Estreno tardío y gran película, por momentos magistral, del mejor director italiano en actividad. Un niño habla solo. Su madre lo mira y se preocupa. ¿Sufre de demencia? No, el niño toma al pie de la letra su clase de religión: si Dios escucha todo y es omnipresente, entiende la criatura, él jamás será libre (“Déjame en paz… Vete de mi cabeza”): lucidez precoz y síntesis filosófica del film. La hora de la religión (también conocida como La sonrisa de mi madre) intenta sopesar cómo nuestras creencias sobre el Altísimo influyen directa e indirectamente en nuestra conducta. Anticlerical aunque teológicamente respetuoso, el film de Marco Bellocchio parte de una premisa inverosímil aunque teóricamente justificada: la madre de un pintor ateo (el excelente Sergio Castellitto) está a punto de ser canonizada, una operación familiar consentida por el Vaticano. Nada extraordinario parece elevar a categoría de santa a la madre de Ernesto Picciafuocco, excepto por una extraña sonrisa en el momento en que fue asesinada, un hecho que debe ser investigado por expertos en milagros a través de distintos testimonios, entre ellos el de los hermanos del pintor, uno de los cuales está internado en un psiquiátrico. Su palabra puede ser la clave celestial. Ésta es la anécdota a partir de la cual el mejor cineasta italiano en la actualidad se propone indagar sobre algunas prácticas (la producción de santos) de la institución religiosa más poderosa de la Tierra, sin por esto dejar de interesarse en la institución familiar y la institución médica psiquiátrica, tres obsesiones temáticas del realizador. Así descripta, La hora de la religión podría ser calificada de densa y ambiciosa, pero el tono cómico y delirante, y también onírico, que articula secretamente el relato suaviza y humaniza los vaivenes espirituales de los personajes y sus cálculos miserables. En el fondo, la gran batalla que propone Bellocchio es la que se da entre un Dios invisible y un dios pagano que sentimos vibrar en el cuerpo: Eros. El amor paterno que expresa el pintor por su hijo y el deseo que habrá de despertarle la enigmática profesora de religión (o agente secreto del Vaticano) de su hijo son dos expresiones de esa fuerza viviente que define la conducta de los seres humanos. Como sucede en Vincere, Bellocchio demuestra aquí su capacidad única para musicalizar algunas escenas. Véase el momento en que Ernesto abraza a su hermano sufriente. Es un pasaje visceralmente amoroso, y en el momento preciso sonarán las cuerdas de John Tavener. Además, Bellocchio elige el claroscuro para pintar sus fotogramas, una composición de luz que denota perfectamente el mundo emocional de sus personajes. Algunas escenas hilarantes (un diálogo con un cura en una comida popular, un reto a duelo con un conde anacrónico y las objeciones de una tía de Ernesto respecto de su ateísmo) son geniales por su timing y elegancia discursiva, aunque el genio de Bellocchio se constata en cómo registra las inmediaciones e interiores del Vaticano y algunos ritos en donde se intuye un componente delirante de la creencia religiosa. El disgusto eclesiástico es comprensible, y que la Santa Sede haya denunciado el film indica un desvelo terrenal poco relevante ante la magnitud del sufrimiento de muchos de sus fieles que no eligen la pobreza como opción religiosa sino que la padecen. Lo más curioso de La hora de la religión es que el único personaje que parece amar a su prójimo como a sí mismo es Ernesto, que en el abrazo a su querido hermano enloquecido no hace otra cosa que seguir al pie de la letra al hijo de un carpintero que terminó crucificado por su inconformismo.
