<<El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces>>, dice el personaje de Anthony Hopkins en la película “Tierra de Sombras” (1993), guionada por William Nicholson, también responsable de la escritura de “Los Miserables” (1998) y “Gladiador” (2000). Aquí, adapta una obra de teatro propia, con trasfondo autobiográfico, retornando a la dirección tras veintitrés años, y habiéndose mantenido inactivo en el rubro desde “Firelight” (1997). “Las Cosas que No te Conté” reconsidera los valores y afectos que sustentan nuestra infancia, mientras un pequeño se convierte en los ojos de una historia que nos muestra a un matrimonio arrastrado por la rutina y las mecánicas de una relación que ha devenido en toxicidad. Abreva en el impacto emocional que la separación paternal tiene en el seno de la familia, desde la mirada del joven, y en las cargas que dicha pareja como arquetipo, deposita en su hijo. Nicholson nos adentra en un auténtico laberinto emocional; tantos caminos existen para buscar aquello que llamamos felicidad como múltiples posibilidades de acceso a ella. Este drama acerca de la separación reposa en el talento de sus dos intérpretes principales (Annette Bening y Billy Nighy), combinando sarcasmo y existencial ánimo de reflexión en atinados diálogos. Se han minado las bases de la convivencia, la pareja ha dejado de valorarse. La regla de tres no cumple con la cuadratura, la infelicidad es un número impar. Tristemente, el niño se convierte en un comodín de cambio, pero la propuesta no cede al golpe bajo que sume a este tipo de propuestas en la previsible banalidad. Un final nostálgico no puede abrumarnos más, mientras la enésima cita poética de Y.B. Yeats cumple su designio.
¿Qué va a pasar con nuestras vidas y qué está realmente bajo nuestro dominio? ¿Qué esperamos del futuro? Tan abarcativa y tan existencial, tan inasible y tan concreta, a la vez, la inquietud impacta en nosotros con la precisión de un teledirigido. Nuevo hallazgo fílmico de la ascendente productora A24, mixtura de ficción y cine documental, “C’mon, C’mon, Siempre Adelante” fluye bajo la lente de Mike Mills como una singularísima propuesta. El director de “Beginners” (2010) y “20th Century Woman” (2016) construye una relación símil paterno filial entre protagonistas, encarnado en la dupla actoral que conforman Joaquin Phoenix y Woody Norman. Una película reflexiva, poética, cuya identidad visual se recrea entre voces en off y una recurrencia hacia el fuera de campo. ¿Justifica el blanco y negro por sí solo su injerencia? Nos llama poderosamente la atención en el presente film dicha elección estética; una propuesta que, a lo largo de la última década, se ha vuelto frecuente en retrato de cine de autor como “El Artista” (2010), “Mank” (2020), «Roma” (2018) y “Belfast” (2021). El atractivo excede la gama cromática, entre distintas tonalidades de grises que con también prismas a través de los cuales cotejar posibilidades de ver la vida. Recurre a una narrativa paralela, cuyo nivel metafórico, a modo de viaje introspectivo, se permite intercalar textos clásicos de la literatura, abrevando en la sensibilidad y la sabiduría de “El Mago de Oz” (L. Frank Baum), “La Familia Bipolar” (Ernesto Lammoglia), “Madres” (Jacqueline Rose) y “El Niño Estrella” (Claire Nivola). Los seres humanos somos un universo fragmentado e insondable y las heridas por curar nos recuerdan que toda cicatriz es también una elección para mañana y una huella del camino transitado.
