Esta es la primera parte de un diario sobre las (muchas) películas vistas por este columnista en estos días, con comentarios sobre lo equivocados que están todos, incluso el propio columnista. Jueves 21 de abril. En el Cinemark Palermo, a las 14.30, veo Pase libre de los hermanos Farrelly, que siguen anal-izando (sí, “anal” e “izando”, con todas las resonancias fecales y fálicas que tenga ese guión insertado en medio de la palabra) a la sociedad americana con ferocidad, chistes bestiales, lucidez y ternura. Aquí tienen una muy buena crítica sobre la película escrita por Horacio Bernades: En ese texto, Bernades se acuerda de otros hermanos, los Coen, que desprecian y/o odian el mundo que muestran. Sin embargo, mal que le pese a Bernades (y a mí), los Coen son más valorados críticamente y más premiados que los Farrelly. Bernades, seguramente, está equivocado. Y yo también: la última película de los Coen, ese western sin alma, Temple de acero, es la película más valorada de 2011 por buena parte de la crítica argentina. Eso puede verse en este site: http://www.todaslascriticas.com.ar/ Volviendo a los Farrelly, la función a la que asisto (14.30) tiene un problema de sonido: el Dolby –creo que es el Dolby– va y viene, pero esa intermitencia del sonido no me impide demasiado el disfrute. Creo que el sonido estaba en su momento de esplendor en el momento exacto, para poder escuchar con los detalles necesarios el estornudo-pedo que corona la mejor secuencia del film. ¡Qué equivocado está este columnista al preferir un chiste de mierda expandida en una bañadera por sobre algunas películas prestigiosas! Aclaración: lo de “chiste de mierda” no es un calificativo sobre el chiste sino una descripción fría de su componente principal. Lunes 25 de abril, al mediodía. Veo Torrente 4, de Santiago Segura. La charla que Segura dio en el Bafici fue veloz, ocurrente, repleta de apuntes inteligentes. La película, salvo por los primeros veinte minutos (en donde los chistes se suceden a velocidad, Torrente demuestra sus más asquerosas tropelías y “la crisis” es un tema presente) es otra de esas comedias haraganas que hacen desfilar burocráticamente personajes desganados (la muy extensa parte de la cárcel aprieta con lentitud botones muy gastados). Leo las críticas, y Torrente tiene más críticas a favor que Pase libre. Lo dicho: mucha gente equivocada. Leo en el afiche (y me cobran la entrada en ese sentido) que Torrente 4 es 3D (porque así lo decidieron quienes produjeron la película, o el propio Segura en solitario, o qué sé yo quién). Alguien debe estar equivocado, o se está haciendo el vivo: ponerse los anteojos esos, y pagar una entrada más cara, para ver unos –pongamos– 17 segundos en total de planos pensados para el 3D, es enojoso. La veo en el Cinemark Caballito, se ve y se escucha bien, y somos tres personas en total. Lunes 25 de abril, a la tarde. Veo El hombre que podía recordar sus vidas pasadas de Apichatpong Weerasethakul y Palma de Oro en Cannes 2010. Estoy familiarizado con el cine del tailandés, y en sus películas anteriores hay segmentos (su cine es fragmentario, y hace de esa fragmentación una marca de estilo) que me gustan mucho. El hombre... sin embargo, me resulta una película tremendamente estéril, una de esas a partir de las cuales los críticos que gustan de la película acumulan elogios cada vez más hiperbólicos ante la difícil (para mí, imposible) tarea de analizar e interpretar algo que quizás esté hecho para un consumo escasamente analítico, tal vez un poco emocional o mayormente sensorial. Seguramente yo sea el equivocado: no me interesa y no me emociona. Y lo sensorial –importante en mis disfrutes parciales de Blissfully Yours y Tropical Malady– se vio en mi caso bastante afectado por la proyección: vi la película en el Arteplex Centro, y lo que se me ofreció fue una imagen lavada, un sonido insatisfactorio y parte de la imagen que se escapaba de la pantalla. A diferencia de mi experiencia con la Palma de Oro 2009, La cinta blanca de Haneke, que no me gustó pero sobre la que pude garrapatear algo, no podría hacer una crítica de El hombre... Debería verla otra vez pero, sinceramente, preferiría incluso ver otra vez la de Haneke. Es que en el cine prefiero enojarme a quedar indiferente, impertérrito, no interpelado de ninguna forma. “Pero hay críticas superlativas por todos lados”, me digo al terminar de padecer la película. Salgo de la sala y salgo al mundo, que es mucho más misterioso que esta película y que cualquier película, y me digo que todos están equivocados y más tarde reveo (en DVD, y por enésima vez) la excelsa La comedia de Dios de João César Monteiro. Y de esa forma recompongo mi relación con el cine más extremo, con el menos habitual, con el más personal: con el cine firmado. Así las cosas, los dejo hasta la semana que viene, en la que seguiré equivocándome al comentarles otras películas que vi como Cruzadas, Scream 4 y Una esposa de mentira (con Adam Sandler). Mientras tanto, les recomiendo Scream 4, les ultra recomiendo Una esposa de mentira (creo que la volveré a ver) y me despido con una frase que no recuerdo si es de Oscar Wilde o de algún otro al que le gustaba equivocarse: “no nos haga creer en lo que usted dice, háganos creer en su decisión de decirlo”.