Un villano con dos almas Quienes sigan atentamente los dibujos animados (y las películas de superhéroes) de los últimos 20 años, podrán verificar que a excepción de varias películas salidas de los estudios Pixar y Ghibli, la New Age es la ideología dominante de los relatos. Megamente no es una excepción. Aquí, los guionistas Alan Schoolcraft y Brent Simons imaginaron al villano Megamente y al superhéroe Metro Man, los dos seres extraterrestres, como el Yin y el Yang de su historia: ambos se necesitan, se complementan, incluso hasta se postulará que del bien puede surgir el mal y viceversa. En efecto, se trata de taoísmo para superhéroes, una idea poco compleja, aunque la explotación del concepto a lo largo del filme puede confundir un poco a los destinatarios masivos de este producto, incluso si se trata de un niño Megamind de 12 años llamado Kouichi. Con reminiscencias de Superman y Mi villano favorito , dos niños del espacio exterior son enviados por sus progenitores a la Tierra mientras su planeta de origen se destruye. Uno de ellos aterrizará en la casa de una familia rica, el otro caerá en una cárcel. Uno será el bueno, el otro el malo; uno podrá volar y será físicamente vigoroso, el otro podrá inventar tecnologías poderosas. Ambos serán narcisistas y tendrán un supuesto destino, aunque Megamente apostará por una idea moderna: el destino no se recibe y se obedece sino que se forja y se elige. La ciudad terrícola se parece a Nueva York, y en un tiempo impreciso Megamente y Metro Man se enfrentan sin cesar, hasta que en un momento, inesperadamente, el villano derrotará para siempre al superhéroe. La ciudad quedará desprotegida, y Megamente se convertirá en un malvado sumido en el tedio. El mal sin el bien no funciona, y así Megamente buscará crear un nuevo superhéroe, Titán, un camarógrafo supuestamente bonachón que tendrá los genes de Metro Man. Los resultados no serán los deseados. Y así, el villano, inspirado en parte por amor a una reportera, habrá de devenir en su opuesto. No es azaroso que la película concluya con un homenaje a Michael Jackson, que parecía un ser venido de otro planeta. Megamente, como Jackson, encarna la intersección de la inocencia y la vileza, y si bien no es un símil de ese Peter Pan demoníaco que cambió los beats del pop, sí representa el conflicto interno que definió tanto la existencia del cantante como define la vida imaginaria de esta especie de ET azulado. Por eso suena Bad, todos bailan y la ciudad ha recuperado su orden.
Tierra de promesas La inmigración ininterrumpida es un fenómeno de nuestro tiempo. Los nómades de la globalización son un síntoma de una dinámica política y económica mundial. Filmes como Visita inesperada, Welcome, Río helado, La blessure, Bolivia son algunos títulos emblemáticos con variaciones específicas. Amerrika pertenece a este rubro, pero inicialmente el objetivo es otro: mostrar la injusticia cotidiana que viven los palestinos en el Estado de Israel. Muna es una empleada bancaria en Cisjordania. Es divorciada, tiene un hijo adolescente y su madre vive con ella. Su economía es holgada, pero su condición de minoría le impone un límite. Los planos generales sobre el muro, los checkpoints, la violencia callejera plasman una humillación sistemática, incluso para alguien como Muna, cuya pertenencia de clase implica cierto bienestar. Aun así, no hay esperanza para los palestinos, excepto si, al menos así se sugiere aquí, una vieja solicitud de Green Card para emigrar a EE.UU. llega por correo anunciando la bienvenida a la tierra de las promesas. Ser casi esclavos en su propia tierra o devenir turistas, ése es el dilema. Pero no es una fecha entre otras para ser turista o residente. Es marzo del 2003, y la llegada de Muna con su hijo a Illinois coincide con la invasión de EE.UU. a Irak. La aduana estadounidense no es menos paranoica y fascista que la israelí. La revisación exhaustiva no sólo se llevará los pepinos de la valija sino también otros objetos más preciados, aunque Muna tiene suerte, pues su hermana y su marido, radicados en la nación de Disney y Hollywood, poseen un estándar de vida más que aceptable. El resto es previsible: la adaptación laboral, educativa, lingüística, vincular, en un clima cultural poco amigable. Para el americano inculto (una gran mayoría) los árabes son todos iguales y, por ende, potencialmente terroristas. El humanismo cándido permea el relato; la única declaración política explícita pasa por responder a un oficial de migraciones: "¿Ocupación? Hace 40 años". Pero la sutileza no es precisamente el fuerte de esta ópera prima de Cherien Dabis premiada en Cannes por FIPRESCI: los subrayados son evidentes (la influencia árabe en el lenguaje, la intolerancia norteamericana, el devenir multicultural de EE.UU), matizados por un buen elenco y un trabajo de registro correcto. Quizás por el carácter secular de la familia de Manu, la relación "amistosa" entre ella y un profesor judío (de su hijo) es la mayor provocación del filme. El plano general que cierra Amerrika es la consolidación discreta pero legítima de una utopía que, a gran escala y con mayor peso político, el escritor palestino Edward Said y el músico Daniel Barenboim supieron orquestar. La paz late en el mestizaje, allí en donde el Otro deviene en un próximo, en un vecino.