“Cyrano de Bergerac” es un drama heroico, en cinco actos y escrito en verso, por el poeta y dramaturgo francés Edmond Rostand. Su estreno data del año 1897, trayéndonos la historia de este soldado y poeta, en extremo pintoresco y sentimental, cuyo mayor defecto es poseer una prominente nariz, aspecto que lo ridiculiza ante la mirada siempre implacable de la sociedad. Dicha puesta ha sido llevada a la gran pantalla en numerosas ocasiones, de las cuales se recuerda el ejercicio mudo de 1900 protagonizada por Benoît-Constant Coquelin (el mismo actor que estrenara el papel sobre las tablas), la versión oscarizada en la piel de José Ferrer (en 1950), una olvidable recreación de Fed Schepisi (en 1987) y la más reciente pieza de culto protagonizada por Gérard Depardieu en 1990. Detrás de cámaras se encuentra Joe Wright, un especialista en films de época, tal como lo prueban sus films “Orgullo y prejuicio” (2005), “Expiación” (2007) y “Anna Karenina” (2012). Quien cambiara ostensiblemente su registro con “Darkest Hour” (2017), regresa aquí a uno de sus primeras fascinaciones artísticas: el teatro. Hijo de los fundadores del teatro de marionetas “Little Angel Theatre”, Wright demostró especial interés en su adolescencia tanto por las tablas como por la pintura, sendos factores aquí presentes, en una aproximación biográfica-musical protagonizada por Peter Dinklage, Halley Bennett y Kelvin Harrison Jr. Conjugando la adaptación histórica con la vertiente coreográfica, el realizador pretende probarnos lo satisfactoriamente que ha envejecido la historia y que relevante puede resultar en el presente. Estéticamente, una de las principales influencias del film se encuentra conformada por las pinturas románticas de Jean Antoine Wattau. La evidente luminosidad pareciera rescatar ciertos trazos congelados del maestro del barroco tardío francés, también vinculado al primer rococó: galante, encantador, idílico y bucólico. Es aquel aire de teatralidad el que inspirara a la comedia italiana y al ballet, inmejorables vehículos estéticos para la presente puesta. Resulta llamativo el abordaje que hace el autor del género musical, quizás en su acepción menos pura. Las escenas de canto rodadas con toma en vivo captan la emoción y las imperfecciones en la voz, persiguiendo determinado tono dramático que se ajusta a las intenciones de un Wright absolutamente despojado de un enfoque tradicional. El británico traslada a la gran pantalla su propia visión desde la puesta teatral que el mismo dirigiera, y en sus capas más profundas, la pertenencia de Cyrano nos lleva a reflexionar acerca de la importancia de hablar sobre la verdad que define nuestra condición individual y en la búsqueda de mostrarse de un modo auténtico ante un semejante, cuando puede dominarnos el miedo al rechazo de aquella sociedad que mide su aceptación bajo determinados parámetros. Un héroe literario avergonzado por su apariencia, atravesado por las contingencias de un amor esquivo (un objeto de deseo enfrenta a dos hombres) prefigura cierto arquetipo a través del cual percibimos la extrañeza y comprendemos la voluntad de aquel que confronta sus propias debilidades.
Dirigida por Ryûsuke Hamaguchi, realizador japonés recientemente galardonado en los Premios Oscar por “Drive My Car”, confluye aquí tres historias diferentes, protagonizadas, en mayor grado, por personajes femeninos. La mirada de mujer omnipresente abundará en vínculos afectivos que, en su independencia individual, poseen un hilo conductor insoslayable. Cineasta de profusa trayectoria, Hamaguchi se volvió conocido en occidente gracias a “Happy Hour”, apostando aquí por reflejar instantes de una vida escenificados con espíritu poético y una intervención minimalista. “La Rueda de la Fantasía y la Fortuna” es una historia sencilla de magia intrínseca, que descansa en la potencia de la sensación. Transitan la pantalla personajes que guardan aspectos de su pasado por clausurar; los pesos se acarrean hasta quebrarnos, las heridas no acaban por cicatrizar. Hay en el presente episódico film un dejo del cine de Eric Rohmer. Podemos constatar cierta búsqueda formal concreta en una estética y fotografía naturalistas, que persiguen un matiz orgánico. La cámara intimista maneja el ritmo narrativo adecuado, camino a la profundidad reflexiva. La vida es una metáfora del propio artificio orquestado. La profundidad de este film oriental, lejos del clasicismo nipón, dialoga en el ir y venir cronológico. Los monstruos sagrados Rossellini, Kiarostammi y Linklater conviven entre planos suspendidos que anulan toda superflua acción. Solo importan los gestos y la autenticidad de un sonido que nos referencia tiempo y espacio, mientras las conversaciones entre personajes van incrementando la noción de aspectos particulares. Se lleva a cabo un problemático recorrido a través de la naturaleza de ciertas dinámicas sociales. Destaca, con sensibilidad, el abordaje al deseo de una mujer contemporánea sin anhelos de maternidad. La obra apuesta, con desigual acerito, a una intensidad filosófica que da cuerpo a la conquista cinematográfica con un tono casi mimético.
