El talentoso y reconocido actor Julio Chávez decide pasarse al detrás de cámara -sin dejar de permanecer enfrente- y estrena su ópera prima, un modesto drama que retrata un acercamiento entre madre e hijo con la excusa de la filmación de un documental. Javier es un artista plástico (el arte que aparece en la película es creado por el propio Chávez) que un día decide hacer un documental sobre su madre. Pero no el tipo de documental que implica que la siga a todos lados con una cámara, sino que la sienta en el sofá y la graba mientras le hace preguntas. Preguntas sobre su infancia, sobre su personalidad, sobre su lugar de madre. Sin una premisa muy original pero un lindo desarrollo de la trama, es que nos encontramos con un hombre al que en realidad no le interesa tanto la idea de grabar los testimonios de su madre, de preservarlos, sino de poder hablar con ella, acercarse. Incluso hay momentos en que parece olvidarse que está la cámara, o conversaciones que continúan fuera de ella, en otro lugar. «Cuando la miro» resulta valiosa especialmente por ese duelo actoral entre un encantador Julio Chávez, que se muestra siempre atento, sensible y con una sonrisa en su rostro aún cuando las lágrimas amenazan con escaparse de sus ojos, y la madre que interpreta Marilú Marini, una señora impredecible de un carácter muy especial, a veces demasiado risueña y siempre muy directa. Ese hablar las cosas de la manera más frontal es lo que remueve cosas en Javier, escucharla contar secretos o decir que no estaba preparada para ser madre, o que aun a esta edad todavía siente impulsos sexuales, o que no pueda aceptar la homosexualidad de su hijo. En este último aspecto es que se presenta una contrariedad curiosa: a veces esta mujer mayor parece tener una mentalidad adelantada para su época, capaz de correrse del rol de lo que una mujer es y debería ser, pero por el otro lado tiene un pensamiento retrógrado con respecto a la sexualidad de su hijo que no consigue entender. Una galería de temáticas de la vida que se abordan desde estas dos perspectivas que esperan acercarse para al menos entenderse. En este rico duelo actoral, Chávez parece dejarla a Marini que se luzca. Ella es el corazón de la película, con su actitud impredecible y sus testimonios espontáneos y tajantes, mientras que Chávez apuesta por una interpretación más sobria y sutil que otras veces. Con esta historia se podría haber caído en un drama sensiblero y aburrido pero ambos lo llevan a un costado más amable, jocoso por momentos, pero también tierno y emotivo. Chávez consigue impregnar su película de una intimidad palpable. Capaz de hacernos reír y emocionar. Pero el guion escrito junto a Camila Mansilla cae en el último acto apostando por un efecto sorpresa que desvaloriza un poco lo construido anteriormente. Parece una decisión perezosa si al final es el azar lo que termina de definir todo. El impacto es real de todos modos y una se queda como el último plano de esa mujer sobre la ventana.
Primero fue un blog escrito en primera persona, luego una novela de Hernán Casciari, pronto una obra de teatro protagonizada por Antonio Gasalla y en algún momento iba a suceder: la película, en este caso dirigida por Marcos Carnevale y que ya desde ese póster feo avecina lo peor. Escrita por el propio Casciari junto a Christian Basilis, se trata de una película que apela al costumbrismo con lo grotesco de una manera anticuada y vulgar. Más respeto que soy tu madre, la película, comienza con una escena en blanco y negro hablada en italiano. En ella un maestro pizzero le pide a su nieto que mantenga viva esta pizzería, al menos hasta el año 2000. De allí se salta a finales de 1999, donde ese niño ya anciano mantiene esa misma pizzería, ahora en Mercedes con un local de mala muerte donde sólo se junta con otros viejos a beber y fumar porro. El hijo de este abuelo pendeviejo (Diego Peretti en una caracterización penosa) hace lo que puede para mantener a su familia y se ve obligado a trabajar de delivery para la competencia, una cadena de pizzas. A su vez, está casado con Mirta, mujer de carácter que lleva adelante una enorme pero humilde casa (aunque en realidad luce mucho como una pensión), con dos hijos a los que apenas entiende y uno mayor que parece ser la promesa de la familia. La excusa de la trama tiene que ver con la idea de reinaugurar la pizzería más allá del difícil contexto económico y que se convierta otra vez en lo que supo ser: un lugar familiar y de encuentro. Pero para que una cosa funcione tienen que funcionar otras tantas. Recargada de personajes (muchos no aportan más que algún chiste, y no siempre efectivo), la película es un compendio de situaciones tipo sketchs pero sin mucha gracia. Todo es tan exagerado y artificial que parece una mala copia de las comedias italianas de varias décadas atrás, con puteadas a los gritos y una serie de enredos ridículos. A nivel estético, el problema es igual de grave: se supone que la película sucede a fines de los 90s pero todo parece de épocas anteriores, con un filtro sepia inentendible e incluso una dudosa elección de vestuario. En el fondo, y completamente desaprovechado, aparece la línea argumental que hace un poco a la historia, al menos en su origen: el de la escritura. Esa vocación y actividad placentera que Mirta encuentra en un momento de su vida que podría parecer demasiado tarde. Florencia Peña no está del todo mal en su papel de madre luchona, da la sensación de que hace todo lo que puede con lo que sabe: con una performance al mejor estilo Casados con hijos, histriónica. Diego Peretti luce tan exagerado como su maquillaje como este abuelo cuyos insultos casi siempre incluyen la misma palabra: chota. Hay buenas intenciones pero el camino al infierno está pavimentado de ellas. Como se puede suponer, la película apela a la importancia de la familia y el legado familiar, de mantener vivo aquello de donde venimos. Están también las pinceladas de argentinidad, en especial en la resolución, donde uno siempre se termina identificando mas no sea por haber transitado tal momento. Pero las escenas se suceden muchas veces sin ritmo y cohesión entre ellas. Un humor desactualizado y anticuado, una estética artificial y fuera de tiempo, lugares comunes, hacen de Más respeto que soy tu madre una fallida adaptación. Si bien se entiende que apuesta a un tono costumbrista grotesco y kitsch nunca se percibe genuino, sino totalmente forzado. Una comedia olvidable que sacará alguna risa y no mucho más. Al menos no es otra tonta y misógina película de Carnevale.