LOS FANTASMAS MATERIALES Fiel a su sistema estètico, el nuevo film de Fontán confirma el carácter solitario de un cineasta que no renuncia a seguir sus obsesiones y convertilas en planos cinematográficos “El cine es un arte de fantasmas, una batalla de espectros… Es el arte de facilitar que los fantasmas regresen”. La sentencia, extraña pero precisa, es de Jacques Derrida, el famoso filosófo de la deconstrucción. Así lo expresa en un film no lineal dirigido por Ken MacMullen, Ghost Dance (1983). Allí, Derrida se presenta como un fantasma, un ventrílocuo de otro mundo que habla a través de su cuerpo. Lo que dice el autor de El animal que luego estoy si(gui)endo se aplica a la perfección al último film de Gustavo Fontán. Un libro surge de las cenizas: guardado en un placard por más de 50 años, Elegía de abril, del poeta Salvador Merlino, libro póstumo de un género casi póstumo, el poético, que siempre parece estar destinado a la postergación y al anacronismo, es redescubierto cuando la hija del autor decide revivirlo; o más bien testifica sobre su existencia para que otros decidan, eventualmente, sobre su precario futuro. En efecto, María no sólo establece una herencia y una posta, y una cierta responsabilidad que su hijo y nieto habrán de aceptar. Ella también se ha cansado de ser objeto, más que sujeto, de la película. Su extenuación ontológica decreta una sustitución estética. ¿Cómo seguir con un film en pleno desarrollo en el que la protagonista decide darse a la fuga? Inclasificable e inestable, Elegía de abril muestra su autopoiesis. Lo que vemos, al menos, insinúa que Fontán está una vez más capturando pacientemente los avatares de un microcosmos familiar en el que él es parte de una tensión narrativa y existencial. Un libro deviene en una película, y en ese universo familiar el realizador entiende que se evoca un orden que excede lo doméstico: la memoria de su familia y la resistencia legítima por parte de su madre y su tío a reconstituir una existencia real y poética, la de Salvador Merlino, configuran un dilema universal. Puede ser que las memorias no sean exclusivamente placenteras. No se sabrá, aunque los dos testigos desean huir del objetivo de la cámara. La cámara caza recuerdos y el presente. Es un motivo recurrente: la captura de lo real, atrapar a los vivos y convertirlos luego en fantasmas materiales. Aquí no se trata, como en El árbol, de decidir sobre la suerte de una acacia. Lo que está en juego, en esta ocasión, es la misma existencia de una película. En otras palabras, Elegía de abril cuestiona, entre otras cosas, la voluntad arqueológica del cine, el imperativo del registro, o el reencuentro con lo que ya ha sido y que el poder de una cámara puede llegar a resucitar. En el inicio del film, la madre de Fontán anuncia su retiro en pleno rodaje, y su hermano sintoniza ostensiblemente con este deseo. El cineasta expone el problema y la solución. A los veinte minutos llegarán los reemplazos. El supuesto documental sobre el hallazgo literario deviene en una ficción. Lorenzo Quinteros será el tío, y Adriana Aizemberg será la madre del director. La película muestra la llegada de los actores y sin previo aviso tomarán los lugares de los dos protagonistas. Todo se repite o, en realidad, se yuxtaponen lo real y su representación, y, eventualmente, la trama avanzará hacia algún lado, venciendo el complot de sus personajes iniciales. En el cine reciente de Fontán puede divisarse una confrontación dialéctica entre una deriva narrativa (relato) y una poética del registro orientada a la experiencia perceptiva (contemplación). En La madre, un film que materializa a través de sus planos una depresión psicótica y un drama edípico, Fontán alcanza una nueva dimensión de su cine: su proclividad a la contemplación