Nueva película de Marvel a través de la plataforma Sony, y retorno a la gran pantalla del cine super heroico de franquicia que jamás agota…¿su encanto? Universo paralelo que se expande, equiparándose con el estilo de propuestas que abunda en la cartelera, en la variación no está el gusto. Desde el archivo empolvado de “Amazing Spiderman” (“Morbius” nació en 1971) surge el enésimo abordaje al cine que comulga con las referencias del cómic creado por Roy Thomas y dibujado por Gil Kane. Se sitúa en la línea de “Blade” o “Ghost Rider”, recurriendo a la siempre grandilocuente puesta de Daniel Espinosa, el director de “Life” (2017). El vampirismo reinterpretado bajo mediocres pretensiones escasea en calidad y cantidad de ideas que no equiparan la espectacularidad digital. Con un dejo de “La Sombra” (1994), de Russel Mulcahy y otro tanto de un estilo que referencia a “La Liga de los Hombres Extraordinarios” (2003), canto de cisne de Sean Connery, nos trae este film la abundancia de habilidades sobrehumanas y búsqueda de sangre para sobrevivir. La trama familiar que ha sido contada infinidad de veces, en libros, films y series, desde “Drácula” a “Twilight”, encuentra la fórmula para renacer. A cien años del estreno de “Nosferatu” (F.W. Murnau), la afrenta parece una herejía. El menú nos ofrece un villano y un antagonista. No hay héroes puros aquí, solo conflictos de moral desdibujada. La dinámica de rivalidad entre ideologías está en marcha, como público sentimos compasión. El dúo actoral no está nada mal; Matt Smith intenta aportar carácter y lo logra, mientras que el carisma de Jared Leto lo convierte en un fiable protagonista que puede cargar el peso entero de un film, como lo demostrara en The Outsider” (2018). ¿Qué puede diferenciar a “Morbius” del resto de sus sucedáneas? La ausencia de una personalidad auténtica. Huellas de una tibia propuesta saturarán el metraje de escenas prescindibles y flashbacks francamente innecesarios.
Historia de extraordinario ascenso, esplendor y caída para la conflictiva telepredicadora que otorga título al film. Figura que gozara de gran popularidad, merced a su mensaje de amor y tolerancia…¿enmascarado? No obstante, una serie de rivalidades, intrigas y fraudes financieros acabaran por mellar su imagen. Un personaje polémico, fallecido en 2007, aquí objeto de revisión bajo una mirada cómica y ágil. Kilos de maquillaje borran todo rastro de la naturaleza original de Jessica Chastain, reciente ganadora del Premio Oscar por el presente papel. Una historia que no está a la altura de semejante interpretación, en detrimento al lado oscuro tibiamente sugerido. El film persigue la simpatía y recurre a la sátira; vemos un personaje extravagante, exuberante y colorido. Este drama biográfico, dirigido por Michael Showalter, ostenta artificialidad derramándose por los poros. Vestuario, peinado, impostación de voz y expresiones faciales resultan indicativos acerca de la aproximación de una actriz hacia un personaje real. Una actuación imán de esas que la Academia adora premiar. Peca la película al no ambicionar la exploración concienzuda acerca de la industria que sostiene una orquestada estafa. El resultado es una versión light cómoda en su hipocresía, bajo la seguridad acomodaticia que resguarda toda empatía.
Un procedimiento documental que rastrea los orígenes biográficos y la esencia literaria de Rodolfo Walsh. Un ensayo sobre la memoria y la verdad, mixtura de matices que la ficción recrea explorando un profuso material de archivo. El realizador Fermín Rivera proyecta situaciones trascendentales vividas por el escritor argentino, con la motivación de plasmar un trabajo de recopilación e investigación que le demandara casi un lustro de trabajo. A cuarenta y cinco años de la desaparición de Walsh, el documental intenta responder a una inquietud principal: cómo se va construyendo el escritor que todos conocimos. La imagen nos devuelve a un personaje fragmentado; no es el militante comprometido con sus ideas ni el intelectual formado pionero del Nuevo Periodismo. Estéticamente, la elaboración del lenguaje cinematográfico abreva en las diversas texturas que superpone, entre registros de super 8 en blanco y negro e imágenes a color. Rivera viaja directo hacia el encuentro de Walsh con el núcleo literario que refleja su pasional compromiso de vocación. Vislumbramos allí el espíritu de síntesis de un documental necesario, presto a pulsar fibras sensibles, mientras dialogan vida y obra de Rodolfo, indivisible una de otra.
