SIN INVENTIVA Y SIN TENSIÓN Quizás ya no se recuerde tanto, pero a principios del nuevo milenio hubo un pequeño boom con cine de terror asiático, especialmente a través de su variante japonesa, conocida como J-Horror. Las sagas de La llamada (o, para ser más correctos, El aro) y El grito -que tuvieron sus correspondientes remakes norteamericanas) fueron quizás los éxitos más emblemáticos, aunque también se pueden sumar films como A tale of two sisters, Una llamada perdida y Dark water. En casi todos ellos, lo fantasmal asociado al resentimiento y los eventos traumáticos eran los hilos conductores para relatos que solían trabajar muy bien las atmósferas inquietantes. Sin embargo, en los últimos años, la cartelera argentina -cada vez más empobrecida y uniforme- les ha dado poco lugar a las producciones del género provenientes del territorio asiático. En este contexto es que llega La habitación del horror, película surcoreana no aporta nada realmente nuevo, apelando a temas y formas quizás ya demasiadas vistas. El relato se centra en un hombre viudo que arriba con su pequeña hija (con quien tiene una relación entre distante y tirante) a una nueva casa, donde rápidamente comienzan a pasar cosas raras y atemorizantes. Pero no solo eso: también la niña exhibe conductas demasiado extrañas y erráticas, hasta que desaparece misteriosamente, sin dejar rastros. Desesperado, el padre iniciará una trabajosa investigación y, con la ayuda de un particular exorcista, terminará dándose cuenta de que la respuesta está dentro de la misma casa, o más precisamente, en el closet del título. La primera media hora de La habitación del horror es muy floja y hace temer lo peor: diálogos remarcados, una banda sonora altisonante que se impone a las imágenes de la peor forma posible, actuaciones acartonadas y situaciones completamente trilladas, que configuran un combo casi indigerible. Pareciera que el realizador, Kim Kwang-bin, no supiera qué hacer con lo que tiene para contar, como si fuera demasiado consciente de que la narración está plagada de lugares que ya son comunes hace un rato largo y no encontrara formas de hacerla fluir de forma mínimamente distintiva. Recién ya entrada la segunda mitad del largometraje es que pareciera encontrar un cierto equilibrio para que la puesta en escena sea más consistente y, a partir de ahí, lograr instancias de verdadero suspenso, por más que no dejen de ser hallazgos aislados. Por eso es que, probablemente, la mejor secuencia sea una donde el protagonista debe ir a ciegas y confiando en sus instintos, mientras el peligro lo rodea: allí el realizador consigue apropiarse del relato y darle al espacio, así como al contacto corporal, un carácter verdaderamente terrorífico. Sin embargo, por más que en ese y otros tramos el film amaga con poder configurar un mundo propio que capture la atención del espectador, lo cierto es que no pasa de meras insinuaciones. Cuando debe resolver sus conflictos, La habitación del horror entra en una vertiente dramática que apela al horror por vía de las relaciones paterno-filiales con algunos apuntes interesantes, aunque cede al trazo grueso y, en consecuencia, pierde el potencial impacto que buscaba. De ahí que termine siendo una oportunidad desperdiciada, una película que no estimula a adentrarse en lo que aporta el continente asiático al género.
UN CUENTO PEQUEÑO Y NO MUCHO MÁS Por más de cuarenta años, la canción llamada La gallina Turuleca -popularizada y hasta inmortalizada por Gaby, Fofó y Miliki en la década del setenta- ha atravesado y conectado con varias generaciones, a través de una letra pegadiza y que al mismo tiempo insinuaba una historia más grande. Sin embargo, la expansión del universo musical a partir de un vehículo cinematográfico no dejaba de ser desafiante y lo cierto es que esta película animada, coproducción hispano-argentina, solo cumple sus objetivos a medias. El film dirigido por Eduardo Gondell y Víctor Sevilla, hay que admitirlo, se da cuenta que, si solo sigue lo que pauta la canción, va a encontrarse con límites narrativos y estéticos rápidamente. En cierto modo, pareciera tomar en consideración las lecciones dejadas por ese bodrio absoluto que fue Manuelita. Por eso el guión, escrito por Pablo Bossi y Juan Pablo Buscarini, trata de explorar otras vertientes y construir un relato que sacuda, aunque sea mínimamente, las expectativas. De ahí que presenta a Turuleca como una gallina singular, con un aspecto flacucho e imposibilitada de poner huevos, que la convierte en el hazmerreír del gallinero donde nació. Ese destino de intrascendencia es interrumpido cuando Isabel, una ex profesora de música, la lleva a vivir a su granja, donde terminará descubriendo un talento oculto: no solo es capaz de hablar, sino también de cantar como ninguna otra gallina. Ese don inesperado la llevará a formar parte del Circo Daedalus, en un recorrido no exento de dificultades. Otra cuestión de la que se hace cargo el film -y con adecuado orgullo, sin culpa alguna- es que su diseño apunta al público más infantil. Esa consciencia le sirve para impulsar su narración sin timidez, confiando incluso en unos cuantos pasajes en lo que insinúan los cuerpos y las acciones, dejando de lado los diálogos redundantes. Por eso