del tiempo se hilvana sensiblemente con un relato mínimo pero preciso. En Elegía de abril este desarrollo continúa y evoluciona en una dirección todavía más conflictiva. Diríase que el dilema ya no es solamente cómo inventar un modelo narrativo que no desestime ni traicione el ADN de su mirada, sino algo mucho más temible y caro para el director. La negativa de su madre a filmar y el doble registro desconcertante y arriesgado (la home movie, literalmente en manos de su hijo –una presencia poderosa en los dos últimos films–, evidencia una modalidad amateur en contraposición al virtuosismo formal característico de los camarógrafos de Fontán) son señales de que el sistema del realizador está en proceso de cambio. Es un pulso novedoso que late en el film; un espectador (o crítico) que desconozca las películas del director podrá creer que existe aquí una imperfección. Es cierto que no hay un equilibrio entra la desprolijidad de las imágenes del hijo oficiando como camarógrafo y la firmeza lúdica y lúcida de los característicos planos del director. Aquí, el montaje, la unión de una perspectiva de cámara con respecto a la otra perspectiva, no parece finamente articulado. ¿Es una debilidad del film? Posiblemente sí, aunque quizás exista en esa asimetría de composición un impulso destructor en el que se presiente otro orden de creación. Pero lo esencial pasa por otro lado: es el deseo de superar la familia como institución poética y Banfield como territorio simbólico. En Elegía de abril se inicia un viaje hacia otra parte. Es quizás demasiado temprano para saberlo. No se trata de la elegía del abuelo, sino de la elegía del propio realizador con su propia herencia sensible. Es por eso que Elegía de abril es un film de fantasmas. La casa es una entidad, una bóveda en donde el pasado reposa en los objetos, las paredes, las cortinas, las copas, los platos. El rigor del plano detalle constituye un idioma de los objetos. La única figura viviente fuera de esta prisión simbólica es el gato de la casa. En ese sentido, la casa hasta posee una sonoridad. Hay una música concreta y pretérita por la que suena más el pasado que el presente. El bellísimo plano en el que la abuela “falsa” de Fontán es observada tras el vidrio irregular de una puerta va tomando preponderancia. Lo real se despedaza, pierde su nitidez, y una ontología onírica, quizás suprasensible, desplaza la representación realista de un hogar cotidiano. Hacia el final, el film alcanzará instantes sublimes y fantasmales. Varios espectros femeninos imponen discretamente una textura difusa. Son apariciones, inexplicables y misteriosas, como los últimos planos, en los que una niña juega con su padre. En efecto, las últimas imágenes de Elegía de abril ya no parecen humanas. Es que Fontán va preparando esta epifanía de otro mundo, una intuición del paso a un territorio de donde nadie ha regresado para describirlo. Algunos movimientos veloces en zig-zag en donde las apariciones repentinas de su madre se confunden con las de la actriz que la ha reemplazado van enrareciendo el orden de lo visible y el mundo ordinario. Es un método, un tránsito de lo ordinario a lo extraordinario. ¿Alguna vez Fontán confrontará con la Historia? ¿Podrá su sensibilidad como cineasta traspasar el resguardo de la intimidad y lo doméstico? ¿Dejará Banfield y encontrará otro cosmos, más conflictivo, menos protegido por la austeridad casi monacal que destila su cine? Un gran cineasta como Sokurov filmó la muerte de una madre, pero también supo contar la secularización de una deidad japonesa. Los grandes cineastas se imponen desafíos. Fontán tiene un camino, pero su destino es felizmente incierto. Y es un gran cineasta, a pesar de que su cine todavía no ha sido reconocido del todo, y mucho menos visto.