La fértil dupla argentina conformada por Gastón Duprat y Mariano Cohen debuta en territorio español. Las mega estrellas internacionales Penélope Cruz y Antonio Banderas se suman al actor argentino radicado en España Oscar Martínez. Presentada fuera de concurso en el último Festival de Venecia, el género de comedia y el siempre atractivo ejemplar de cine dentro de cine se mixturan con absoluta delicia bajo el inagotable encanto de los creadores de “El Hombre de al Lado” (2011). En “Competencia Oficial”, el sarcasmo como seña autoral marca la pauta de un film que nos habla acerca de la esencia de actuar. Desde sus primeros minutos, Cohn y Duprat ponen en marcha el más grande McGuffin que el cine reciente recuerde. El desproporcionado pretexto argumental utilizado (también un deseo que satisface sueños vacuos de posteridad para toda impostación de buen nombre y fortuna) contribuye a zambullirnos de lleno en la caótica aventura de un rodaje. Antes del set de filmación, ensayo general para la hermosa farsa. Ejerce la película una mirada poliédrica sobre tres personajes que, si bien comparten el amor por el arte cinematográfico, son extremadamente distintos entre sí. Lucha de egos en abundancia, vorágine de manías para la mirada cruel que no escatima diversión a la hora de aprovechar el potencial de este explosivo cóctel de talento. “Competencia Oficial” es, a la vez, una dinámica sobre la ficción y una lección acerca del quehacer cinematográfico; toda actriz y todo actor, toda realizadora y realizador se sentirá identificado con los mecanismos aquí exhibidos. Desde la butaca de espectadores, empatizamos con los personajes, aún en sus divismos y miserias. El actor al que interpreta Oscar Martínez nos instruye acerca de amar a un personaje que interpretamos. Creernos la ficción para convencer luego a la audiencia de su propósito. Una lógica interna que requiere el total compromiso. Abunda la dupla de autores en artefactos para la ficción, neurosis para el pan de cada día. Abundan guiños al ambiente, colisionan acentos, referencias culturales, modos coloquiales. El film se hace de imágenes poderosas: una maquina trituradora se lleva toda la ferretería de premios. Demasiado narcisismo, las estrellas disputan su status. Banderas hace de Banderas y se burla de las malas películas que vive haciendo para Hollywood hace décadas; pero si lo invitan a la alfombra roja, con gusto iría. Por su parte, Martínez saca a relucir su estirpe de actor de culto y corte intelectual, jamás cediendo al público cautivo, siempre buscando una audiencia selecta. Aborrece el entretenimiento banal, jamás sucumbirá al conformismo industrial, aunque su comportamiento deslice matices superfluos. Dispuesto el gran show, las apariencias están a la orden del día y las redes son un gran panóptico que incentiva al autoestima de cada estrella, pecados de snobismo que ceden a la tentación. Golpes de suerte o desgracia aguardan en el lugar menos pensado, mientras cuestiones personales intervendrán en cada tramo de los ensayos, aunque hay ciertas emociones difíciles de ocultar. Nada intencional, nada personal… La competencia está en marcha y es descarnada. ¿Mutua admiración o recelo? Hay cierto vampirismo en un desenlace planeado con precisión de radiografía, y la opción elegida muestra notable habilidad para burlarse del mundillo artístico al que pertenece. No se deja sin explorar ninguna arista que involucre la realización de films y la intención en sí que una obra de arte posee. La interpretación de un sentido y los posibles pareceres estéticos; la fauna periodística que acecha tras los flashes en cada premiére de festivales; la liviana apariencia que adorna cada rincón de las fiestas del ambiente. Asimismo, atañe su capacidad de observación a temáticas de actualidad, proveyendo una mirada hacia los ismos contemporáneos y el espíritu inclusivo, siempre y cuando las ideologías no profundicen grietas existentes; el arte habla por sí solo y sin necesidad de explicitar su compromiso, simplemente ‘es’. Los directores de “El Artista” (2008) y “El Ciudadano Ilustre” (2016) llevan a cabo un quirúrgico tratamiento acerca del proceso que involucra el detrás de escena de un film. El método caótico se ríe de la propia condición, el oficio que trasciende los límites de la ficción. Lola, el personaje interpretado por la maravillosa Penélope Cruz afirma que la paternidad le quita al artista toda cuota de riesgo. Disfruta libremente del sexo, exige a su dupla de actores llevándolos al límite de su resistencia, seduce sin reparos, responde preguntas a la prensa con fórmula cassette y combate los monstruos de su propia creación. Sin complejo ni atisbo de corrección alguno. Instantes antes de que la cámara capture un primer plano de su bellísimo rostro, Penélope nos interroga en off y la pregunta sacude el intelecto de todo amante del cine: ¿cuándo termina una película?, ¿con sus créditos, años después de haberla visto? El arte de actuar ensaya mañas y artimañas del oficio, esencia del día a día de cada actor que cuenta con la cuota de tragedia necesaria para vivir bajo su piel. Dos pesos pesados miden su rivalidad en el espejo. Bohemios o eruditos; premiados por la industria o maestro de aspirantes a actores; liberales y sensibles, alocados y pícaros. Se preguntan cuanto estarían dispuesto a sacrificar por ese papel que resignifica una trayectoria entera. La cámara capta detalles imperceptibles, la mirada de la dupla creativa ostenta una enorme originalidad. Al fin, todo es mentira. El peso existencial se soporte bajo una roca gigantesca de utilería.