El realizador Dominik Moll (Noticias del Planeta Marte) dirige un drama coral con dosis de suspenso que empieza con la impactante premisa de la desaparición de una mujer en medio de un escenario frío y desolado. «Nuestra terrible necesidad del otro, el terror de estar solos. Lo que nombramos Amor.» Joyce Carol Oates Tras una breve secuencia inicial que funciona como una especie de prólogo situada en Costa de Marfil, la película nos sitúa en un lugar montañoso y nevado de Francia. La historia se divide en diferentes capítulos con nombres de los variados personajes. Así, se arma como una especie de rompecabezas en el que las piezas van encastrando y teniendo sentido a medida que los capítulos se suceden y las distintas tramas argumentales se van desarrollando y cruzando entre sí. Además de la mujer que desaparece en medio de una tormenta de nieve (Valeria Bruni Tedeschi), la película despliega las historias de una mujer que se siente sola y se enamora de un hombre parco y solitario que apenas le brinda sexo y un poco de atención, este otro hombre que es quien encuentra el cuerpo frío y rígido de la mujer y se conecta con él de un modo extraño, el marido que se endeuda de una manera que se devela más avanzado el relato, una joven que tras una noche de pasión con una señora se enamora hasta los huesos y la busca persiguiendo falsas esperanzas… Sólo las bestias está construida a través de diferentes líneas argumentales que van y vienen en el tiempo y los espacios para explicar sus fugaces conexiones entre sí. En ese sentido, el guion devela de manera inteligente las vueltas de tuerca y hasta el último momento depara alguna pequeña sorpresa. En la extensa galería de personajes, algunos terminan quedando más desarrollados que otros. Toma un buen rato entender por dónde quiere ir la película, que empieza de manera áspera y fría hasta que llega a mostrar el corazón, aquel hecho que desencadena todos los demás. Con ritmo de thriller y un buen manejo de la intriga, la trama se va abriendo y desplegando las historias que se caracterizan por ser oscuras y pasionales, con personajes que se mueven de manera impulsiva por el deseo o la búsqueda de algo parecido al amor. Entre el amplio elenco, destaca Denis Ménochet en la piel del granjero y marido parco que guarda un secreto que le brinda algo similar a una alegría hasta que descubre que las cosas no son como imaginaba y todo empieza a írsele de las manos. Hay una idea de azar sobrevolando la película. Algo que podría acercarla a Justicieros pero que en lugar de optar por el humor negro y lo absurdo resulta todo el tiempo frío y oscuro (apenas hay un poco de calidez cuando se presenta algo que parece ser una historia de amor hasta que se revela como una desilusión más), como si el mundo fuese siempre ese lugar horrible y hermoso que Joyce Carol Oates describe en sus novelas y relatos: historias que parecen de terror y no son más que fieles reflejos de una realidad. Como en sus libros, los personajes de Solo las bestias parecen a la larga no buscar más que un poco de amor. Y es también una historia de supervivencia, de apelar a los instintos animales para no terminar de hundirse. En esta red de personajes entramados que accionan sin imaginar las consecuencias, hay también un interesante contraste entre el frío del sur francés y el calor agobiante de África occidental, dos rincones del mundo que pueden estar a un click de distancia entre sí. Y sin embargo, la desolación, las decepciones, pueden ser las mismas. Con una lograda puesta en escena y un notable uso del montaje, estamos ante un drama sobrio, parco por momentos, intrigante durante gran parte de su metraje, y siempre atractivo. Aun cuando sus personajes despliegan su lado más oscuro y resulta difícil empatizar con ellos.