quizás la primera mitad es la más sólida, a partir de cómo va delineando un proceso de amistad, aprendizaje y autodescubrimiento bastante honesto y alejado de lo aleccionador. Aún así, hay varios momentos que pretenden incorporar lo bailable y lo musical que lucen forzados, casi de compromiso para conectar con una audiencia actual. Ya en la segunda mitad, a partir de la irrupción de un villano llamado Armando Tramas, que amenaza al circo y busca apropiarse de Turuleca, es donde la película empieza a caer en el territorio tan temido de las lecciones de vida, además de la acumulación de estereotipos un tanto gastados. Eso lleva a un agotamiento de la propuesta, que aún así se las arregla para desplegar algunos elementos conceptuales interesantes. De ahí que La gallina Turuleca sea una película correcta pero mínima, con una construcción narrativa noble, aunque limitada en el armado de sus conflictos.
UNA HISTORIA DE HERMANDAD Se podría definir a Thor: amor y trueno con apenas una palabra: “recargado”. Pero ese término puede ser engañoso: no es tanto Thor: Ragnarok recargado, sino Taika Waititi -y un poco Chris Hemsworth- recargados, lo cual no es exactamente lo mismo. Especialmente el realizador, y en buena medida el protagonista, son figuras que no parecen conformarse con apelar a las herramientas que suelen dominar con mayor facilidad (como la comedia absurda y disparatada), sino que también procuran explorar nuevas superficies narrativas y estéticas. Es lo que hacen aquí, con resultados estimulantes, aunque ciertamente desparejos. A medida que pasan los minutos, va quedando claro que Thor es posiblemente el único personaje relevante de Marvel que sigue haciendo la suya, apartado de la trama principal en la que está ocupado el Universo Cinemático de Marvel, es decir, el Multiverso. Thor está en su propio universo, casi literalmente, aunque más que nada psicológicamente: para lidiar con sus tragedias (personales, afectivas, incluso morales), se construye una realidad paralela donde él es un héroe alocado y egocéntrico, aunque también sensible, y casi inverosímil. Esta nueva entrega lo encuentra teniendo que enfrentarse con Gorr (Christian Bale), un villano que, a partir de la muerte de su hija, busca vengarse de todos los dioses y ha emprendido una misión para aniquilarlos a todos. Frente a ese enemigo, contará con una aliada inesperada: Jane Foster (Natalie Portman), convertida en Mighty Thor y en la nueva portadora de su martillo roto, ahora reconstruido. Lo llamativo de Thor: amor y trueno es cómo, por un lado, es una continuidad de las tonalidades pop de Thor: Ragnarok, introduciendo elementos que la vinculan con referentes de la aventura ochentosa como Conan el bárbaro y Flash Gordon, pero a la vez utiliza esa base conceptual para ir hacia otro lugar. Un lugar que está lejos de ser el relato feminista que podía esperarse: no se trata de mostrar que las mujeres también pueden pelear o de delinear una bajada de línea woke (por más que haya referencias puntuales a la sexualidad de varios personajes), simplemente porque el film no lo considera necesario y a lo sumo deja, inteligentemente, que sean las acciones las que expresen un discurso ideológico. En cambio, progresivamente, va construyendo un drama romántico, casi trágico incluso, que se complementa y retroalimenta con el pasado trágico de Thor. Y que, a su vez, dialoga con las motivaciones de Gorr, un antagonista que, más que un ser maligno, es uno desgraciado, alguien que, frente a la ingratitud e indiferencia de los dioses, con su fe quebrada, solo encuentra en la venganza un sentido existencial. Al fin y al cabo, en Thor: amor y trueno, está sobrevolando permanentemente el miedo a la pérdida y el dolor, que encuentran en la aventura desenfrenada una mascarada que les permite seguir adelante a sus protagonistas. Y decimos protagonistas porque ese temor aqueja a Thor, pero también a Jane Foster, la Reina Valkyria (Tessa Thompson) y hasta a Korg (Waititi). Para sostener ese ensamblaje narrativo y temático, la película no elige volcarse a un género en particular, sino ensamblarlos un poco a todos, la cual es una elección arriesgada y que no termina de tener toda la solidez necesaria. A eso se suma que la trama posee una estructura algo repetitiva, de sucesivos enfrentamientos que desgastan algo la narración. Asimismo, se nota de manera cabal que Portman -cuyo personaje es una parte fundamental de la historia, desde sus dilemas internos y cómo conecta con los de Thor- no está cómoda en la comedia, lo cual le resta credibilidad al espíritu aventurero que pretende preservar el film. Pero, a cambio, Thor: amor y trueno ofrece una honestidad apabullante en su propuesta, además de una sumatoria de ideas -el Zeus lascivo de Russell Crowe, el improvisado ejército de niños en la batalla final- tan desquiciadas como atractivas. A la vez, si bien podemos dudar sobre qué más tiene para contar y dar el Dios del Trueno, también deja una puerta abierta que ratifica que está, al menos por ahora, en un lugar distinto al resto de los Vengadores. Lo mismo se puede decir de Waititi y Hemsworth como co-creadores de la saga. Y todo eso, en contexto tan estructurado y planificado como el de Marvel, no deja de ser muy saludable.
