El perfecto asesino Es probable que para los cinéfilos la mención de Jason Statham remita directamente a películas de acción, pura superficie explosiva donde el actor inglés hace lo suyo con eficacia bestial y casi nada de capacidad interpretativa. Sin embargo, desde su aparición en Juegos, trampas y dos armas humeantes (1998), luego en la saga de El tranportador y sobre todo el personaje de Chev Chelios en las demenciales y divertidas Crank: Veneno en la sangre (2006) y Crank–Alto voltaje (2009), Statham fue ganando seguidores que valoran su inexpresividad y la capacidad de reírse de sí mismo en proyectos que son casi una garantía de cine de acción de alta calidad. En El mecánico, el británico interpreta a Arthur Bishop, un asesino a sueldo, frío, cerebral, sin compromisos con nada, solamente con el placer del trabajo bien hecho y, claro, en la paga que recibe por hacerlo. Las cosas se complican cuando la organización que le provee sus objetivos le ordena que mate a Harry McKenna (Donald Sutherland), su mentor y único amigo, pero que traicionó a la “firma”. Lo cierto es que mientras Bishop cumple con su tarea, el relato se encarga de demostrar que la decisión de cumplir con la dolorosa orden está basada en un engaño. Remake del título homónimo de 1972 (Fríamente... sin motivos personales fue el título en la Argentina), protagonizada por Charles Bronson, un actor que prácticamente se adueñó de la venganza como subgénero, la versión actual dirigida por Simon West (Tomb Raider, Con Air) prescinde de las pretenciones existencialistas de la original y se concentra en la acción, una elección acertada para un actor como Statham, que está mucho más capacitado para desplegar un arsenal físico, que para ofrecer matices a las dudas de un killer letal. Esta falencia del actor británico está compensada por Ben Foster, que como Steve McKenna, hijo del asesinado Harry McKenna, un personaje que también tiene su propia agenda en cuanto a la venganza, y que como discípulo inesperado del hierático Bishop, aporta una interpretación llena de ira contenida que se va en progreso a medida de que avanza el relato. El mecánico, versión 2011, es una película de diseño, donde las partes están balanceadas para ofrecer una historia sin sorpresas, pero con oficio y con la mirada puesta en contar un cuentito sin grandes pretensiones.
Las sirenas sólo existen en cuentos En los mares que bañan la costa de Irlanda, un pescador solitario levanta su red y además de una magra carga de peces, sobre la cubierta del barco, descarga a una hermosa mujer. La primera escena ubica rápidamente al relato en la fuerte tradición celta sobre cuentos de hadas, en lo fantástico, un género en el que el director Neil Jordan (El juego de las lágrimas, Entrevista con el vampiro) incursionó en varias oportunidades. Entonces, siempre en un tono melancólico y romántico bajo el cielo permanentemente gris, la película va desgranando la historia que gira en torno a Syracuse (Colin Farrell) un pescador sin suerte, ex alcohólico empujado por la necesidad de cuidar a Annie (Alison Barry), su hija, que necesita un transplante de riñón. El mundo de Syracuse se completa con su ex esposa que va derecho al precipicio por la bebida y muy poco más. Ondine (Alicja Bachleda, esposa en la vida real de Farrel) irrumpe en la vida del protagonista y la tristeza infinita que arrastra empieza a ceder ante la aparición de la mujer, que principalmente para su hija y poco a poco para él mismo, es una sirena cargada de buenas noticias –más peces, la posibilidad de una cura-, aun cuando en torno a Ondine se presiente una tragedia que poco tiene que ver con lo mágico. Los cielos cargados, el misterio que rodea a la chica, el mar como un protagonista más, el amor de pocas palabras, van conformando una historia interesante, que se sostiene balanceando numerosos enigmas. Sin embargo, el clima, los silencios, el buen trabajo de Farrell y Bachleda, es decir, todo lo construido meticulosamente durante buena parte del film, se pierden abruptamente en los últimos minutos, con la irrupción de una serie de respuestas a todos los interrogantes, como si de repente, el director hubiera perdido toda la fe en la capacidad de los espectadores de completar los misterios que rodean al relato. <