All Is Love La primera película de Ana Katz, El juego de la silla (2002), fue una feroz comedia chirriante sobre una familia. La segunda, Una novia errante (2006), una más apacible comedia lunar (y marítima, con mareas) sobre la pareja y la soledad. La tercera es la excelente Los Marziano, y de esa se balbucea un poco en esta columna. Los Marziano es también sobre una familia, y es también una comedia. Pero es muy distinta a El juego de la silla: en Los Marziano no hay grotesco alguno, no hay bochinche. Hay una superficie límpida, una mano segura (hasta podría decirse sobria) que narra y guía esta historia de dos hermanos, con una hermana más y la esposa de uno de ellos (y otros personajes). Lo que sí comparte Los Marziano con las películas anteriores de Katz es su excentricidad: no es sencillo encontrar referentes, filiaciones, relaciones, de Los Marziano con otras películas. A partir de una primera visión en una función en la que parte del público parecía desconcertado, van algunos apuntes: 1. En las fundamentales actuaciones, hay un gran trabajo de amalgama por parte de Katz. Arturo Puig no aparecía en el cine desde su papel secundario en Lugares comunes (2002), de Adolfo Aristarain. Rita Cortese suele imprimir a sus papeles una intensidad un tanto fulminante que aquí se ve encauzada hacia la posibilidad de brindar emociones menos frontales. Guillermo Francella logra otro papel que lo confirma en su talento y versatilidad: su aparentemente extraviado Juan Marziano oscila entre el gesto mínimo y la explosión, y logra conmover sin patetismo en un papel que invitaba a los mil desbordes. Mercedes Morán es el vivo ejemplo de la fotogenia (y ya en La ciénaga demostraba su enorme capacidad de actriz de cine). Los cuatro protagonistas están verdadera y brillantemente orquestados por Katz, y cada pasaje de la película podría ponerse como ejemplo de este trabajo tan meticuloso como aireado, de este actuar y dejarse dirigir con plena confianza. 2. Luis Marziano (Arturo Puig) esconde cierta nobleza detrás de una mezquindad a repetición. Es un gran mérito del armado de la película que no tengamos que esperar al final para reconocerla (la vislumbramos en su mirada, en su cansancio, en sus gruñidos). Nena (Morán) es el ancla lógica de la película. Esto se muestra de manera soterrada, hasta llegar al final (no estoy revelando nada, obsesivos de los finales: la película no se trata de enigmas a ser resueltos). Nena es, además, atractiva: mérito del vestuario y de la belleza en movimiento de Morán. Los hombres de la película son más quietos, quieren “quedarse”. Las mujeres ponen al mundo y a la familia en movimiento. Y en las ropas transparentes de Nena podría estar la representación de sus intenciones. 3. Los Marziano, película sobre las distancias, se hace fuerte en los encuentros, a los que cocina a fuego lento pero con conocimiento y decisión. Y ya que usamos esa figura berreta del fuego, y antes hablamos de aire (lo aireado), agreguemos los pozos en la tierra y algunos exabruptos con el agua. Los cuatro elementos. Los Marziano podrá confundir a algunos, que la verán elemental en su falta de ornamentos gancheros y de fórmula, pero es una de las películas más sofisticadas que el cine argentino ha dado sobre la familia y las relaciones fraternas. Habrá que prepararse para verla una vez más y poder escribir algo más sólido. Y, como decía el título de la gran película de Blier, preparen los pañuelos. 4. El título de esta nota es el de una canción de la muy recomendable banda sonora de Donde viven los monstruos, película de Spike Jonze que fue directo a DVD. El CD me produce un estado emocional similar al de la película, que todavía no logro definir del todo (bah, ni un poco).