UNA HISTORIA DE HERMANDAD No es una regla matemática, pero, por lo general, las grandes historias de terror siempre esconden un drama íntimo, que puede ir de lo existencial a lo familiar, pasando incluso por lo moral. Eso lo tuvo claro siempre Stephen King y, según parece, también Joe Hill, que siguió sus pasos como escritor del género. Y lo mismo cuenta para Scott Derrickson, algo que ya había mostrado en los mejores pasajes de El exorcismo de Emily Rose, Sinister y Líbranos del mal, y que vuelve a evidenciar en El teléfono negro, donde adapta un relato corto de Hill. La película está situada a finales de la década del 70, y no de forma arbitraria: hay un juego con las superficies estéticas y sociales que enlazan a la narración con esa época. La historia se centra en Finney (Mason Thames), cuya vida es la búsqueda de la supervivencia constante: en la escuela, trata siempre de ocultarse o huir de una pandilla que lo busca para usarlo de puching-ball, mientras suspira enamorado por una compañera; en el hogar, debe soportar a un padre (Jeremy Davies) que justifica su alcoholismo y su instinto golpeador en su viudez. Su único respaldo es su hermana pequeña, Gwen (Madeleine McGraw), con quien se cuidan mutuamente y tiene un lazo inquebrantable. En medio de todo eso, rondan las noticias sobre los secuestros de unos niños que se relacionan con un criminal a quien los medios (y también la comunidad) llaman El Arrebatador. Hasta que el propio Finney es secuestrado y se encontrará cara a cara con ese hombre -Ethan Hawke, demostrando una vez más que es un todoterreno-, que porta una máscara que refuerza su carácter siniestro. Sin embargo, contará con una ayuda inesperada: en el sótano a prueba de sonido donde se encuentra encerrado, comienza a recibir llamadas desde un teléfono desconectado que provienen de las víctimas anteriores del asesino. Derrickson se encuentra frente a un objetivo desafiante, que es el de equilibrar el drama interior del protagonista con la estructura de thriller y el universo sobrenatural que se va configurando con el relato. El realizador lo logra a partir de una puesta en escena que privilegia en primer lugar lo dramático y el punto de vista de Finney antes que las idas y vueltas del guión. Pero, además, le da un gran espacio a Gwen, quien funciona como complemento de la trama en todo sentido: desde lo policial hasta lo terrorífico, pero también, incluso, lo humorístico. Lo último es quizás lo más inesperado y estimulante de El teléfono negro: cómo, en pasajes puntuales, se permite adentrarse en la comedia negra, sin ser para nada sutil, pero sí sumamente efectiva. De esa forma, equilibra lo humano con un mecanismo de relojería que a priori podría sonar un tanto forzado, pero que consigue ser creíble. Es cierto que El teléfono negro recurre a algunos chiches visuales un tanto exhibicionistas y que redunda en ciertas explicaciones del universo que construye, lo cual atenta contra la solidez de la narración. Pero Derrickson no pierde de vista la esencia del cuento que tiene entre manos y se las arregla para ir acumulando tensión minuto a minuto, apoyándose en la presencia de un villano entre enigmático e imprevisible, al que Hawke interpreta haciendo el equilibrio justo entre lo errático y amenazante. Y, de la mano de ese creciente suspenso, enmarcado en una época donde la violencia era un factor predominante, logra darles las entidades apropiadas a esos dos hermanos que, juntos, se enfrentan contra todos los horrores de un mundo hostil. Sin ser una maravilla, El teléfono negro nos recuerda la capacidad de con