Un Detrás de las noticias moderno La televisión sigue siendo una picadora de carne y así lo vive la joven productora de un noticiero que debe lidiar con los caprichos y vanidades de dos conductores veteranos. Si el público aún recuerda a la productora televisiva de Detrás de las noticias (1987), el film donde además de tratar la ética profesional de un programa de noticias seguía la vida de la desenfrenada neurótica protagonizada por Holly Hunter (que cada vez que se aflojaba lloraba en soledad), va a encontrar muchos puntos de contacto con Becky Fuller (Rachel McAdams), la protagonista de Un despertar glorioso. Tan neurótica, adicta al trabajo e infeliz como la otra, el personaje resulta francamente odioso en el comienzo de la película, con todos los tics que se supone que debe tener una desbordada productora televisiva. Sin embargo, con el correr de los minutos, cuando el relato se centra en un nuevo empleo –a cargo de un programa matinal en franca decadencia–, lo que parece un gigantesco error de los tantos que se estrenan todos los años, se transforma en un film correcto, que incluso tiene grandes momentos. De los ’80 de Detrás de las noticias la realidad de la televisión, del mundo actual, cambió y para peor. La película de Roger Michell (Un lugar llamado Notting Hill) muestra la picadora de carne del mundillo televisivo como un campo de batalla en donde el rating medido minuto a minuto hace que productores, periodistas y entretenedores hagan cualquier cosa por un punto más. Tal vez lo sorprendente de Un despertar glorioso sea que muestra la degradación de la profesión, con la joven productora que, ni por asomo, tiene los pruritos de otros periodistas de antaño. Y si bien el personaje puede ser repelente, cuando entra en la historia Mike Pomeroy (Harryson Ford) como un malhumorado periodista de prestigio que se ve obligado a compartir pantalla con Colleen Peck (Diane Keaton), una ex reina de belleza que conduce desde hace años un programa matinal, la película se encamina y hasta se hace disfrutable, aunque siempre dentro de varios convencionalismos. Así, mientras en principio se ve la tirantez entre ambos conductores, la posibilidad cierta de que se levante el programa, la negativa de Pomeroy a hacer notas superficiales, se van deslizando algunos diálogos memorables, como cuando Fuller le dice al veterano periodista que se tiene que aflojar, que no sea tan serio, y rápidamente llega la ácida respuesta: “La gente me dice esto cuando me va a meter un puño en el culo.” Livianita, llena de clishés pero entretenida, Un despertar glorioso no es una gran película ni pretende serlo, en todo caso es un producto industrial bastante digno. <
Sinfonía para estereotipo y trazo grueso El film presenta la historia de un reconocido director de la Orquesta del Bolshoi que en tiempos de Brezhnev fue destituido por negarse a echar a músicos judíos, y que en la actualidad está encargado de la limpieza en el teatro. Lo peor de ser burdo es cuando uno se toma en serio, lo peor de ser pretencioso es cuando no se tiene con qué. El concierto es el ejemplo de ambas opciones y de lo que puede resultar de esa mezcla de humor ramplón y vocación de sentencia. El rumano Radu Mihaileanu vuelve a tocar temas como el racismo, la identidad, la impostura y la dignidad, que ya había incluido en films previos como El tren de la vida y Ser digno de ser, esta vez mezclando el grotesco, el drama familiar y las apelaciones a la alta cultura. El protagonista es Andrei Filipov (Aleksey Guskov,) quien conoció la gloria como director de orquesta y también el escarnio al ser expulsado por negarse a despedir a sus músicos judíos durante la era Brehznev, escarnio del que no escapará ni tres décadas después (aun a 20 años de la desaparición de la URSS). Para mayor humillación, debe ganarse la vida como personal de limpieza en el Teatro Bolshoi de Moscú. Por casualidad, intercepta la invitación a un concierto en el Teatro Chatelet de Paris y elabora un plan para viajar con sus antiguos músicos haciéndose pasar por la verdadera orquesta. Lo que sigue son los enredos y situaciones embarazosas por la cuales se lleva el plan a cabo, para desembocar en un final que no por inverosímil resulta menos previsible. El plan, claro, tiene un fin reivindicativo, pero también otra