Han pasado 7 años desde la invención de Facebook y el cine ya le ha dedicado su primera película. Es que la proeza de Mark Zuckerberg, un nerd inteligente y un miembro dudoso del club social de Harvard, es mucho más que ser un personaje curioso del siglo XXI y el millonario más joven del planeta. Su popularidad y fortuna revelan un modo de producción: el de la subjetividad capitalista del nuevo milenio. Sí, porque los modos de producción implican modos de relación, y ¿no es Facebook un sistema publicitario de la intimidad, una vidriera del Yo como mercancía de consumo? El inicio del film es prometedor. Zuckerberg y su novia discuten sobre su relación; será el fin del vínculo, lo que precipitará una venganza virtual. La red informática de Harvard colapsará: ¿quién es la más fea del campus? Más tarde, dos hermanos aristocráticos, los Winklevosses, le propondrán a Zuckerberg inventar una red social para los elegidos de la universidad. El héroe tomará la idea, se la apropiará, expandirá el concepto y lo democratizará. Fincher organiza el relato a través de un juego narrativo dividido en dos: la genealogía de Facebook y su evolución, y los pormenores intercalados de un juicio entre los Winklevosses y Zuckerberg, una opción algo esquemática que no es en última instancia el problema que padece el film. Fincher es un director sensible a su época, y La red social captura el Zeitgeist mejor que muchas películas, pero no por eso consigue interpelar y develar un tiempo histórico específico. ¿Por qué a Zuckerberg, al menos en un primer momento, no le interesa el dinero? Ensayar una respuesta a este acertijo hubiera sido esclarecedor, pero el film se limita a enunciar un misterioso rasgo de la conducta de su héroe. Cuando no se parece a una suerte de “American Pie va a Harvard”, La red social intuye y sugiere que la seducción es el principio organizador tanto de nuestra vida cotidiana como de la economía globalizada.
Nuevas costumbres Algún desprevenido puede pensar que el estreno de Lengua materna responde a un cálculo oportunista, una vez que el Congreso de la Nación aprobó la ley de matrimonio igualitario y Satanás dejó de merodear sobre el destino de los genitales de muchos hombres y mujeres. Lo cierto es que filmes como Lengua materna (o Una pareja despareja, Mi familia, 80 días, por citar algunos títulos recientes) sintonizan con un Zeitgeist, un espíritu del tiempo, a pesar de que los representantes del Altísimo execren el laicismo progresista de algunas naciones. La cineasta más importante salida de Córdoba, Liliana Paolinelli, vuelve con su segundo filme de ficción. Al igual que Por sus propios ojos, se trata de un filme de mujeres, aunque aquí su interés no pasa por indagar sobre las relaciones de poder entre clases sociales diferentes (y en segunda instancia entre hombres y mujeres). Lengua materna no es un drama carcelario sino una comedia costumbrista heterodoxa, no tanto por su tema (el amor entre mujeres y la aceptación y comprensión de una madre respecto de su hija lesbiana) sino por el modo de abordar un género proclive al lugar común y a la fórmula. La historia es casi una anécdota. Una madre descubre que una de sus hijas ama a una mujer, una diputada un poco más grande. Su hallazgo alimenta su curiosidad acerca del tema, además de entusiasmarla por la felicidad de su hija, lo que jamás despierta prejuicios religiosos, aun cuando rece por ella todas las noches. Una visita a un bar gay coronará su inquietud práctica, y una hipótesis naturalista sobre el primer objeto amoroso de las mujeres en los primeros meses de vida le ofrecerá sosiego intelectual, aunque su aprendizaje mayor será constatar que los vínculos amorosos son siempre complicados. Si bien el relato aquí es más clásico que en su película anterior, Paulinelli esconde delicadamente sus virtudes formales como cineasta; su elegancia es casi invisible: cuando la madre habla sobre su hija respecto del tema, la realizadora elige mantener a los personajes en fuera de campo. Se escucha el diálogo, pero se verán primero algunos planos fijos de varios árboles para luego pasar a un breve travelling sobre los personajes. Lo mismo sucede con la resolución de un conflicto en el seno de la pareja: una elipsis ejecutada a través de un fundido en blanco con la aparición del rostro de la diputada indica paso del tiempo y una consecuencia previsible. Además, todas las interpretaciones son sólidas, y Claudia Lapacó como la madre entrega un trabajo memorable. Paolinelli retrata amablemente un giro en el ethos de nuestra sociedad, o cómo las costumbres se modifican cuando la imaginación moral se desmarca de algunas creencias que constriñen la experiencia humana a descripciones mezquinas respecto de la diversidad y la lógica del deseo. El inteligente plano final, con uno de los pocos hombres en escena, entonando el mantra conservador “¡Qué barbaridad!”, simplemente nos recuerda que el prejuicio se vence con paciencia, y también con películas como Lengua materna.