CUANDO LO ESPACIAL TAMBIÉN ES TEMPORAL Es fácil analizar a Lightyear desde la premisa de que es un film menor dentro de la potente filmografía de Pixar. Lo es también porque algo de cierto hay en esa afirmación. Sin embargo, la película de Angus MacLane posee unas cuantas capas de sentido que van bastante más allá de su carácter de spinoff de Toy Story y su reenfoque sobre ese personaje genial que es Buzz Lightyear. El arranque de Lightyear es con un pequeño texto explicativo donde se asevera que estamos por ver la película favorita de Andy, el dueño de Woody y Buzz. Eso, que puede parecer anecdótico, es también una toma de posición, donde la gente de Pixar deja en claro que no solo apelan a la nostalgia, sino que también están apuntando a un público infantil al que no subestiman. No lo subestiman porque asumen que pueden aceptar, disfrutar y apropiarse de un relato que, con todos sus componentes de aventura y diversión, no deja tener elementos que sobrevuelan relacionados con nociones sobre el paso del tiempo, la muerte y la pérdida. En Lightyear, la misión que se le presenta al protagonista no es una más, y no solo porque es especialmente difícil, sino también porque lo interpela sobre el cómo, por qué y para qué de su propia existencia. Ese interrogante personal y subjetivo empieza a configurarse cuando, luego de un accidente en una exploración aparentemente rutinaria, Buzz (voz de Chris Evans) y la numerosa tripulación que lo acompaña en un viaje de investigación quedan varados en un planeta hostil. Entonces, con la ayuda de su compañera, Alisha Hawthorne (voz de Uzo Aduba), deberá hacer múltiples viajes para lograr que una tecnología de hipervelocidad sea efectiva y les permita a todos salir de ahí. Claro que esa aventura estará repleta de obstáculos y consecuencias temporales que lo pondrán a Buzz en una especie de senda paralela a la de su gente. Su percepción del tiempo será diferente a la de los demás y eso lo colocará en un no-lugar, tanto espacial como temporal, que terminará incidiendo en su auto-percepción, afectada además por los constantes fallos, que van contra una personalidad que no suele admitir el error como parte del plan. La película resume buena parte de estos conflictos exteriores e interiores que afectan al protagonista -que incluye el extremo que es el conocimiento y la asimilación de la muerte, más el proceso de duelo- con una secuencia de montaje tan estupenda como desoladora. Es un tramo que acerca a Lightyear a esa obra maestra que es Up, y que nos recuerda que el paso del tiempo es un tema muy habitual en Pixar, el cual sus integrantes están revisitando cada tanto. Acá, el estudio hace esa operación discursiva releyendo -al igual que ya hizo antes con otros géneros y subgéneros- la aventura espacial, para allí transformar lo abismal del espacio exterior y las implicancias de los avances tecnológicos en sinónimos de soledad, que se acrecientan en un héroe marcado por la acumulación de fracasos en pos de una posibilidad difusa de éxito. Por todo eso, es que, a pesar del dinamismo en el que se inscribe su aventura primero individual y luego grupal, el de Lightyear es finalmente un relato marcado por la amargura que puede incluir el aprendizaje sobre lo que se pierde y gana con cada decisión que se toma. En eso es clave el surgimiento de su antagonista inesperado, que interpela a Buzz sobre las implicancias de sus decisiones y cómo no afecta solo a él, sino también a quienes lo rodean. Se puede argumentar que el film no tiene el esplendor visual o la solidez narrativa de otras creaciones de Pixar. Pero, al mismo tiempo, es innegable la capacidad que despliega la película para construir personajes atractivos -el gato SOX (voz de Peter Sohn) se lleva todas las palmas- y hasta ideas visuales que son casi declaraciones de principios. El cuento que nos presenta Lightyear no es sumamente original, pero aún así se siente nuevo y estimulante. No sorprende entonces que queramos ir, nuevamente, al infinito y más allá.