intención que tiene que ver con la condición que pone Filipov: la inclusión en el concierto de la violinista francesa Anne-Marie Jacquet (Mélanie Laurent), elección que involucra un secreto familiar que será revelado con el sentimentalismo de rigor. Mihaileanu le hace decir a sus personajes solemnes parrafadas que expresen sus definiciones sobre el arte, la política o la vida. Pero aun si no fueran banalidades pronunciadas con tono grave es difícil tomárselas en serio en medio del trazo grueso, la comicidad básica, la sensiblería lacrimógena, un anticomunismo rancio de jardín de infantes, y la colección de estereotipos que ningún personaje se salva de portar. Y está Tchaikovski, que tendrá su gran momento en la escena del concierto final. Escena que tendrá la doble función de servir de marco para la resolución de todos los conflictos y darle a este desfile de torpezas un prestigio que no le corresponde, de tomar prestado el carácter de obra mayor de una que sí lo es a otra que de otro modo no sería más que una comedia chata que pretende más de lo que puede dar. Un ejercicio de apropiación tramposo que ni Tchaikovski ni cualquier otro compositor, por genial que sea, pueden redimir. <
Darwinismo en propiedad horizontal Daniel Hendler y Jazmín Stuart protagonizan esta ópera prima de Nicolás Goldbart que narra los conflictos en un consorcio en medio de la Gripe A. Bajo el halo de Carpenter, una reflexión sobre la soledad y la falta de solidaridad. Pocas veces en los últimos años la percepción de la crítica especializada y del público coincidió de manera unánime en el entusiasmo que despertó Fase 7 en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata del año pasado, donde la película se presentó en la Competencia Internacional. La ópera prima de Nicolás Goldbart –montajista de Los paranoicos, Sofacama, El bonaerense y Mundo grúa, entre otros títulos– rompe la (falsa) dicotomía del llamado nuevo cine argentino vs el viejo, con una película de género divertida, personal y llena de gozosa cinefilia. El relato tiene como claro disparador la reciente Gripe A, que en el film se convierte en un virus mortal y apocalíptico que está terminando con la vida del planeta. La pandemia llega a Buenos Aires en el momento que Coco (Daniel Hendler) y Pipi (Jazmín Stuart), están esperando a su primer hijo en su flamante departamento de un edificio porteño cualquiera, que de pronto es puesto en cuarentena por las autoridades sanitarias. Un poco irresponsables, un poco metidos en su mundo de pareja de clase media, Coco y Pipi empiezan a notar con alarma que algo no anda nada bien y que sobre todo, los que hasta ese momento eran los anónimos y amables vecinos, como el viejito Zanutto (un brillante Federico Luppi, bien lejos de cualquier otro papel de su carrera) y Horacio (Yayo, un hallazgo para el cine tanto como Daniel Aráoz en El hombre de al lado), se convierten en despiadados depredadores, puro darwinismo social en progreso, capaces de volarle la cabeza a sus compañeros de consorcio por el contenido de una heladera. Así, mientras la parejita hace lo posible por acomodarse a la nueva situación, las lealtades y alianzas transitorias se van acomodando al compás de la desconfianza, el surgimiento de insospechados y feroces líderes que se abren paso en la maraña de rumores, trampas y emboscadas, a puro escopetazo y miembros cercenados en un edificio convertido en una trampa mortal. Con la obra de John Carpenter como horizonte, Fase 7 va sumando capas de géneros como el terror, la comedia, el western, el gore y la ciencia ficción, maneja con soltura un abanico de climas que van desde la paranoia pura, pasando por la violencia extrema, hasta el humor negro. Y en su aparente liviandad, sin una pizca de solemnidad, se permite un discurso político para reflexionar sobre la soledad, el aislamiento y la falta de solidaridad. <