Esta es la primera parte de un diario sobre las (muchas) películas vistas por este columnista en estos días, con comentarios sobre lo equivocados que están todos, incluso el propio columnista. Jueves 21 de abril. En el Cinemark Palermo, a las 14.30, veo Pase libre de los hermanos Farrelly, que siguen anal-izando (sí, “anal” e “izando”, con todas las resonancias fecales y fálicas que tenga ese guión insertado en medio de la palabra) a la sociedad americana con ferocidad, chistes bestiales, lucidez y ternura. Aquí tienen una muy buena crítica sobre la película escrita por Horacio Bernades: En ese texto, Bernades se acuerda de otros hermanos, los Coen, que desprecian y/o odian el mundo que muestran. Sin embargo, mal que le pese a Bernades (y a mí), los Coen son más valorados críticamente y más premiados que los Farrelly. Bernades, seguramente, está equivocado. Y yo también: la última película de los Coen, ese western sin alma, Temple de acero, es la película más valorada de 2011 por buena parte de la crítica argentina. Eso puede verse en este site: http://www.todaslascriticas.com.ar/ Volviendo a los Farrelly, la función a la que asisto (14.30) tiene un problema de sonido: el Dolby –creo que es el Dolby– va y viene, pero esa intermitencia del sonido no me impide demasiado el disfrute. Creo que el sonido estaba en su momento de esplendor en el momento exacto, para poder escuchar con los detalles necesarios el estornudo-pedo que corona la mejor secuencia del film. ¡Qué equivocado está este columnista al preferir un chiste de mierda expandida en una bañadera por sobre algunas películas prestigiosas! Aclaración: lo de “chiste de mierda” no es un calificativo sobre el chiste sino una descripción fría de su componente principal. Lunes 25 de abril, al mediodía. Veo Torrente 4, de Santiago Segura. La charla que Segura dio en el Bafici fue veloz, ocurrente, repleta de apuntes inteligentes. La película, salvo por los primeros veinte minutos (en donde los chistes se suceden a velocidad, Torrente demuestra sus más asquerosas tropelías y “la crisis” es un tema presente) es otra de esas comedias haraganas que hacen desfilar burocráticamente personajes desganados (la muy extensa parte de la cárcel aprieta con lentitud botones muy gastados). Leo las críticas, y Torrente tiene más críticas a favor que Pase libre. Lo dicho: mucha gente equivocada. Leo en el afiche (y me cobran la entrada en ese sentido) que Torrente 4 es 3D (porque así lo decidieron quienes produjeron la película, o el propio Segura en solitario, o qué sé yo quién). Alguien debe estar equivocado, o se está haciendo el vivo: ponerse los anteojos esos, y pagar una entrada más cara, para ver unos –pongamos– 17 segundos en total de planos pensados para el 3D, es enojoso. La veo en el Cinemark Caballito, se ve y se escucha bien, y somos tres personas en total. Lunes 25 de abril, a la tarde. Veo El hombre que podía recordar sus vidas pasadas de Apichatpong Weerasethakul y Palma de Oro en Cannes 2010. Estoy familiarizado con el cine del tailandés, y en sus películas anteriores hay segmentos (su cine es fragmentario, y hace de esa fragmentación una marca de estilo) que me gustan mucho. El hombre... sin embargo, me resulta una película tremendamente estéril, una de esas a partir de las cuales los críticos que gustan de la película acumulan elogios cada vez más hiperbólicos ante la difícil (para mí, imposible) tarea de analizar e interpretar algo que quizás esté hecho para un consumo escasamente analítico, tal vez un poco emocional o mayormente sensorial. Seguramente yo sea el equivocado: no me interesa y no me emociona. Y lo sensorial –importante en mis disfrutes parciales de Blissfully Yours y Tropical Malady– se vio en mi caso bastante afectado por la proyección: vi la película en el Arteplex Centro, y lo que se me ofreció fue una imagen lavada, un sonido insatisfactorio y parte de la imagen que se escapaba de la pantalla. A diferencia de mi experiencia con la Palma de Oro 2009, La cinta blanca de Haneke, que no me gustó pero sobre la que pude garrapatear algo, no podría hacer una crítica de El hombre... Debería verla otra vez pero, sinceramente, preferiría incluso ver otra vez la de Haneke. Es que en el cine prefiero enojarme a quedar indiferente, impertérrito, no interpelado de ninguna forma. “Pero hay críticas superlativas por todos lados”, me digo al terminar de padecer la película. Salgo de la sala y salgo al mundo, que es mucho más misterioso que esta película y que cualquier película, y me digo que todos están equivocados y más tarde reveo (en DVD, y por enésima vez) la excelsa La comedia de Dios de João César Monteiro. Y de esa forma recompongo mi relación con el cine más extremo, con el menos habitual, con el más personal: con el cine firmado. Así las cosas, los dejo hasta la semana que viene, en la que seguiré equivocándome al comentarles otras películas que vi como Cruzadas, Scream 4 y Una esposa de mentira (con Adam Sandler). Mientras tanto, les recomiendo Scream 4, les ultra recomiendo Una esposa de mentira (creo que la volveré a ver) y me despido con una frase que no recuerdo si es de Oscar Wilde o de algún otro al que le gustaba equivocarse: “no nos haga creer en lo que usted dice, háganos creer en su decisión de decirlo”.