DEMASIADA FRIALDAD En su debut en la ficción, Lucía Vassallo (que venía de dirigir los documentales La cárcel del fin del mundo y Línea 137) hace una apuesta ciertamente arriesgada: un relato que se propone incomodar desde un tratamiento sobre lo corporal emparentado con lo obsesivo y lo patológico, de la mano de lo sexual y lo identitario. Sin embargo, Cadáver exquisito termina siendo un film donde los formalismos en la puesta en escena se imponen sobre la coherencia narrativa, convirtiéndola en una experiencia tan distante como confusa. El film se centra en Clara (Sofía Gala Castiglione), una joven maquilladora que un día encuentra a su novia, Clara (Nieves Villalba), en la bañera de su casa, flotando casi sin signos vitales. Mientras Clara está hospitalizada en estado de coma, Blanca trata de seguir adelante amparándose en los recuerdos de su vínculo de pareja, aunque eso también es puesto en crisis cuando empieza a descubrir aspectos de la vida de Blanca que desconocía. Todos esos eventos sumados la llevarán a una alteración en su personalidad, emprendiendo un camino para transformarse física y psíquicamente en una especie de réplica de Clara, buscando poseer esa identidad inerte y darle nueva vida, aunque eso la lleve al límite de su propia existencia. Si ya el argumento tiene una complejidad importante y requiere de un espectador que se compenetre con una protagonista marcada por su carácter obsesivo, Vasallo suma elementos disruptivos: no solo el albinismo de Clara, que le permite utilizar el blanco de su cuerpo como contraste frente a las ambigüedades de su pasado; sino también una trama con toda clase de idas y vueltas temporales y espaciales; referencias a cuestiones genéticas y químicas; y el uso de la danza butō como enlace para expresar implicancias corporales y psicológicas de ciertos momentos decisivos de la película. Sin embargo, Cadáver exquisito se va enredando sobre sí misma, porque parece más preocupada por mostrar solemnidad y extrañamiento en los eventos que narra que por acercar al espectador al juego retorcido, pero potencialmente interesante que propone. El resultado, entonces, termina siendo un improductivo distanciamiento frente a lo perturbador del conflicto que atraviesa a Clara en su relación con Blanca -presente y a la vez ausente en su vida y su identidad- y con ella misma. A medida que van pasando los minutos, todo se va a haciendo cada vez más confuso y finalmente irrelevante, con unos minutos finales plagados de arbitrariedad. Eso se traslada a las actuaciones, tan impostadas que quedan a contramano de lo que pide el relato. En Cadáver exquisito hay algunas ideas atractivas y originales que nunca llegan a fluir de la manera apropiada, lo que la conduce a una frialdad intrascendente.
UN MUNDO PEQUEÑO Debo admitir que disfruté medianamente de Jurassic World Dominio, pero que al mismo tiempo me cuesta encontrar una justificación medianamente razonable para ese disfrute. Se podrá apelar a la necesidad de pasarla bien sin pensar demasiado, a la típica frase “es una película pochoclera”, pero creo que, finalmente, todo tuvo que ver con las expectativas: esperaba muy poco de una saga que ya consideraba agotada, luego de una primera parte que, a pesar de sus méritos narrativos y de puesta en escena, lo que hacía era actualizar mínimamente el argumento original, sin llegar a innovar demasiado; y de una segunda entrega, El reino caído, que tenía un arranque prometedor, para luego enredarse en demasía y caer en una trama de encierro tan enredada como irrelevante. Por eso, quizás, los pocos hallazgos de este cierre terminaron pesando más que un argumento que, en cuanto se lo piensa un poco, se cae a pedazos. Lo cierto es que Jurassic World Dominio tenía algunos elementos que podían jugar a su favor: desde el planteo (que retomaba el final de El reino caído) de un mundo donde los dinosaurios comenzaban a interactuar con todas las especies, incluida la humana, a escala planetaria; hasta los retornos de Sam Neill, Laura Dern y Jeff Goldblum, protagonistas de la trilogía de Jurassic Park, con todo lo que implicaban sus respectivos legados. Estaban dadas las condiciones entonces para una salida del esquema de repetición y encierro -por más que sea en espacios inmensos como los parques de diversiones- al que parecía sometida la franquicia, además de una posible línea narrativa que potenciara la oscuridad que siempre la sobrevoló. Y algo de eso asoma en la película, principalmente en su primera mitad, que va de un lado al otro del mundo con bastante vértigo. Esa alternancia espacial le permite disimular un poco las incoherencias e indecisiones de un relato que saca de la galera una amenaza para la provisión alimentaria a escala global, producto de un experimento tan ambicioso como fallido de una corporación que quiere sacarle todo el jugo posible a las posibilidades que plantea la combinación de ADN de los dinosaurios con el de los humanos. Esa especie de thriller corporativo con condimentos de acción termina conduciendo, en la segunda mitad del film, a otro lugar donde los dinosaurios están supuestamente contenidos y bajo control hasta que no, hasta que los desmedidos deseos de un empresario malvado (un Campbell Scott totalmente desdibujado) hacen que todo estalle por los aires. Ahí es donde queda claro que Colin Trevorrow, director y coguionista (que ya había cumplido un rol similar en Jurassic World), no tiene la capacidad o el atrevimiento suficiente para contar algo realmente