Odisea solitaria al filo de la muerte Basada en una historia real y nominada a dos Oscar, esta nueva película de Danny Boyle relata cómo un hombre queda atrapado en una fisura en el Cañón Blue John y se enfrenta al dilema de morir o mutilar su cuerpo. Un hombre corre, anda en bicicleta, salta, trepa, nada. Tiene una vitalidad que parece no saber de límites. Respira vida casi de manera obscena. El hombre es un individualista a ultranza, un adicto a la adrenalina, que como cualquier otra adición, le exige desafíos cada vez más arriesgados: recorrer una distancia en el menor tiempo posible, saltar al vacío sin saber qué hay abajo, escalar grietas eternas en un cañón solitario. El hombre es Aron Ralston, que un sábado salió de excursión solo, sin avisar a nadie donde iba y, en un momento del paseo extremo, quedó atrapado durante cinco días en una fisura en el Cañón Blue John del Estado de Utah, con una mano aplastada por una roca que lo enfrentó al dilema de morir o mutilar su cuerpo para poder salir de la trampa mortal que le deparó el destino. Y su propia soberbia. La historia real se traslada al relato de Danny Boyle, y Ralston es James Franco, que se carga el relato al hombro en un tour de force a la manera de Ryan Reynolds en la reciente Enterrado, Colin Farrell en Enlace mortal, pero sobre todo como el trabajo de Tom Hank en Náufrago, la película con la que dialoga 127 horas. Boyle es un realizador sobrevalorado que a golpes de efecto y por qué negarlo, una buena dosis de ingenio, logró recorrer un exitoso camino en el cine, desde la sorprendente Trainspotting, pasando por la apocalíptica Exterminio, hasta la miserable ¿Quién quiere ser millonario? Con su última película parece encontrar un punto intermedio a partir de los recursos de la puesta en escena, empezando por la camarita que carga el protagonista, lo que le permite documentar la odisea, mostrar su legado a familiares y amigos, los momentos oníricos producto de la deshidratación, el juego de una supuesta audiencia de un improbable talk show, y claro, dejar su marca a través de los habituales recursos estéticos que maneja desde siempre. El director británico recurre a la pantalla dividida, a los colores saturados, y al sonido que irrumpe para arrancar una sonrisa o para acentuar un momento dramático, a lo que se suma como siempre el cuerpo como campo de batalla, aquí de una odisea solitaria en donde fluidos, dolor y frío conviven con la tragedia, el enojo, la redención, el coraje y la determinación. Efectiva en su desvergonzada manipulación del espectador, 127 horas es una película menor que logra ciertos momentos de cine. Lo demás es puro golpe de efecto. <
Los fantásticos y disfuncionales Ward Casi a fin del año pasado se estrenó Atracción peligrosa, segundo y excelente opus del injustamente denostado Ben Affleck, que ponía en el centro de la escena a Charlestown, cuna de poderosas bandas de ladrones de bancos de la ciudad de Boston. Siempre dentro del estado de Massachusetts, la acción de El ganador se traslada unos kilómetros más allá, a la igualmente dura comunidad de Lowell, que con su historia de abandono y pobreza, es la plataforma casi ideal para despachar al mundo gloriosos perdedores que se suben al ring para escaparle al destino. De eso se trata la película de David O. Rusell (Secretos íntimos, Tres reyes), un relato que si bien se asienta en la épica del boxeo, traza un inigualable perfil de una comunidad golpeada por la marginalidad. “Irish” Micky Ward (Mark Wahlberg) llegó a ser campeón en la categoría welter junior luego de superar una serie de obstáculos, el principal su medio hermano y entrenador Dicky (Christian Bale), con un pasado más o menos glorioso como El orgullo de Lowell, ese que logró tumbar a Ray Sugar Robinson antes de hundirse definitivamente por su adicción al crack. Buena parte del relato oscila entre la carrera de Micky, que no va hacia ninguna parte, con entrenamientos fallidos o gigantescos errores a la hora de elegir rivales y la aparente caída sin fin de Dicky, que incluye un documental en progreso sobre su adicción, que él confunde con una película sobre sus glorias pasadas. Todos los tics del género están perfectamente integrados a la historia, pero lo que hace verdaderamente interesante a la película es el monstruoso entorno de los hermanos. Porque el núcleo duro del film es Alice (la gran, gran Melissa Leo), una mamá-manager terrible, manipuladora, insegura, absorbente pero absolutamente querible, que junto a sus hijas y la novia de Micky (Amy Adams), son el principal obstáculo y a la vez, el último y único refugio posible de una familia disfuncional, pero unida para siempre en ese Boston irlandés, olvidado y miserable.