Figura y fondo Primero, Darín: indudablemente, un actor de una sabiduría superior a la media. Un ejemplo para que lo comprueben al ver la película: cuando maneja el coche, en el primer intento de dejar al chino que le cayó como peludo de regalo, el gesto exhibido de malhumor y ansiedad por llegar, casi como adelantándose al volante, es perfecto. No es un gesto ampuloso sino sutil, pero muy concreto. Darín sabe ser sutil con el movimiento de los músculos faciales, de las manos, de los hombros (su actuación en El aura es un milagro de expresividad asentada en sus hombros caídos, sin confianza), y también sabe que el más mínimo exceso enfático en el gesto –en un arte netamente amplificador como el cine– puede llevar todo para el lado de la caricatura. En la sabiduría actoral de Darín, en su fotogenia, en su prestancia, descansa la gran fortaleza de Un cuento chino (hay que decir que Muriel Santa Ana e Ignacio Huang interactúan con él de manera fluida; es más, si la cinematografía argentina tuviera una producción sostenida de comedias románticas, Santa Ana debería ser una de las estrellas del género). Darín es, sin duda, un recurso natural de altísimo valor para el cine argentino. Vamos ahora a la película que rodea a Darín. Sí, es prolija; sí, es profesional; sí, hoy en día –a diferencia de lo que ocurría en los ochenta– el cine argentino se ve bien y se escucha correctamente. Y en este caso hasta se usan, sin grandes patinazos, efectos digitales. Pero esos logros globales no conllevan, en este caso, otros logros de eficiencia industrial, de –digamos– solidez. El argumento de Un cuento chino es raquítico, y a partir de un punto demasiado temprano (con el fin del planteo, que es sencillo, básico, y esto sin ánimos de mucho denuesto) la película gira en falso. En el relato de la relación entre Roberto (Darín) y Mari (Santa Ana) –luego de un primer flashback de perfecto timing–, se puntúa una y otra vez lo mismo, de forma redundante, y a la tercera o cuarta vez que Mari “le tira los perros” sin éxito deseamos algún tipo de novedad en la situación, otro enfoque, variedad en los recursos humorísticos o narrativos. Algo similar sucede en la relación entre Roberto y el chino Jun. Afortunadamente, la película no abusa del recurso “qué gracioso es que un ser humano hable otro idioma” y hay cierta sobriedad en la exposición de “las diferencias culturales” (menos en los diálogos ramplones de la noche del puchero). Pero a partir de la mitad del relato, sin grandes novedades en la historia de amor ni en la relación entre Roberto y Jun, la película se empantana, y ahí los defectos se hacen más evidentes (la vuelta del unidimensional personaje del policía es un manotazo de ahogado demasiado grueso). Si –como en este caso– se van a imitar varias de las fórmulas del cine americano (secuencia de montaje incluida), hay que aprender de él y crear buenos personajes secundarios, que aquí son apenas maquetas, como si necesitaran reconocimiento inmediato de un público distraído, algo más acorde con el consumo televisivo. Y sobre el final, en lugar de confiar en recursos ya probados que aireen el relato (alguna buena set-piece cómica, al menos una canción), Un cuento chino apela a flashbacks tan simplones como anticlimáticos, y que plantean nuevas líneas argumentales que, a esa altura, sólo pueden ser presentadas de forma cerrada y yerma, y que caen como yunques. De todos modos, la película de Sebastián Borensztein está muy lejos de los exponentes más berretas del cine seudo industrial argentino pero, para tener brillo propio, lo que necesitaba esta película profesional –de concepto de venta y marketing profesionales, de perfecto afiche profesional y de perfecto jueves de estreno–, era hacernos creer (como nos lo hizo creer con esplendor Bielinsky, como nos lo hace creer en ocasiones Campanella) que sus amplias aspiraciones de taquilla tienen un correlato en la propuesta, en el armado, en un trabajo más enjundioso, en una visión expresiva menos anodina.