nuevo. Por eso Jurassic World Dominio queda condenada a reincidir en los ya clásicos discursos moralistas sobre los peligros de la ciencia cuando choca con la naturaleza; desperdicia la iconicidad que podían transmitir Neill, Dern y Goldblum, que cumplen papeles poco relevantes; y a lo sumo se conforma con delinear una aventura de conformación familiar relativamente aceptable. Hay sí un puñado de secuencias de acción y algunas ideas narrativas que nos indican la película que podía ser Jurassic World Dominio y que finalmente se resigna a no ser. Ahí tenemos, por caso, una instalación clandestina donde una variopinta galería de criminales trafica dinosaurios con diversos orígenes y destinos; y una vibrante doble persecución urbana en Malta con dinosaurios, motos y camiones destruyendo media ciudad. Son elementos disparatados y divertidos, que insinuaban una historia más ambiciosa y potente, pero que nunca llegan a ser más que chispazos creativos en una película que se conforma con poco y que incluso se autoboicotea en sus propósitos de ser una clausura recordable y cautivadora. En Jurassic World Dominio rara vez aparece la sensación de peligro y miedo, porque se imponen fórmulas que son mínimamente efectivas, pero nunca disruptivas.
PERSONALIDADES Y META-PERSONALIDADES La carrera de Nicolas Cage ha sido un subibaja constante, y no solo por la cantidad de películas en las que participó (desde el 2010 en adelante viene promediando unas cuatro producciones por año), sino también por la diversidad que muestra su filmografía: desde películas de acción baratas y mediocres (Tokarev, Arsenal), hasta dramas independientes con ambiciones de prestigio (Joe, Pig), pasando por tanques animados (Spiderman: un nuevo universo, Los Croods) y hasta films de terror con ánimos de salir de lugares comunes (Mandy, El color que cayó del cielo), y seguro que algo se nos olvida en este repaso rápido. Pero su caso parece ser diferente al de Bruce Willis, que se refugió en el mercado doméstico de las películas de acción, y no solo por la variedad de narraciones y estéticas: también porque Cage casi siempre parece estar poniendo un nivel de energía inusitado en cada película, dejando en claro que hay algo de su personalidad que siempre impregna la pantalla, para bien y para mal. El peso del talento busca hacerse cargo de ese “para bien y para mal”, construyendo un argumento donde no solo Cage hace de sí mismo, sino que incluso permite una examinación de su carácter de estrella y cómo eso va de la mano de su forma de ser, hasta que no se distingue una parte de la otra. Por eso estamos ante una película que es muchas películas a la vez, a partir de un argumento que tiene una cuota considerable de enredos: Cage está en la lona -a nivel artístico, pero también financiero y personal- y por eso debe aceptar a regañadientes un jugoso cheque para viajar a España y asistir a la fiesta de cumpleaños de un millonario llamado Javi Gutierrez (Pedro Pascal), que resulta ser un capo de la droga que acaba de secuestrar a la hija de un importante político. Esto llevará a que Cage termine involucrado en una operación de la CIA para rescatar a la joven, mientras debe lidiar con su crisis existencial y reexaminar su ego. Si El peso del talento es, en el fondo, un relato sobre un hombre haciéndose cargo de que no puede estar todo el tiempo mirándose el ombligo, el film de Tom Gormican acumula una multitud de elementos que pretenden decir muchas cosas más. De hecho, se la puede enlazar con otras películas como Una guerra de película o JCVD, que también indagaban en los egos actorales y en la industria cinematográfica como una maquinaria que se devora personas, instituciones y hechos. En el film conviven un relato de amistad entre dos tipos tan megalómanos como inseguros (Cage y Javi); un examen sobre las demandas de la paternidad; un análisis sobre la relación entre público y estrella, y la influencia del universo cinematográfico en la vida de las personas; y una comedia de acción y espionaje, entre varias cosas más. Para sustentar ese ensamblaje, hay un despliegue de ideas bastante potentes -por ejemplo, el alter ego desbordado que es Nick Cage-, pero que solo de a ratos hacen sistema y se apoderan de la puesta en escena. Hay, es cierto, una saludable apuesta a la incomodidad, incluso yendo a contramano de las expectativas, con personajes bordeando o cayendo en el ridículo, y quizás el más beneficiado en ese esquema sea el personaje de Javi: es un tipo que siempre concibe al cine como un mundo de fantasía al cual escapar de la angustia de la realidad en la cual vive, pero también como una vía en la cual hallar una oportunidad de redención. En eso es clave también la interpretación de Pascal, que demuestra unos inesperados dotes para la comedia y por momentos hasta se roba la película. Sin embargo, El peso del talento no llega del todo a trasladar la mirada de Javi -y la de Cage, con su frágil egocentrismo-, desperdicia algunos personajes en el camino (como los de Tiffany Haddish y Ike Barinholtz) y se ve obligada a resolver los conflictos mediante giros narrativos un tanto forzados. Al igual que Hechizada, otra meta-película que tenía un planteo interesante no del todo llevado a fondo, El peso del talento es atractiva en el antes y después de su visionado, pero no tanto en el durante. Es un experimento con ciertas dosis de disfrute, pero que no llega a explotar todo su potencial, quizás porque no encuentra -o no se permite- apretar el acelerador a fondo.