Escrita por Katy Brand y dirigida por Sophie Hyde, Emma Thompson se luce con un protagónico junto a Daryl McCormack que pone en foco la sexualidad, el deseo y el placer. El sexo no es el centro de nada pero a veces alcanza para correr al mundo de su eje. Marina Yuszczuk Nancy es una mujer que enviudó no hace mucho y el encontrarse sola, con hijos grandes que a veces ni siquiera le caen bien, se empieza a cuestionar sus decisiones. Como docente de una escuela religiosa y casada con un hombre conservador con quien el sexo siempre fue de la misma tradicional manera, siente que aunque sea tarde, porque se mira al espejo y no ve a la mujer joven y atractiva que fue, quiere conocer aquello que se perdió, que para tantas mujeres parece algo normal y parte de la vida cotidiana. Ni siquiera sabe si conseguirá llegar al orgasmo una vez, es algo que si no consiguió hasta ahora cree que quizás ya no sea para ella, pero no por eso se va a privar de experimentar cosas tan corrientes como el sexo oral o ponerse ella arriba del hombre para el acto sexual. Para eso, Nancy toma la decisión de contratar los servicios de un hombre joven y atractivo. Leo Grande es una persona que aprendió mucho de su oficio, que la respeta, la escucha y que no pretende solamente irse con el dinero por el turno contratado. A través de unos pocos pero intensos encuentros, tanto Nancy como Leo se irán desnudando, de modo más metafórico que literal, y se plantearán sus posiciones: la mujer que reconoce haber sido víctima de una sociedad cerrada y el hombre que se entiende como trabajador responsable sin sentir vergüenza de hacer lo que hace. En el medio, el corazón, está ella: la mujer que reconoce que el placer le brinda hasta una sensación de poder que nunca había experimentado. Pero cómo podía acceder a él sin descubrirse antes a sí misma. «El erotismo es una de las bases del conocimiento de uno mismo, tan indispensable como la poesía», escribió Anaïs Nin. Toda la película se sucede casi en una misma locación y está armada a través de largas escenas que, a excepción de la última, los tiene solo a ellos dos como protagonistas. Que podría ser una obra de teatro, probablemente. Hay muchos diálogos hasta llegar a una especie de catarsis. Pero Hyde consigue en esos rostros y en esos cuerpos, en ese cuerpo real de Emma Thompson, generar mucha intimidad. Le brinda a la reconocida actriz uno de los mejores papeles de su carrera en los últimos años porque le da la posibilidad de mostrarse como una mujer real, llena de fallas y contradicciones y no por eso menos genuina y humana, y atractiva y sensual. Una mujer a la cual le cuesta mirarse y mostrarse, temerosa de la vejez y añorada de la juventud que dejó atrás, pero lo suficientemente abierta como para aceptar que así como los tiempos las personas también cambian. El personaje de Leo Grande es otro acierto. Quien se convierte en una especie de psicólogo cuando busca que ella se suelte y pueda entrar en confianza, pero también quien esconde un pasado doloroso que no dejó que lo domine. Alrededor de él se genera un interesante debate: el del trabajo sexual como, justamente, un trabajo. Personas que eligen brindar ese servicio y que añoran en algún momento estar protegidos y ser reconocidos como tales. Ambos, a veces insoportables ella con sus inseguridades y él con su caballerosidad, funcionan en esos encuentros y desencuentros que les permiten de a poco ir quitándose las corazas y, sobre todo, los prejuicios. Todo esto con una mirada audaz, adulta, inteligente, sensible, con pizcas de incomodidad pero también de humor; gotas que terminan de pintar la película. Buena suerte, Leo Grande presenta una mirada actual sobre el sexo y el goce exponiendo además el tema de la edad. Y no hay muchas historias que consigan crear personajes femeninos de esa edad tan palpables y despojados de los lugares en los que suelen caer: la madre, la tía, la abuela, la vecina, etc. Hyde le da a Emma Thompson la posibilidad que no muchas actrices a su edad suelen tener, y menos en un cine que suele ser una oda a la juventud (aunque quizás ahí entre en juego que la película sea británica y no norteamericana). De una premisa que parece simple, la película aun en el encierro de ese cuarto se abre y despliega ideas que suenan y resuenan. Una propuesta encantadora que le ofrece a la cartelera, en especial después de las vacaciones de invierno, la posibilidad de mirarse y reflejarse.