La familia americana Exigente como una película con las trillizas de oro, vertiginosa como una de los superagentes Tiburón y Mojarrita, y conmovedora como un capítulo de La isla de Gilligan, Mi vecino es un espía desestima tanto a su audiencia como a su estrella principal. El genial Jackie Chan es sistemáticamente humillado, aun cuando la vieja estrella del cine de Hong Kong interprete aquí a un agente de la CIA a punto de retirarse, una cortesía ideológica de Hollywood para un gran actor, tal vez un extraño heredero de Buster Keaton. A su vez, solamente los descendientes de Forrest Gump pueden apasionarse con este relato destinado a toda la familia en el que se celebra, lógicamente, la institución más amada por Disney. Chan está enamorado de una mujer con tres hijos: una adolescente, un niño medio nerd y una pequeña de 4 años (más tres mascotas: un cerdito, una tortuga y un gato). Los hijos rechazan al candidato: es un don nadie, un mediocre vendedor de lapiceras. Unos terroristas rusos con pretensiones monopólicas sobre el petróleo y unos días en los que el agente secreto deviene en niñera de las criaturas cambiarán la perspectiva de éstos respecto del novio de su madre. Quedará aclarado: el chino no vende bolígrafos. Así, Chan luchará contra los rusos, preparará tostadas, cantará canciones de cuna, aprenderá el significado de Halloween y repartirá un par de patadas mientras su elástico cuerpo ya envejecido desafía la fuerza de gravedad. Si Schwarzenegger, La Roca y Bruce Willis pueden ser niñeros, por qué no habría de serlo el gran Jackie Chan. Como suele ocurrir en este género de películas de acción familiar, se tendrá que dejar un mensaje. Es que aquí el cine es un evangelio indirecto. Habrá un sermón preciso y narrativamente pertinente: una familia no se constituye por los lazos sanguíneos sino por quienes nos aman. El mensaje subliminal es otro: hay buenos tipos en la CIA. Y así el niño de la casa ya sueña con ser espía. Ha nacido una vocación.
La mirada discreta El límite del voyeurismo precisamente reside en la pasividad de la mirada. La observación de la cotidianidad sostenida en la distancia corre un riesgo: describir como un modo de naturalizar. Es decir, adoptar la mirada de quien ve por nosotros y asumir así su perspectiva. Gigante es un drama laboral y romántico sostenido en el vouyerismo de su protagonista. Jara, solitario y amante del heavy metal, trabaja en un supermercado; mira por detrás de las cámaras de vigilancia. Por el turno que le toca, su actividad de vigía se aplica a sus compañeros. Sin los clientes, los potenciales sospechosos son los trabajadores. Testigo sistemático de un microcosmos mecánico, Jara descubrirá una criatura llamada Julia entre las imágenes condenadas a la repetición. Así ese hombre dedicará su tiempo libre a observar a una mujer no menos solitaria que él, aunque más activa. La incipiente tensión pasa por saber, primero, si Laura está sola y, segundo, si Jara pasará de la contemplación a la acción. Biniez demuestra cariño por sus personajes. Salvo un pasaje en una playa, no hay diferencia entre las calles de Montevideo y los interiores del supermercado. Muestra una preocupación formal explícita: sus planos abiertos de la ciudad no alivian la claustrofobia y el control de los planos generales en el trabajo. No desprovista de humor y ternura, Gigante se empequeñece porque jamás asume de lleno los conflictos laborales en el supermercado y prefiere hallar consuelo en la discreta utopía de los sentimientos. Habrá despidos y maltratos, pero la rabia de Jara sólo se suscita por celos y protección. La discreción política del filme revela un problema de prioridades. Los empleados pueden amar, pero apenas consiguen rebelarse. Ocurre que el vouyerismo social inmoviliza cualquier atisbo de conciencia política.