LOS PROBLEMAS DE LA ECONOMÍA DE RECURSOS A pesar de haber sido un éxito de público y crítica en el momento de su publicación, podríamos ubicar a Ojos de fuego como parte de una segunda línea en la obra de Stephen King, muy sólida pero alejada de la maestría. Era un relato que combinaba con acierto elementos de Carrie y El resplandor -la maldición de ciertos dones, el rechazo social, la tragedia familiar-, incorporando temáticas derivadas de la paranoia y desconfianza hacia lo gubernamental típicas de los años sesenta y setenta estadounidenses. La adaptación de 1984 tenía una buena dosis de ambición, pero también de experimento fallido -era quizás una película que había llegado demasiado tarde-, aunque tenía a George C. Scott componiendo a un villano más que interesante a partir de la forma en que interactuaba con la protagonista interpretada por una pequeña y ya muy talentosa Drew Barrymore. Lo de Llamas de venganza, más que una remake, es una especie de intento de corrección, tanto al primer film como al libro, que está lejos de conseguir sus objetivos. En buena medida, la corrección que intenta la película de Keith Thomas (de la mano del guión escrito por Scott Teems) va por el lado de la estructura narrativa. El relato se centra en Andy (Zac Efron) y Vicky (Sydney Lemmon), un matrimonio con poderes mentales cuya hija, Charlie (Ryan Kiera Armstrong), ha desarrollado la capacidad para crear fuego, y que huyen de una oscura agencia federal que quiere capturarla para experimentar con ella y convertirla en una especie de arma de destrucción masiva. Cuando Charlie cumple once años, ese poder, que se activa a partir de emociones violentas, se vuelve cada vez más difícil de controlar y, luego de un incidente que revela la ubicación de la familia, un misterioso agente llamado Rainbird (Michael Greyeyes) es enviado para capturarlos, lo que desencadenará una nueva huida y un eventual enfrentamiento final. Si Ojos de fuego (libro y film original) recurrían a idas y vueltas temporales, además de darle un lugar preponderante a los experimentos llevados a cabo por la agencia y las acciones de Rainbird, Llamas de venganza elige una mayor economía de recursos. Esa economía de recursos implica veinte minutos menos de duración -algo raro en estos tiempos de películas con metrajes cada vez más largos- y una mayor linealidad, con buena parte de los acontecimientos resumiéndose en la secuencia de créditos, la ausencia de flashbacks y una mayor concentración en el drama familiar, o más bien, paterno-filial. A eso se le suma un tímido anclaje estético ligado al terror de los setenta y ochenta, particularmente a partir de la banda sonora, coescrita por el gran John Carpenter y realmente muy buena. Pero lo cierto es que ese intento por ser más directo en el planteo de los conflictos lleva a que ningún personaje esté bien desarrollado y que todo suceda demasiado rápido, sin dar tiempo para generar empatía con lo que se ve en pantalla. Se puede intuir, por ejemplo, que seguramente Rainbird y la agencia para la que trabaja tienen un largo historial de conflictividad; que Andy y Vicky han atravesado múltiples obstáculos a partir del desarrollo de sus poderes; y que Charlie es una joven atravesada por múltiples tragedias íntimas y afectivas. Pero todo eso no llega a surgir con la potencia deseada en la narración y la puesta en escena, mientras que los componentes dramáticos requieren de una enunciación constante, que hace a todo demasiado previsible. Paradójicamente, en contraposición a un cine norteamericano que suele pecar de gigantismo, Llamas de venganza es un film al que le falta ambición e ideas claras, que quiere contar su premisa a las apuradas y terminar rápido. Por eso, más que un thriller, un relato de horror o un relato dramático, es un trámite burocrático tan efímero como inofensivo.