Hay que ver Amigos con derechos Esta gran comedia de Ivan Reitman (sí, el director de Los cazafantasmas) tuvo en la Argentina mayoría de críticas en contra o indiferentes. Hubo, sin embargo, una notoria y muy lúcida crítica a favor, la de Horacio Bernades en Página/12. Gracias a ese texto fui a ver la película. Ese sólo texto a favor pesó más que varios en contra sumados (aquellos que leí no iban mucho más allá de un recitado de afirmaciones grises, trilladas y burocráticas, con una mirada que no individualizaba la película sino que la amontonaba junto a otras). En una primera visión, Amigos con derechos me pareció una muy buena comedia romántica, y en ese sentido la defendí en el número de El Amante que salió esta semana, con un texto breve. Pero volví a ver la película hace unos días, y esa segunda visión la hizo realmente sobresaliente, una de esas comedias que aparecen de tanto en tanto: uno de esos casos (como Adventureland, como La boda de mi mejor amigo, como Funny People) en los que se siente una vibración especial en el relato, un aire de electricidad (perdón por la metáfora un tanto frankensteiniana) que les da vida, una fluidez encendida mezclada con encanto, brillo, agudeza, inteligencia y aciertos en detalles de construcción que se condicen con el gran cine. Ese gran cine que no es el (mal) cine de “los grandes temas” (La cinta blanca, La vida de los otros) o el cine supuestamente “complejo” (El origen). Amigos con derechos es gran cine como arte popular, de la tradición clásica, opuesto a ese cine masivo ostentoso, que a todos les dice “aquí estoy, soy importante” (otra vez El origen). La importancia de Amigos con derechos es menos chirriante, menos obvia, más perdurable. Seguramente, como dice Bernades en su crítica, haya que prestarle mucha atención a la guionista Elizabeth Meriwether, porque evidentemente hay grandes situaciones, diálogos bien planteados, personajes muy bien construidos. Y hay que prestarle atención a los actores: a la vigencia de Kevin Kline; a cómo Kline y Natalie Portman se mueven en el lenguaje procaz con atrevimiento y naturalidad (“tenés una linda pija, como despreocupada” dice ella); a cómo Portman y Ashton Kutcher actúan –en primer plano– el primer encuentro sexual; a cómo Kutcher interpreta con todo el físico los golpes que recibe, a cómo pasa del encanto alla Cary Grant en la secuencia de la menstruación a la actitud relajada de cualquier conversación con sus amigos. (Los personajes secundarios son otro enorme acierto de la película: descuellan Ludacris y Lake Bell porque traen, respectivamente, el deadpan y la gesticulación tensa y la integran al relato). Portman, menos ostentosa que en El cisne negro, actúa en clave contenida (aunque cuando explota, como en la lucha por Kutcher contra dos mujeres, es flamígera, y Reitman sabe que ahí deben predominar los planos generales), transmite emociones con la mirada y con remates gestualmente bien sostenidos de diálogos secos (tiene muchos más chistes ella que él, lo que no es tan habitual en las comedias románticas). Por último, la actuación de borracheras y/o efectos de drogas en esta película debería ser un modelo para tantos actores que juegan a la pura exageración en esos momentos. Como toda gran película, Amigos con derechos plantea un entramado de reenvíos de sentido, no una mera sucesión de acciones. Así, el primero de los dos prólogos es muy significativo y hay que pensarlo en función de lo que vendrá: en la adolescencia, él (Adam, o sea Adán, el primer hombre) quiere conseguir algo de sexo, y no valora demasiado que ella (Emma, que no es Eva porque este personaje jamás puede haber salido de una costilla de nadie) lo escuche. Algunos años después, a Adam el sexo no le faltará, pero querrá algo más que lo acompañe, alguien con quien sentarse en un banco (eso que en la adolescencia no era tan valioso). Hay detalles visuales a resaltar, como una “V” en la espalda de Emma (marcas de la ropa en la piel bronceada), una V simbólica y victoriosamente vaginal, justo después de que ella se imponga sexualmente a las dos competidoras (Amigos con derechos dialoga desde otro lugar con La adorable revoltosa, inoxidable comedia fálica de Howard Hawks de 1938, y el personaje “Bones” es una referencia bastante explícita). Como en toda gran película, hay en Amigos con derechos una historia en la superficie (una historia de pareja, de chico y chica, de detalles perfectos) y en el fondo, en segundo plano, una segunda historia, en este caso sobre la incertidumbre, sobre los milagros cotidianos (los milagros mencionados en el segundo prólogo, en el funeral, cuando Emma está viva pero muerta, porque no sabe llorar por los muertos, porque no se da cuenta de la finitud). Por eso el “I’m here” de ella al final es tan emocionante, porque habla del compromiso, de la responsabilidad, del “aguante”, del “estar ahí” para el otro, de exponerse a llorar, a sentir. Por eso es tan maravilloso el plano del final, cuando ella pregunta “¿Y esto ahora cómo sigue?” Y no hay contraplano: hay misterio, aventura por venir, un porvenir compartido. Una tremenda adrenalina. Por eso los chistes del epílogo, para alivianar un poco la tremenda seriedad del final, camuflada perfectamente por la emoción y la diversión de un final ejemplar de comedia romántica. Desde Dave, presidente por un día (1993) y Junior (1994) que Ivan Reitman no jugaba a este nivel. Gracias por la vuelta.