¿Quién mató a Margot? No se lo digas a nadie es una adaptación pomposa de una novela de Harlan Coben del mismo título que bien podría ser un ejemplo perfecto para una clase de historia del cine de lo que los primeros críticos de los Cahiers du cinéma denominaron “cinéma de qualité”, aunque aggiornado a nuestro tiempo. Se trata, en efecto, de ilustrar en imágenes una novela, convocar a un gran elenco, hacer ostensible un despliegue técnico y sintetizar en cada plano la magnificencia de su estética. Además de las infinitas vueltas de tuerca, también sobrevuela una voluntad de poblar el relato con ciertos íconos del multiculturalismo galo contemporáneo. El exceso casi siempre es una confesión encubierta. Naturalmente, si uno se deja llevar por el relato, fluido y supuestamente intrincado (aunque explicado en el desenlace hasta los últimos detalles), se podrá experimentar la ilusión de estar ante un producto inteligente. Un pediatra ha perdido al amor de toda su vida, Margot, brutalmente asesinada unos ochos años atrás; pero quizá no esté muerta, o tal vez el asesino no sea otro que su esposo, un hombre amable, capaz de ayudar a sujetos marginales y visitar a los padres de la difunta en cada aniversario de su traumático deceso. Un par de e-mails, la inocencia de un asesino serial respecto del caso cerrado de Margot, una nueva investigación policial, adulterio, drogas, violencia doméstica, una banda de mafiosos, un aristócrata inescrupuloso, un padre sobreprotector son algunos de los elementos que dinamizan un relato cuya única fórmula es inequívoca: las apariencias engañan. Una persecución magnífica por las calles de París en la que el pediatra demuestra sus dotes de atleta es quizás el mejor momento de un filme cuyos flashbacks sentimentalistas, secuencias musicales no muy lejanas al videoclip, planos de grúa y travellings reiterados recargan formalmente un guión sobrescrito. Se ha insistido en que No se lo digas a nadie remite a El hombre equivocado de Alfred Hitchcock. En aquel filme, un hombre inocente deviene en culpable. Aquí se copia la premisa, pero, a diferencia de Hitchcock y todas sus películas de intriga y suspenso policial (en donde no importaba quién fue el asesino sino el conjunto de relaciones que se derivan de un crimen en función de explorar la transferencia de la culpa, los meandros de la psique y modestamente alguna que otra cuestión teológica), en el segundo filme de Guillaume Canet lo único que importa es saber quién fue el asesino.
La institución de los afectos La tercera película de Lisa Cholodenko no es el título ideal para quienes sostenían antes del 15 de julio que el casamiento de personas del mismo sexo y el derecho de adopción no eran otra cosa que la intromisión de Lucifer en los pasillos y recintos del Congreso de la Nación. En Mi familia, dos adolescentes han crecido toda la vida con sus madres, y nada indica que estas criaturas sean proclives a conductas aberrantes. En sólo una escena, Cholodenko destituye la desconfianza del prejuicioso y el retrógrado: el diálogo durante una cena típicamente familiar destila normalidad; son una familia feliz. Pero habrá una intrusión y el orden familiar se alterará por un tiempo. El padre genético de los dos jóvenes, donante de esperma, aparecerá en escena. La curiosidad del varón de la casa lo llevará a contactar al semental solidario, un cuarentón solitario y seductor, dueño de un restaurante cuyas verduras orgánicas vienen de su propia huerta. Un hacedor que, frente a la pareja intelectual lésbica, aportará a la economía libidinal de la casa un toque de perversión. Así descrita, Mi familia parece un drama típico del cine indie estadounidense, pero no lo es, pues se trata más bien de una comedia secretamente conservadora en donde la institución familiar permanece incólume y prevalece sobre el deseo de sus personajes. Su legítima política de la identidad se contrapone con su oblicuo pero efectivo desdén de clase (su otra política): el padre y un jardinero latino no gozarán de misericordia alguna. Uno será un bruto, el otro un “adicto”. Mi familia se sostiene en sus intérpretes. Julianne Moore, Annette Bening y Mark Ruffalo están perfectos. En un pasaje central en el que se discute la superioridad de las carnes argentinas y se celebra la música de Joni Mitchell, el filme condesa todas sus virtudes: incluso allí, Cholodenko se desmarca de la potencial sitcom que acecha su película y despliega un gran instante de cine.