FORMA Y FONDO Debo admitir que soy de los que reniegan bastante de la trilogía de El Hombre Araña dirigida por Sam Raimi. No solo de la tercera parte (a la que prácticamente nadie defiende), sino también de las dos primeras. Sí, incluso de El Hombre Araña 2, a la que casi todos aman. Es que, si en el cine de Raimi siempre hay una tensión entre forma y fondo, entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, un sendero muy fino que el realizador suele transitar con arrojo y riesgo, casi siempre al borde del desbarranco, en las películas sobre el hombre arácnido no llegaba a haber una fluidez total. Eso restaba potencia y solidez a los conflictos personales -o los hacía caer en subrayados- en las dos primeras películas, mientras que en la tercera había una acumulación de recursos que el relato no conseguía ordenar. De ahí que la perspectiva de Doctor Strange en el Multiverso de la locura, que insinuaba una apuesta al terror, pero también la necesidad de plegarse a la nueva vía argumental del Universo Cinemático de Marvel -que hasta ahora ha progresado de forma muy despareja- me generara bastante incertidumbre. Hay que decir que Raimi pasa el examen de su vuelta al mundo de los superhéroes con cierta holgura, precisamente porque encuentra unas cuantas instancias donde la forma y el fondo confluyen adecuadamente. Lo cual no significa que Doctor Strange en el Multiverso de la locura no sea un espectáculo desparejo, en el que hay una multitud de elementos puestos en juego. La estructura es casi la de una especie de road-movie, en primera instancia, interdimensional: Strange (Benedict Cumberbatch) deberá ayudar a America Chávez (Xochitl Gomez), una joven con el poder -que no puede dominar- de pasar un universo a otro y que es perseguida por una entidad maligna que es mucho más cercana de lo que podría presumir inicialmente. Pero el viaje que emprende Strange también será ético, moral y afectivo, porque esos saltos de un mundo a otro lo pondrán frente a elecciones de todo tipo, que pondrán a prueba su carácter y su mirada sobre el poder. Donde la película de Raimi -y en particular el guión de Michael Waldron- acierta es que hay un antagonismo claro y, especialmente, único, que encarrila la narración hacia una confrontación bien definida. A la vez, Strange encuentra en Wanda Maximoff/Bruja Escarlata (Elizabeth Olsen) un espejo que lo interpela no solo desde los poderes mágicos que ambos ostentan, sino también desde los deseos íntimos que en cierto modo los ligan. Si Wanda quiere poder ejercer sus capacidades sin culpa y se aferra a la idea del reencuentro con sus hijos (que ya venía arrastrando desde la serie WandaVision), Strange también arrastra ese amor no concretado por la Doctora Christine Palmer (Rachel McAdams), con lo que no puede evitar verse reflejado en esa conflictividad, en el deseo por algo que luce imposible a primera vista, pero que se revela como realizable, aunque a un costo altísimo para los equilibrios espacio-temporales. Raimi aprovecha mucho ese juego de espejos -de hecho, es un tema que está muy presente en su filmografía- y lo lleva a fondo en la puesta en escena, no solo desde lo objetual, sino también desde la mirada, apropiándose de la materialidad de la historia e incluso permitiéndose ingresar en el territorio de lo macabro e inquietante con resultados auspiciosos. Claro que esa apropiación toma un tiempo considerable y en unos cuantos pasajes queda subordinada a todos los elementos marvelianos que trae la película. En Doctor Strange y el Multiverso de la locura pasan un montón de cosas, desfilan una multitud de personajes emblemáticos -muchos de ellos para que la fanaticada aplauda al instante, como acto reflejo y sin preguntarse realmente qué están aplaudiendo- y se introducen quizás demasiados conceptos, hasta convertir a las dos horas de metraje en una experiencia algo confusa, e incluso extenuante. Allí es donde Raimi parece quedar excesivamente subordinado a las necesidades de una franquicia gigantesca y un poco condenado a volcar una gran cantidad de información sin un criterio consistente, perdiendo incluso el eje de los conflictos principales. Por suerte, hacia el final, Raimi vuelve a encontrar el equilibrio entre forma y fondo, termina de convertir a Strange y Wanda en personajes tan trágicos como coherentes en sus decisiones, y hasta se permite dejar algunas huellas productivas de su autoría en el relato. Doctor Strange y el Multiverso de la locura no llega a ser un film distintivo en el Universo Cinemático de Marvel, pero sí muestra una solidez innegable y le otorga nuevas dimensiones a su protagonista. Y no solo dimensiones espaciales y temporales, sino también sentimentales, lo cual no deja de ser un logro considerable.