La decepción de la semana fue El ganador (The Fighter, 8 nominaciones al Oscar), de David O. Russell, película por la que –dicen– Melissa Leo tiene buenas chances de obtener el Oscar a la mejor actriz de reparto, y Christian Bale aún mejores posibilidades de llevarse el de mejor actor de reparto. Más allá de que lo de Bale es un protagónico, su actuación es innegablemente llamativa. No sé si eso es del todo bueno para una película: a una actuación podría pedírsele que se ensamble mejor en el todo; de hecho, en la misma película hay una gran actuación intensa menos solipsista que la de Bale: la de la felina pelirroja Amy Adams. ¿Por qué la decepción frente a la película? Porque creo que detrás de su apariencia de película de boxeo hay un soterrado desprecio hacia las películas de boxeo. Así, El ganador es mucho más una historia de conflictos familiares filmada en buena medida en interiores, con discusiones, sí, bien actuadas, sin nada especial, sin especial profundidad, con los momentos de boxeo reducidos a breves secuencias (que no están mal, pero no son el corazón del relato), y hasta con los entrenamientos filmados distraídamente. The Fighter es tenue, opaca, con déficit de grandeza cinematográfica, con algo de telefilm no demasiado inspirado y bastante literal, sin metáfora, como los se muestran fragmentariamente en la película. El mejor relato de boxeadores salido de Hollywood en los últimos años sigue siendo Rocky Balboa (2006), de Sylvester Stallone.
Lo mejor que vi en salas de estreno esta semana es Piraña 3D, de Alexandre Aja. Y si uno ve esta película, hay que verla en cine y en 3D. Ya la Piraña de 1978 del gran Joe Dante, producida por Roger Corman y escrita por John Sayles, era buen cine de explotación hecho para pegarse al éxito de Tiburón (1975) de Spielberg, aquí citada por la presencia de Richard Dreyfuss en magistral primera secuencia. La película de Aja es cine de mega explotación, un festival de excesos gore, con una concentración de tetas y sangre realmente excepcional. Además hay desnudos frente y dorso por doquier, y hasta un pene 3D regurgitado por uno de los dientudos bichos protagonistas. Si esta descripción ya no les gusta, ni lo intenten con la película, un orgiástico festival de la exageración. Cine de género clase B hecho con fruición y fricción, cine que no le tiene miedo a divertir con un aluvión de ideas festivas. Ah, y como yapa tenemos a Elisabeth Shue (la chica de Karate Kid de los ochenta) a la que película tiene el buen tino de mostrar seductora a sus musculosos 47 años, en medio de un festival de chicas jóvenes, varias de ellas de la industria del cine porno.
El cisne negro, la película de Darren Aronofsky por la cual Natalie Portman es favorita a ganar el Oscar a mejor actriz, según dicen los medios. Las disquisiciones sobre quién ganará el Oscar me parecen tediosas, así que pasemos a otra cosa. Si uno va a ver esta película, hay que verla en cine. Es una película-impacto, que apabulla con imágenes bestialmente poderosas, sonorizadas de forma demente. Lo de demente y bestial, aclaro, dicho como elogio. Réquiem para un sueño –tal vez la película de Aronofsky peor tratada por la crítica– tenía algo de este estilo ultra barroco, y también de la delgadez del asunto. En El cisne negro todo el arco narrativo es obvio desde los primeros minutos: Nina (Portman) es una bailarina técnicamente perfecta que deberá lograr conectarse con la pasión, el desenfreno, su lado oscuro, su sexualidad. Y su madre obtura todo eso. Lo demás son detalles, construidos por Aronofsky de forma bombástica, para hacer algo así como una versión psicoanalíticamente más simplista (directamente ramplona) y llena de espejos, espectros y danzas de Carrie de De Palma. No tengo muy claro si El cisne negro es una gran película (no lo creo), pero es una película visceral, sanguínea, pasional (nada de “cine fino”), muy cisne negro y nada de cisne blanco, con una extensa y esplendente secuencia final que puede enfervorizar hasta al espectador más distraído.