Después de casi diez años desde The Great Gatsby, regresa Baz Luhrmann con una historia que le permite desplegar su amor por los números musicales con un estilo estridente desde lo visual y narrativo. Para retratar ni más ni menos que a Elvis Presley el elegido fue Austin Butler, un actor que después de enamorar a Carrie Bradshaw en la serie The Carrie Diaries ha conseguido papeles con Jim Jarmusch y Quentin Tarantino (y será parte de la segunda parte de Dune, de Denis Villeneuve). Más allá de la lograda caracterización, Butler se entrega con soltura y confianza a un papel difícil y se destaca ante Tom Hanks, un actor reconocido y premiado que queda deslucido bajo capas de maquillaje y con un personaje que nunca logra desplegar matices interesantes. Elvis no es ni pretende ser una simple biopic sobre la mítica estrella, por eso opta por una perspectiva cambiada, pero aun así recae en ciertos tópicos usuales de este subgénero. El protagonista es Tom Hanks como el Coronel Tom Parker, el hombre que algunos dicen que descubrió a Presley y otros tanto que lo estafó, que lo explotó y se hizo rico gracias a él. Luhrmann muestra poco de los inicios del músico para adentrarse más que nada en esa relación que comienza promisoria y se torna asfixiante mientras el estrellato asciende. La historia de Elvis siempre termina volviendo a la de Parker y es una decisión extraña que no termina de funcionar en el guion. De Tom Parker poco se sabe pero él siempre se presenta como un hombre confiado y decidido. Desde el principio se anuncia que tiene problemas con el juego y el resto de la película lo muestra queriendo o necesitando ganar cada vez más dinero, así a veces forzando a Elvis a convertirse en un tipo de estrellita que no le sienta natural. Es incluso un pionero del marketing vendiendo merchandising de la popular estrella lo que demuestra que lo tiene como un negocio, un objeto a comercializar. Pero Elvis tiene carisma, tiene encanto y sobre todo tiene un sex appeal que despierta a una generación de mujeres acostumbradas a contener y reprimir el deseo sexual. Sus movimientos provocan suspiros y un montón de sensaciones que no pueden describir porque nunca antes la habían sentido. En este aspecto, Luhrmann logra retratar de manera precisa la fiebre que provoca el músico. En cuanto a específicos personajes femeninos, como el de su madre o el de su mujer Priscilla, quedan reducidas a estereotipos, con poca o nula profundidad sobre quiénes y cómo eran. Desde el aspecto histórico entonces no aporta mucho más que un repaso biográfico que se puede encontrar sin mucha dificultad. También el personaje de Tom Parker queda en un costado cuando el director prefiere lucirse con frenéticos números musicales y de a poco poner en escena el declive de Elvis a causa de varios motivos, como la muerte de su madre, la adicción a los medicamentos, una fama repentina para la que nadie está preparado, y el encierro que siente cuando su carrera se estanca en un solo lugar, un hotel de Las Vegas, sin poder salirse de esa agenda y dejando de lado a una esposa, a una hija y a las promesas de una carrera internacional. Sin embargo todo sucede rápido y de una manera espectacular, sin momentos de una intimidad real, lo que da la sensación a la película de ser un resumen muy largo, como un trailer que te cuenta toda la película pero sin la gracia de ésta. El resultado es entonces desparejo y llamativo. No consigue aburrir pero tampoco asimilar nada: ni la muerte de esa madre a la que siempre se quiso complacer sin éxito, ni el matrimonio que fracasa, la hija de la que se va alejando cada vez más, la adicción a las drogas que apenas se percibe en ciertas escenas puntuales. Incluso su narrador, el representante, insinúa de manera textual que podría adicionar una mirada distinta a la imagen que se ha creado la gente de él pero la película no deja muchas dudas, no brinda muchas posibilidades diferentes y queda como el explotador que se conoce, con un perfil siempre manipulador. Visualmente apabullante y con todos los hits de Presley (a veces saltando muy rápido de uno a otro), Luhrmann pone el ojo, el despliegue más que nada en el escenario y descuida los momentos que harían crecer mejor a sus personajes. En este duelo actoral Butler sale ganando porque no deja que la caracterización ni ciertas gesticulaciones se coman al personaje. Al contrario sucede con Hanks, quizás desacostumbrado a un personaje de intenciones oscuras y demasiado entorpecido por el maquillaje. Elvis resulta liviana y superficial a la hora de retratar a estas dos figuras contrapuestas.