Lo mejor de los Coen en un western Multinominada para un total de diez posibles premios Oscar, esta remake de un célebre film con John Wayne va mucho más allá de la recreación. Consigue ratificar el personal estilo de los hermanos Joel y Ethan, en un marco clásico. Desde hace varias décadas, el western tiene fecha de vencimiento. Sin embargo, la muerte anunciada se va postergando a medida de que aparecen películas que demuestran que el género todavía no está agotado. Sólo por nombrar algunos títulos más o menos recientes, allí están Los imperdonables, Silverado o El tren de las 3:10 a Yuma, que conservaban y resignifican la épica del Far West. Ahora bien, si la original Temple de acero (1969, dirigida por Henry Hathaway, que le valió un Oscar a John Wayne encabezando un elenco en el que estaban unos muy jóvenes Robert Duvall y Dennis Hopper), se inscribe dentro de los llamados western otoñales –una variante que en general desprecian los fanáticos del género en tanto lo muestra anacrónico y lo despide frente al avance de la modernidad–, la película es una obra menor dentro de la filmografía de Hathaway y del propio Wayne, por lo que en principio no existiría razón para una remake. Pero a pesar de la aprensión previa, Temple de acero es una gran película. El relato de una niña que contrata al comisario Reuben J. “Rooster” Cogburn para que detenga al asesino de su padre, le sirve a los Coen para hacer una revisión del género. Actualizarlo y a la vez mantener el respeto por la historia que los precede. Porque Cogburn parece hecho a medida de los creadores de personajes como Anton Chigurh (Sin lugar para los débiles), The Dude (El gran Lebowski), o Tom Reagan (De paseo por la muerte), todos ellos en los márgenes del sistema y con un particular sentido de la justicia. Jeff Bridges se calza las botas de John Wayne, nada menos, y realiza una soberbia interpretación del comisario borracho que conoció mejores épocas, pero que a pesar del alcohol y la soledad conserva intacta su dureza. Y en el camino hacia el territorio indio donde se refugia el asesino Tom Chaney (Josh Brolin), se delinean perfectamente una serie de personajes deliciosos, como el ranger texano LaBoeuf (Matt Damon), un poco torpe y sin demasiadas luces, o la niña Mattie Ross (Hailee Steinfeld), la voz del relato. Todos con sus momentos gloriosos, sin la menor sombra de cinismo a la que son abonados los Coen, que por si fuera poco, se permiten una antológica escena que por si sola justifica toda la película, donde Cogburn-Bridges se enfrenta, Winchester en una mano y el Colt de cinco tiros en la otra, contra cuatro forajidos. En definitiva, en pleno siglo XXI, Temple de acero se convierte en un clásico instantáneo que no desentona con la rica historia del western.