Sabemos qué esperar de Michael Bay: la acción vertiginosa, autos que vuelan por los aires, una narrativa lineal, un verosímil absurdo. Cortes, tomas cercanas, shake cam. Todo a raudales y sin capacidad de digerir demasiado qué se nos está contando. Son sus armas para crear un espectáculo grande y dramático. “Ambulancia” acertará en todos los tópicos: tendrá una gigantesca persecución como especialidad de la casa, un plan de huida que justifica el entretenimiento de modo adrenalínico y una intensidad mercada en cada encuadre. Es un viaje al pasado con aroma a blockbuster de la década del ’90. Pensemos en que Bay es el autor de films rendidores en su tiempo como “La Roca” (1996), “Armaggedon” (1998) y “Pearl Harbor” (2001). “Ambulancia” se aprovecha de la acción exagerada para disimular su endeble relato. Apagamos la inteligencia y nos dejamos llevar por la decisión que toma aquella vuelta de tuerca innecesaria. Lo lamentamos por el talentoso Jake Gyllenhaal, quien luego del encierro al que lo sometiera un poco inspirado Antoine Fuqua, en la soporífera “Culpable” (2021), arriesga su vida (y buen gusto artístico) en veloces carreteras. Hace tiempo que Bay hundió su carrera en un hoyo de mediocridad, gracias a films olvidables como “Underground 6”. Ni hablemos de la saga Transformers, vaya llamado de emergencia!…Su deseo de anodina repetición lo ubica en el lugar donde debe estar.
El ex baterista de “Nirvana”, Dave Grohl, fundó en 1994 el icónico grupo Foo Figthers, en Seattle, cuna del grunge. Tres décadas después, hablamos acerca de un referente del rock contemporáneo, alcanzando aquí el terreno cinematográfico. Humor negro, sarcasmo, terror y comedia confluyen en un relato que se emplaza en una mansión llena de espeluznantes recovecos. Casas malditas que han hecho del cine de terror un lugar común, como las que albergaron la leyenda urbana que cobija a la gestación de grandes discos, como “Led Zeppelin IV” (1971). La intención conceptual emula al más puro estilo ‘serie b’, sin maquillar, sin embargo, su débil construcción narrativa. Cabe aclarar, que el presente no se trata de un rockumental, sino que el género más popular difumina las barreras de la ficción, logrando aquí un híbrido que tiene algún que otro punto en común con aquella extrañeza gestada por Metallica en “Trough the Never” (2013). Un extravagante verosímil saca provecho de efectos visuales trillados, sí, pero…¿podrá el embrujo recuperar la inspiración perdida? Vida de rock and roll y excesos, el paradigma dista del que circundaba a los húmedos sótanos de la casa parisina en donde The Rolling Stones grabara “Exile on Main Street” (1971). “Terror en el Estudio 666” promete la décima placa editada por Foo Figthers, mientras una apuesta más lúdica y menos formal no se reserva múltiples referencias y guiños a bandas como “Pearl Jam” y “Coldplay”. Salvaguardando cierta dignidad, no es el terror involuntario el que rige los dominios de una película hecha para parodiar, aunque el registro sea más permeable a maquillar ciertas falencias de origen.