La última entrega de Thor es la cuarta que centraliza al personaje nórdico y la película número 29, me dice Imdb, de esta seguidilla de fases de Marvel que siempre parece estar por agotarse pero evidentemente todavía tiene un enorme público fiel que celebra siempre el mismo tipo de películas que ya no aportan mucha novedad. Si bien no estamos ante uno de los Vengadores más populares es el que más películas protagonizó de manera central y acá Taika Waititi aprovecha con éxito el costado cómico de Chris Hemsworth que ya aparecía en la entrega anterior (pero descubierto por Paul Feig de todos modos). En esta segunda entrega que dirige y esta vez escribe, Waititi decide apostar al humor, a ese humor que lo caracteriza: simplón, burlón, aniñado, que a veces funciona (como en What we do in the shadows, quizás la mejor película que logre hacer en toda su carrera); y a la emoción, a través de situaciones predecibles, cursis y un poco de golpe bajo aunque siempre seguido de algún chiste. La historia encuentra a Thor junto a los Guardianes de la Galaxia, como sin rumbo desde lo personal. Cuando una amenaza a diferentes dioses del universo se presenta, se separan y él regresa a la Tierra y al nuevo Asgard ahora comandado por Valkiria, se encuentra con su ex novia, la doctora Jane Foster. Como si un encuentro con un ex no fuese lo suficientemente desestabilizador, Jane ahora tiene en su poder el martillo Mjolnir reconstruido y éste le brinda la oportunidad de ser una Thor femenina. En medio de esa rom-com, una noche los niños son secuestrados por el villano Gorr, a quien se lo presenta en una especie de prólogo que nos cuenta cómo y por qué se convirtió en este masacrador de dioses, y esto los lleva a embarcarse en busca de ellos para rescatarlos. Quizás de estas películas sea la que mayor entidad se le da a los niños. Desde lo estético, se intenta plasmar varias ideas. Por un lado, en lo narrativo, el personaje de Korg (al que le pone voz una vez más el propio Taika) y la representación de escenas en teatro como se acostumbraba en Grecia, sirven para resumir y poner al día a quienes se pierden entre tanta línea y personaje a lo largo de la casi treintena de películas. Son dos maneras originales y entretenidas de narrar qué pasó en la entrega anterior o qué pasó entre Thor y Jane. Con respecto a las imágenes, en general se presenta una película muy colorida y llena de efectos especiales creados en pantalla verde, como siempre, y se intenta contrastar esto con la oscuridad del villano que incluso los arrastra a un mundo de grises. Pero ambos lucen superficiales y se desaprovecha la oportunidad de jugar mejor con el terror que el villano insinúa; se siente plano desde lo estético. Los hitazos de los Guns and Roses le aportan una veta rockera que le sienta bien en especial a Thor, con un Hemsworth cada vez más confiado y capaz de llevar adelante otra película con mucho más que un cuerpo musculoso. Uno de los grandes problemas que viene teniendo Marvel es que, salvo por Thanos y antes Loki, la mayoría de los villanos se convierten en personajes bastante olvidables aun estando interpretados por actores de renombre. Y en este afán por reclutar a todo Hollywood que parece tener Marvel, Christian Bale interpreta a un villano al menos creíble, con una motivación poco original pero fuerte como para querer destruir a todos los dioses. Russell Crowe y su Zeus en cambio quedan caricaturizados y, aunque esa sea la idea, lo cierto es que tanto el actor como el mítico personaje quedan reducidos a eso y es una pena. Las presencias femeninas de Natalie Portman y Tessa Thompson aportan lo suficiente y sobre todo ésta última tiene carisma y dan ganas de verla más. Pero la línea narrativa que gira alrededor de Portman, su ascenso como heroína, podría haber sido icónica y sin embargo la acompaña una historia cursi como todo lo que la película quiere contar: a la larga siempre es sobre el amor, y nada más aburrido que una película que toma un tema tan grande y universal y lo simplifica, aún con todo el humor del universo. Thor: Amor y Trueno es tan Marvel que duele, el Marvel en el que se ha convertido, siempre un poco más de lo mismo con una pequeña vuelta (como en la última de Dr. Strange hacia el terror, por ejemplo): historias poco originales pero grandes despliegues visuales, un humor que le resta seriedad a cualquier situación (aquí la puesta a la comedia es total y hay mucho de parodia fallida) y el escenario por el que parece ir pasando todo actor o actriz de renombre. Atrás quedó la época en que Marvel «descubría» a una estrella (¿quién sería Chris Hemsworth sin Thor? ¿Chris Evans sin el Capitán América?) o le brindaba una oportunidad de regreso como la que fue con Robert Downey Jr. De todos modos hay que decir que en la primera de las dos infaltables escenas post créditos se presenta a un personaje conocido por cualquier cultura popular y con el rostro de un actor que quizás estaba necesitando dar el gran salto para cobrar una mayor popularidad. Por supuesto no voy a spoilear pero su presencia es lo único que me convence de antemano de querer ver una próxima entrega. También resulta lindo el guiño final que resignifica el título de la película. Para quienes se encuentren hastiados o se sienten próximos a eso, esta nueva entrega no aportará más que una razón. Pero si aún disfrutan las películas al mejor estilo Marvel, coloridas y con mucho humor, sin muchas más pretensiones que ver a actores favoritos interpretando a personajes de los cómics, al menos esta película tiene un estilo un poco más propio (todo lo que Marvel permite; a la larga siempre parecen dirigidas por un algoritmo), ese estilo aún en construcción que está gestando Waititi con su carrera, con menor o mayor éxito. Es una buena opción también para los más jóvenes en estas vacaciones de invierno, porque aunque irregular es entretenida; ya lo dijo Scorsese y me disculpo por citarlo acá: estas películas se han tornado como parques de atracciones. Y en este camino de deconstrucción que tienen las grandes ligas, su elenco la definió como una película muy gay solo por algunas referencias y menciones light, quizás sí un poco más riesgosas contrastándolas con las de otra época.