Hasta el momento, tengo vistas siete de las diez nominadas como mejor película. De esas siete, dos me parecen excelentes. Pero no son justamente las dos que vi este jueves 10 de febrero. 1. El discurso del rey, de Tom Hooper. Ya todo el mundo sabe de qué trata, y si quieren leer críticas a favor ahí tienen la inmensa mayoría de lo que salió ayer en los medios argentinos (tanto impresos como por Internet, al menos). Este brevísimo texto no será favorable. El discurso del rey es mucho más una ilustración audiovisual que una película. Intento explicarme: no hay aquí nada que presuponga una construcción cinematográfica ni modernamente reflexiva, ni posmodernamente cínica, ni sólidamente clásica, tampoco profesionalmente brillante (puede notarse mucho de representación escolar de lujo antes que de estilo, o de mero manejo cinematográfico). Hay, sí, una simplicidad dramática rayana en el infantilismo, una gruesa apuesta por el psicologismo, un festival de actuaciones tendientes a lo teatral, es decir, que no confían en el poder de acercamiento y de amplificación de la cámara de cine (con sus puntos culminantes en las grotescas caracterizaciones que hacen Timothy Spall de Winston Churchill y Derek Jacobi del arzobispo). Hay también un cálculo: hacer un cine timorato, sin filo, blandengue, que no cuente nada más que lo que literalmente se está contando, que no abra sentidos. El resultado: imágenes y sonidos unidimensionales, que ilustran perezosamente un guión (basado en hechos reales, pero sin sus zonas más oscuras, o incluso grises). 2. Luego entré a ver Temple de acero, el western de los Coen. Y sí, durante unos cuantos minutos estuve fascinado porque esta es una película cabal, con imágenes con un sentido que va más allá de lo meramente informativo de cada plano, imágenes con peso. En El discurso del rey, por poner un ejemplo, vemos a un personaje que camina por un pasillo (vemos muchos por muchos pasillos) y todo lo que nos ofrece la película es esa mera información. En Temple de acero vemos un tren que llega a un pueblo, y al ver que las vías terminan justo allí entendemos que la “línea de civilización” se corta en ese lugar (no hay planos con estas características, con este valor agregado, en la película de Hooper). Y en la manera de caminar del gran Jeff Bridges hay ecos de John Wayne (que fue el protagonista de la versión de True Grit de 1969 de Henry Hathaway). Bridges es una presencia cinematográfica, alguien que irradia personalidad en una pantalla de cine; Colin Firth en El discurso del rey tiene que sudar la camiseta actoral, componer y componer (y así arruinar lo hipotéticamente verosímil de su personaje). Temple de acero, un western, una película del género cinematográfico por excelencia. Así las cosas, el habitual cinismo y desapego de los Coen frente a lo que relatan se ve horadado por la grandeza del género y sus actores (sobre todo Bridges y la adolescente Hailee Steinfeld, que interpreta a Mattie Ross). Cuando vemos la gran imagen de Mattie cruzando el río a caballo ahí se cuelan la grandeza, la historia y las emociones del género: es muy difícil dilapidar una imagen así, y los Coen no dejan de ser unos cineastas inteligentes que saben que no deben arruinarla. Sin embargo, como si en algún momento no pudieran negar su naturaleza –como en la fábula del escorpión y la rana–, los Coen se hunden parcialmente. En la última parte de Temple de acero la acción se hace más mecánica, más burocrática (sobre todo en la “puesta en peligro” de Mattie en la cueva), menos fluida y menos lógica; si comparan este tiroteo diurno del final con el nocturno de la mitad del relato notarán que el diurno parece estructurado a las apuradas, con poca gracia, con las peripecias convertidas en trámites: “primero pasa esto, luego lo otro”; y la excesiva simplicidad en los Coen suele evidenciar ese desapego entre burlón y cínico que los ha caracterizado en tantas de sus películas. Estoy convencido de que los méritos de Temple de acero tienen más relación con la grandeza y la historia del western que con “el toque Coen”. Sí, soy un malpensado. Y es más: creo que la naturaleza de la mirada de los Coen se revela en el epílogo (no lean esto sino quieren enterarse del final): 25 años después, vemos a Mattie, convertida en una mujer de casi cuarenta años. De adolescente, Mattie tenía una nariz ancha y hermosa, unos ojos de extraordinaria vitalidad, un rostro atractivo con labios gruesos. De mujer de casi cuarenta la vemos con labios finitos, apagada, fea y avinagrada. Ok, podrán decir “le fue mal en la vida”. Aceptado: pero los Coen no me convencen de que una chica de catorce con esa hermosa nariz ancha pueda pasar a tener nariz finita y hasta ganchuda en veinticinco años. Sí, soy malpensado, pero creo que ese llamativo y casi ridículo cambio físico en el personaje pinta a los Coen como unos cineastas que no pueden soportar haber estado cerca de logar en una película totalmente empática, y por eso deciden dejarnos con una última imagen de Mattie vaciada de belleza.
