hasta que decide ir a la cafetería a esperar la hora para comenzar a trabajar. A partir de ese momento, empieza la segunda parte del film, que derivará en un policial de máxima tensión, ya que los jóvenes, por circunstancias que es mejor no mencionar (para no revelar detalles del argumento), se verán involucrados en un hecho de violencia que irá in crescendo y en el que Victoria se verá arrastrada un poco ingenuamente, un poco por curiosidad. El eje del relato es el nacimiento de una relación de amistad en la que una chica es aceptada e incluida en un grupo de chicos que se conocen desde la infancia y que tienen un fuerte vínculo entre ellos, dando la idea de que forman un círculo que no se abre a cualquiera. Victoria acepta la invitación y trata de ganarse un lugar en el grupo, aceptando algunos riesgos. Y también, porque entre ella y uno de los jóvenes, Sonne (Frederick Lau), empieza a surgir una atracción que podría derivar en romance. Sin embargo, las cosas se irán complicando hasta salirse de madre. Una experiencia tan fuerte, que indudablemente transformará a la protagonista. Después de esa noche, la vida de Victoria ya no volverá a ser la misma. Mucha tensión, adrenalina, emociones y violencia, en un clima alocado, de la mano de Schipper, quien ha colaborado anteriormente con el cineasta Tom Tykser, en “Winter Sleeper”, “Corre, Lola, corre” y “The Princess and the Warrior”. En ese caso, Schipper dirige un policial apasionante que brinda a su vez una mirada acerca de la complejidad del mundo y las dificultades que tienen los jóvenes para adaptarse a una sociedad que no los contiene, los atosiga de exigencias, para ofrecerles demasiadas frustraciones y angustias, que ellos tratan de sobrellevar como pueden. Haciendo locuras, a veces, como las que hace este grupo en una noche de alcohol, aventuras y riesgos extremos. Victoria es un film que, por lo absurdo y violento y la sensación de violencia sin salida que caracteriza a ciertos sectores de la juventud, recuerda a películas como “Irreversible”, del argentino Gaspar Noé; “La hermana”, de la francesa Ursula Meier, o “Mommy”, del canadiense Xavier Dolan.
Hablando de mujeres Liz (Julieta Zylberberg) es una madre joven primeriza. Está sola en una casa, en algún barrio de Buenos Aires, criando a su bebé. Su marido, Gustavo (Daniel Hendler), está temporariamente en Chile, filmando un documental sobre un volcán. Se comunican vía Skype. Liz no sufre apremios económicos. Se reconoce como escritora y ha publicado una novela. El relato de Ana Katz, “Mi amiga del parque”, tiene a Liz como protagonista de una historia minimalista. Con cámara en mano, persigue a la muchacha en su vida diaria. Así se la puede ver atravesar por diversos estados de ánimo, criando a su bebé en total soledad. Su madre ha muerto cuando ella estaba embarazada y su padre le deja mensajes en el contestador que ella nunca responde. Aunque hay un sutil pero fuerte vínculo entre ellos, que se puede apreciar en algunos detalles, pero principalmente en el nombre del bebé. Esa cámara sensible y curiosa que persigue a Liz capta todos sus cambios de humor: alegría, angustia, culpa, cansancio, ira, miedo, deseos de libertad... un combo complejo con el que sin embargo cualquiera que sea madre se sentirá identificada. Liz (excelente trabajo de Zylberberg) es una mamá primeriza con todos los síntomas que caracterizan al puerperio, en una sociedad como la nuestra. Es una de nosotras, diríamos. No evidencia nada raro, nada que se pueda considerar fuera de lo previsible. Entre sus actividades diarias, Liz saca a pasear al bebé y su lugar favorito es un parque, muy agradable, con árboles añosos y senderos rodeados de vegetación. Allí, hay un sector con juegos para niños habitualmente concurrido por madres, y algún que otro padre, con sus criaturas. Es frecuente que entre ellos hablen de sus experiencias y vivencias, siempre relacionadas con la crianza, y hasta en un momento surge la idea de formar algo así como un grupo de autoayuda. En ese marco, Liz conoce a Rosa (Ana Katz), una mujer que está jugando con una beba, supuestamente su hija. Entre Liz y Rosa surge una chispa de simpatía inmediata, y se van a almorzar unas pizzas. Empiezan a hacerse algunas confidencias, pero hay una barrera de desconfianza que despierta algunas suspicacias en Liz, que oscila entre avanzar o retirarse de esa incipiente amistad. En ese juego de ambigüedades, de pronto, Rosa toma una actitud un tanto extrema, asumiendo riesgos que en un principio sorprenden a Liz, pero luego azuzan más su curiosidad. Paralelamente, la protagonista ha contratado a una mujer mayor para que cuide al bebé, mientras ella trata de recuperar su vida personal, volver a contactar con sus amigos y, si es posible, conectarse otra vez con su oficio de escritora. La relación con la niñera (Mirella Pascual) es también una fuente de angustias y sospechas, y esa solución no termina de satisfacer a la madre primeriza. Siguiendo sus impulsos, Liz vuelve a contactar con Rosa, que tiene una hermana, Renata (Maricel Álvarez), con quien comparten la crianza de la beba. Así, Liz va conociendo un poco más del universo de su nueva amiga. Un universo que la intriga pero al que también teme. El relato de Ana Katz describe el proceso que atraviesa la protagonista, que combina su maternidad, el duelo por la pérdida de la madre, el marido ausente y una amistad que se sale de sus esquemas y plantea la posibilidad de nuevas vivencias que, a pesar de los miedos, la atrae fuertemente. Esa ambivalencia se resuelve satisfactoriamente y aunque por un momento parece que todo va a estallar en el mundo de Liz, ella logra tomar el control y autoafirmarse a sí misma. La película tiene el valor de contar una pequeña historia que muestra aspectos de la subjetividad femenina, despertando el interés del espectador, sin emitir juicios. Desnuda un fragmento de una realidad con la que podemos tropezar a diario en cualquier ámbito urbano. “Mi amiga del parque” tiene la virtud de hablar sin rebusques, sencillamente, de nosotras, las mujeres, nada más y nada menos.