La cuarta película de Santiago Mitre (sin contar El amor – primera parte, dirigida en compañía) sigue revelándolo como un realizador con muchas inquietudes y sin miedo al riesgo en su camino artístico. Después de El Estudiante, la remake de La Patota, y La Cordillera, adapta junto a Mariano Llinás una novela de Iosi Havilio sobre un hombre en crisis que se enfrenta a una situación que parece imposible. No voy a contar spoilers ni nada que no se lea en sinopsis oficiales (o en el título de la película en Estados Unidos según Letterboxd) pero si prefieren la sorpresa total, les sugiero que no lean el siguiente párrafo y salten a lo que sigue después de la próxima imagen. José es un argentino que vive en un pueblo de mala muerte en Francia junto a su pareja que da a luz en la casa ni bien empieza la película. Pronto se queda sin trabajo y ella, que es francesa pero habla en español todo lo que él se niega a hablar y aprender el francés, consigue trabajo y así pasa él a quedarse con la bebé a cuidado en la casa. Una tarde se cruza a lo del vecino a pedirle una pala prestada y se encuentra con un francés demasiado simpático, juguetón y ostentoso al que es evidente que no soporta desde el minuto en que le abre la puerta. Hasta que en un preciso instante explota y lo asesina con su propia pala. Sin embargo es difícil incluso tras aquel arrebato adivinar ante qué tipo de película estamos -en realidad si no se leyó de antemano la novela de base-: al día siguiente el vecino aparece como si nada hubiese pasado y José se da cuenta de que tiene un don único. La película co-producida en Francia adapta la novela con bastante libertad pero iguala esos dos factores sorpresas, en los que de todos modos ninguna de las dos obras necesita apoyarse, para relatar una historia que en el fondo transita temáticas más universales. La crisis matrimonial (o de pareja, porque se aclara que no están casados y es un dato no menor teniendo en cuenta la situación de inmigrante del protagonista), el derrumbe de sentirse sin futuro y con un presente en el que no se halla, los miedos propios de cualquier padre o madre primerizo. Con algo de fantástico, otro poco de gore y bastante humor negro, Pequeña Flor se va moviendo y deshojando a medida que se suceden las situaciones, algunas más absurdas que otras, y ahí está José, a quien el mundo empieza a distorsionarse y encuentra cierto lugar seguro en una nueva e insólita rutina que le permite expresarse con creatividad y descargarse al mismo tiempo. La repetición de ciertos esquemas (con la música como protagonista y la canción que brinda el título) le sirven a Mitre para despacharse con escenas parecidas pero distintas, en la que los métodos cambian para lograr un mismo fin. Menos calculada que sus películas anteriores, Pequeña Flor respira un aire más experimental, desde lo narrativo especialmente. La novela que tiene como epígrafe una frase de Help a él de Fogwill, está escrita en un único y largo párrafo en primera persona, un monólogo veloz pero no agotador del protagonista que en la película se cambia por la narración en off del vecino; esto le permite transmitir un mayor extrañamiento y si bien parece algo azaroso al principio logra cobrar sentido. Ese vecino es interpretado por Melvil Poupaud, prolífico actor francés que da vida con cariño y soltura a su excéntrico personaje. Daniel Hendler no falla a la hora de ponerse en la piel de su antihéroe protagonista. Vimala Pons es quien se transforma en esa mujer que no duda en ponerse los pantalones cuando alguien tiene que hacerlo más allá de transitar su propia crisis y Sergi López, como un gurú que en la novela es presentado como una especie de imitador de Jodorowsky, tiene sus buenos momentos para lucirse aunque en esa parte de la película el ritmo se estanca un poco. Más desaprovechada está Françoise Lebrun como una vecina que aparece en el momento justo para ayudar. Pero a grandes rasgos el elenco funciona porque se comprometen al juego que invita la curiosa película, entre lo cotidiano y lo fantástico. Mitre y Llinás entienden que la mejor manera de adaptar la novela es hacerla propia y crear algo nuevo. Así, varios cambios narrativos se adaptan con solvencia aunque hay algún momento de la novela que nos quedamos con ganas de ver, como siempre sucede a la larga. Entre los cambios de registro también hay una inconsistencia tonal que a veces le juega a favor y otras pocas en contra. Debajo de lo surreal de la situación principal, de lo lúdico de un relato que siempre se está moviendo y no se sabe hacia dónde -ni la novela ni la película caen en fórmulas estructuradas-, del explosivo uso del gore cuando la escena lo amerita, allí debajo de todo eso hay una historia de amor, de dos personas que necesitan volver a encontrarse, de una manera diferente y al mismo tiempo como lo supieron hacer siempre. Un poco de esos dos temas que contienen todos los temas se trata la película: el amor y la muerte. Porque a lo mejor la muerte tiene casi tan poco sentido como la vida.