Lo primero (y lo único) es la familia Si una de las posibilidades del cine es descubrir mundos, mostrarlos y desgranarlos para los espectadores, Lazos de sangre cumple de sobra con ese cometido. El film de Debra Granik, nominado a cuatro premios Oscar, incluido mejor película, se interna en un pueblo rural de Missouri, en la periferia económica y política de los Estados Unidos, aunque se encuentra en el centro geográfico del país. Y es que lo que muestra Lazos de sangre es el abandono y la destrucción de una región, con un tejido social definitivamente roto por la miseria. En ese contexto sobrevive Ree Dolly (la extraordinaria Jennifer Lawrence), una chica de apenas 17 años que mantiene a sus dos hermanitos y a su madre enferma como puede. El padre ausente, perseguido por la justicia por el tráfico de drogas, en su última detención puso como garantía de la fianza la cabaña donde vive la familia, por lo que Ree debe encontrarlo para evitar perder su hogar. Lo que sigue es un denso recorrido por las profundidas del país, en una comunidad endogámica donde tíos, sobrinos y primos, a cuál más duro y distante, guardan infinidad de secretos, sobre todo el destino del padre en fuga. Tachos de plástico, nylon sucio, botellas, camionetas desvencijadas, armas, drogas y alcohol, el paisaje boscoso de Ozark es el lugar donde la protagonista transita un trágico rito de pasaje de la adolescencia al mundo adulto. Los diálogos secos y la atmósfera opresiva de un paisaje hermoso (que en el film adquiere una tonalidad en descomposición) van marcando la violencia en progreso de un relato denso, que devela gradualmente las distintas capas de silencio, complicidad y decisiones feroces. Es probable que Lazos de sangre no gane el Oscar, pero ya es un milagro que al menos esté nominada junto a films más livianos como El discurso del rey y Red social.
Rara, simpática y desconcertante La historia del encuentro entre un vendedor de viagra y una chica que batalla contra el mal de Parkinson es el eje de esta comedia romántica -con varios golpes bajos- que conjuga una ácida visión del negocio de la salud. Uno. Además de ser un mujeriego compulsivo, Jamie Randall (Jake Gyllenhaal) es un vendedor nato que trabaja en un negocio de electrodomésticos hasta que lo echan e ingresa a trabajar al laboratorio Pfizer, el gigante farmacéutico que en 1996, el año, que está ambientada la película, pelea en inferioridad de condiciones el mercado de los antidepresivos con Zoloft, frente al más popular Prozac. La balanza comercial se equilibra cuando Pfizer pone en el mercado el viagra, las famosas pastillitas azules que actúan sobre la impotencia y que desde esa época se venden como pan caliente. De amor y otras adicciones pone en foco las miserias de la industria farmacéutica a través del protagonista, convertido en visitador médico. Un negocio que incluye la despiadada lucha por imponer productos a los médicos que aceptan sobornos por recetar medicamentos de determinadas marcas, y a los consumidores, rehenes indefensos frente a un sistema dominado por las corporaciones. DOS. Maggie Murdock (Anne Hathaway) trabaja como camarera y además, todos los meses lleva a un grupo de enfermos a comprar medicamentos a Canadá, donde los remedios son infinitamente más baratos que en los Estados Unidos. Maggie tiene 26 años, antes fue fotógrafa hasta que se lo impidió el prematuro mal de Parkinson que padece. Es decir, tiene los días contados antes de que la enfermedad haga lo suyo en su cuerpo y en su cerebro. Entre la depresión y las ganas de vivir una vida normal, conoce a Jamie, un chanta egocéntrico, ambicioso y misógino, que sin embargo muestra alguna humanidad. La atracción sexual es fulminante, el amor también, a pesar de que la relación tiene fecha de vencimiento por la devastadora enfermedad de ella. De amor y otras adicciones es un melodramón difícil de digerir, que en su vulgar dramatismo acentúa una y otra vez el tópico de que el amor siempre triunfa. TRES. Todo esto es De amor…, una ácida visión del negocio de la salud desde el mismo riñón de Hollywood y a la vez, una comedia romántica que explota el avance de una enfermedad devastadora sin ningún prurito. El film de Edward Zwick –un artesano capaz de abordar proyectos bien disímiles como Desafío, Diamante de sangre, El último samurai, Leyendas de pasión–, es una coctelera emocional con varios cambios de registro que por momentos desconcierta, pero que al final arroja un balance favorable, más allá de una historia de amor marcada por la tragedia y los golpes bajos.