Hasta el momento, tengo vistas siete de las diez nominadas como mejor película. De esas siete, dos me parecen excelentes. Pero no son justamente las dos que vi este jueves 10 de febrero. 1. El discurso del rey, de Tom Hooper. Ya todo el mundo sabe de qué trata, y si quieren leer críticas a favor ahí tienen la inmensa mayoría de lo que salió ayer en los medios argentinos (tanto impresos como por Internet, al menos). Este brevísimo texto no será favorable. El discurso del rey es mucho más una ilustración audiovisual que una película. Intento explicarme: no hay aquí nada que presuponga una construcción cinematográfica ni modernamente reflexiva, ni posmodernamente cínica, ni sólidamente clásica, tampoco profesionalmente brillante (puede notarse mucho de representación escolar de lujo antes que de estilo, o de mero manejo cinematográfico). Hay, sí, una simplicidad dramática rayana en el infantilismo, una gruesa apuesta por el psicologismo, un festival de actuaciones tendientes a lo teatral, es decir, que no confían en el poder de acercamiento y de amplificación de la cámara de cine (con sus puntos culminantes en las grotescas caracterizaciones que hacen Timothy Spall de Winston Churchill y Derek Jacobi del arzobispo). Hay también un cálculo: hacer un cine timorato, sin filo, blandengue, que no cuente nada más que lo que literalmente se está contando, que no abra sentidos. El resultado: imágenes y sonidos unidimensionales, que ilustran perezosamente un guión (basado en hechos reales, pero sin sus zonas más oscuras, o incluso grises). 2. Luego entré a ver Temple de acero, el western de los Coen. Y sí, durante unos cuantos minutos estuve fascinado porque esta es una película cabal, con imágenes con un sentido que va más allá de lo meramente informativo de cada plano, imágenes con peso. En El discurso del rey, por poner un ejemplo, vemos a un personaje que camina por un pasillo (vemos muchos por muchos pasillos) y todo lo que nos ofrece la película es esa mera información. En Temple de acero vemos un tren que llega a un pueblo, y al ver que las vías terminan justo allí entendemos que la “línea de civilización” se corta en ese lugar (no hay planos con estas características, con este valor agregado, en la película de Hooper). Y en la manera de caminar del gran Jeff Bridges hay ecos de John Wayne (que fue el protagonista de la versión de True Grit de 1969 de Henry Hathaway). Bridges es una presencia cinematográfica, alguien que irradia personalidad en una pantalla de cine; Colin Firth en El discurso del rey tiene que sudar la camiseta actoral, componer y componer (y así arruinar lo hipotéticamente verosímil de su personaje). Temple de acero, un western, una película del género cinematográfico por excelencia. Así las cosas, el habitual cinismo y desapego de los Coen frente a lo que relatan se ve horadado por la grandeza del género y sus actores (sobre todo Bridges y la adolescente Hailee Steinfeld, que interpreta a Mattie Ross). Cuando vemos la gran imagen de Mattie cruzando el río a caballo ahí se cuelan la grandeza, la historia y las emociones del género: es muy difícil dilapidar una imagen así, y los Coen no dejan de ser unos cineastas inteligentes que saben que no deben arruinarla. Sin embargo, como si en algún momento no pudieran negar su naturaleza –como en la fábula del escorpión y la rana–, los Coen se hunden parcialmente. En la última parte de Temple de acero la acción se hace más mecánica, más burocrática (sobre todo en la “puesta en peligro” de Mattie en la cueva), menos fluida y menos lógica; si comparan este tiroteo diurno del final con el nocturno de la mitad del relato notarán que el diurno parece estructurado a las apuradas, con poca gracia, con las peripecias convertidas en trámites: “primero pasa esto, luego lo otro”; y la excesiva simplicidad en los Coen suele evidenciar ese desapego entre burlón y cínico que los ha caracterizado en tantas de sus películas. Estoy convencido de que los méritos de Temple de acero tienen más relación con la grandeza y la historia del western que con “el toque Coen”. Sí, soy un malpensado. Y es más: creo que la naturaleza de la mirada de los Coen se revela en el epílogo (no lean esto sino quieren enterarse del final): 25 años después, vemos a Mattie, convertida en una mujer de casi cuarenta años. De adolescente, Mattie tenía una nariz ancha y hermosa, unos ojos de extraordinaria vitalidad, un rostro atractivo con labios gruesos. De mujer de casi cuarenta la vemos con labios finitos, apagada, fea y avinagrada. Ok, podrán decir “le fue mal en la vida”. Aceptado: pero los Coen no me convencen de que una chica de catorce con esa hermosa nariz ancha pueda pasar a tener nariz finita y hasta ganchuda en veinticinco años. Sí, soy malpensado, pero creo que ese llamativo y casi ridículo cambio físico en el personaje pinta a los Coen como unos cineastas que no pueden soportar haber estado cerca de logar en una película totalmente empática, y por eso deciden dejarnos con una última imagen de Mattie vaciada de belleza.