La ópera prima de Germán Abal es una historia sencilla y directa sobre las segundas oportunidades. Protagonizada por Jorge Garrido y Omar Musa, trata sobre un hombre de negocios que pasa su vida sin prestar atención a lo que realmente importa. Descuida la relación con su mujer y nunca escucha ni está para su hijo; ocupa todo su tiempo con el trabajo o, si necesita distenderse, con su secretaria. Cuando su familia se va de viaje sin él, un accidente lo deja postrado en la cama de un hospital durante varios días. Allí conoce a un hombre mayor, un señor que está ahí hace más tiempo y que le regala su amistad desde el primer momento, que lo distrae contándole historias que observa desde la ventana del dormitorio compartido, y le brinda de a poco la posibilidad de apreciar las cosas de la vida de un modo diferente. «Afuera siempre hay historias para contar. Hay que verlas. Siempre pasa algo». Así, la película también cuenta con participaciones especiales como las de Gastón Pauls, Alejandro Fiore, Mario Alarcón, algunos en pequeñas historias que son algo así como mosaicos. Pero la trama principal es simple y chiquita y sigue la relación entre estos dos hombres que ven la vida de modo muy distinto. Aunque carga con buenas intenciones, todo en esta película aparece subrayado y está repleta de mensajes que la convierten en algo parecido a un libro de autoayuda. Ni siquiera en el desarrollo de los personajes aparece alguna pincelada que aporte algo de matiz; todo resulta básico y grueso, sin inspiración. Desde lo visual sucede algo parecido. Todo se siente tan impostado que muchos planos respiran cierta artificialidad, con mucha presencia de luz. Y la banda sonora sólo consigue hacerla más empalagosa. Con un estilo anticuado y moralista, Tu forma de ver el mundo es una ópera prima sentida y con corazón pero poco lograda. Una historia sobre opuestos desaprovechada para optar por la bajada de línea.
Después del paso por Marvel con la primera entrega de Doctor Strange y tras bajarse por diferencias creativas de su secuela que eventualmente dirigió Sam Raimi, Scott Derrickson regresa a sus bases con una sólida película de terror que adapta un cuento de Joe Hill. Para eso vuelve a reunirse tras Sinister con Ethan Hawke, aquí en el papel del villano. A finales de los 70s, Finney y Gwen son dos hermanos que viven en Colorado y día a día son testigos de la violencia que los rodea. Un padre alcohólico que los maltrata, constante bullying en la escuela, la Guerra de Vietnam todavía demasiado fresca. Y además el fantasma de un asesino serial de niños y los carteles con las imágenes y nombres de quienes van desapareciendo. Escrita por Derrickson junto a su frecuente colaborador, C. Robert Cargill, la primera parte de la película se encarga de retratar este mundo y esta época. Los dos hermanos saben que son lo más importante que se tienen entre ellos y están el uno para el otro para ayudarse, ya sea a defender a uno del bullying como cuidar del padre cuyo alcoholismo lo torna violento. El terror latente termina de emerger con la imagen del asesino serial enmascarado que rapta al protagonista en su camioneta negra y lo traslada a un sótano a prueba de ruidos. Solo con una colchoneta y un teléfono negro desconectado, el futuro de Finney parece el de tantos niños que desaparecen a la luz del día. Hasta que el teléfono suena y del otro lado se encuentra con la voz de una de las víctimas anteriores. Allí es cuando la trama se bifurca y por un lado seguimos al niño secuestrado soñando con la posibilidad de escapar, y lo que queda afuera: la hermana en busca de alguna pista y una investigación policial que parece estancada. Joe Hill ha demostrado estar en camino de ser un digno heredero del universo de Stephen King y lo ha hecho sin querer despegarse de él. Los tintes fantásticos rememoran así a varias historias que ya conocemos (como el don que tiene la hermanita de acceder a conocimientos reales a través de los sueños). También tiene puntos en común con NOS4A2, la novela de Hill que tuvo una fallida adaptación a la tv: un villano que secuestra niños como una clara referencia a la pedofilia y la llamada de aquellas criaturas cuyas almas quedan atrapadas en una especie de limbo. Ethan Hawke es quien se pone en el papel de The Grabber, este raptor de excéntricas y aterradoras actitudes. Su labor es notable teniendo en cuenta que pasa toda la película detrás de esas perturboras máscaras diseñadas por Tom Savini. Pero también destacan los niños Mason Thames y Madeleine McGraw, en especial esta última aportando algunas pizcas de humor necesarias en una historia que es bastante turbia. A nivel realización, estamos ante un director con oficio que ya ha probado conocer el género y desde lo visual tiene un poco de Sinister (su obra más lograda hasta la fecha), aunque aquella era aterradora de una manera muy diferente a esta. Una banda sonora nostálgica que nunca invade y acompaña, se suman a un guion preciso que nos llena de información siempre funcional a la trama. Es una película de terror que no se queda con la idea de los golpes de efecto (aunque hay un par que pueden generar algún saltito) sino que la tensión se genera de un modo gradual, y en la que la incorporación de lo fantástico se sucede de un modo natural y sin pretensiones. El teléfono negro es una de las propuestas más atractivas que ha entregado la productora Blumhouse en los últimos años. Un cuento de terror que nos habla no sólo de toda la violencia que nos rodea sino de la necesidad de enfrentarse a ella sin miedo. Porque sobrevivir a la adolescencia siempre será una tarea dura, el crecimiento, la pérdida de la inocencia, la importancia de la amistad para la vida, son otros de los temas de esta modesta y efectiva película de terror, capaz de perturbarnos pero también de sacarnos una sonrisa gracias a sus queribles protagonistas.
En 1995 esta era la película favorita de Andy y razón por la cual adquiere el muñeco de Buzz Lightyear, uno de aquellos a los que vimos cobrar vida en la ya clásica película Toy Story (y sus secuelas). Lightyear es además la primera película de Pixar que se estrena en salas desde el inicio de la pandemia. La película dirigida por Angus MacLane entonces gira en torno al personaje de ficción dentro de la ficción y tiene alguna mínima referencia, en especial con un par de diálogos, al muñeco que conocemos. Pero estamos ante una película de ciencia ficción que reúne varios tópicos del género: el viaje espacial, los alienígenas, los robots, vueltas en el tiempo. Lightyear es un comandante del espacio que queda varado, junto a su compañera y una nave cargada de tripulantes dormidos, en un extraño y hostil planeta. Salir de ese lugar depende de él y de una misión que parece imposible. Pero si algo caracteriza a Lightyear es que nunca deja una misión sin completar. El problema es que en cada intento, en un viaje alrededor del sol a velocidades inhumanas, el tiempo corre distinto en aquel planeta donde la gente empieza a habitarse, construyendo defensas para las criaturas alienígenas con tentáculos y creando algo parecido a un hogar. En cada intento, se pierde cuatro años de la vida de los demás, en especial de la vida de su compañera y mejor amiga que, al quedarse, comienza a armar su propia vida sin esperar lo que quizás nunca suceda. Las cosas se complicarán cuando ya parezca demasiado tarde y se encuentre con un nuevo equipo, más joven e inexperto, en el planeta ahora tomado por un villano al que conocen como Zurg. Se suma la compañía de un gato robot que cumple el rol que hoy siempre se busca en este tipo de películas, el de ser tierno y robarse las escenas; hay que decirlo: lo cumple con creces. Pero en general, es una historia que apela al compañerismo, a entender que en equipo las cosas siempre van a funcionar mejor. Pixar se afirma una vez más como el más grande en calidad de animación. Desde lo técnico, es impecable. A nivel guion la película se pierde en esas muchas películas que quiere ser. Y salvo por algún detalle no se parece en nada una película de los 90s, o incluso anterior, como se supone que es si Andy la vio en 1995. Todo se siente demasiado moderno y artificial. Si la película se ve en su idioma original (cosa poco probable en salas), las voces de Chris Evans, Uzo Aduba, Taika Waititi y, en especial, James Brolin como el villano sobre el cual no conviene adelantar mucho más, le brindan un aporte extra. Pero si bien estamos ante una galería de buenos personajes, ni siquiera Sox, sin duda el más marketinero (porque es el más probable de ser replicado en juguetes a partir de este momento), promete convertirse en aquello que supieron ser los inolvidables juguetes de Toy Story. Quizás porque el acercamiento es distinto, porque una no crece con ellos, porque se los percibe menos cercanos. Hay una magia que no está, que se perdió. En Lightyear hay una película cargada de, además de las ganas de seguir haciendo dinero, claro, buenas intenciones. Hay diversidad -en muchos países resulta ridículamente polémica por la inclusión de una historia homosexual con un personaje femenino-, referencias a clásicos del cine que amamos -la de Star Wars es tal vez la presencia más fuerte-, y hasta, probablemente de manera inconsciente, algo de Maverick. Pero todo esto con un filtro que la presenta demasiado liviana y superficial, por eso es incapaz de generar lo que Toy Story, de la cual pretende despegarse pero es imposible no querer comparar; no capta nunca su esencia. En Lightyear pasan muchas cosas y tiene alguna vuelta de tuerca y hasta ¡tres! escenas post-créditos, y todo de una manera volátil, con personajes y sus relaciones sin un desarrollo profundo; es entretenida pero de un modo muy pasatista. Sin dudas estamos ante otra película que no tiene mucho para aportarle a una saga a la cual le tenemos mucho cariño. Eso no quita que Lightyear sea una película entretenida que haga pasar un buen momento, en especial a lxs niñxs. Pero el tiempo dirá si aquellxs se quedarán con estos personajes como nos quedamos con los muñecos.