Sobre una idea de los mismos protagonistas de la película (Guadalupe Docampo y Nicolás Goldsmith), “Las Furias” nos cuenta la historia de Leónidas, joven indígena destinado a ser el líder de su comunidad, quien se enamora de Lourdes, la hija del terrateniente blanco del pueblo. Luego de ser separados cruelmente por sus familias, se reencuentran para emprender una sangrienta venganza y descubren que los une un profundo sentimiento y un secreto, que el espectador deberá descubrir. Este esquema argumental, con marcada reminiscencia shakesperiana, nos sitúa en un drama que exhibe las tensiones de poder que existen en la comunidad de un pequeño poblado. Filmada en locaciones mendocinas y dirigida por Tamae Garateguy, “Las Furias” opone valores e idiosincrasias de vida en ciudad versus vida rural. La directora del reciente documental “50 Chuseok” posa su mirada sobre los hombres poderosos que quieren apropiarse de tierras y también de personas. Sin miramientos, éstos villanos buscan imponerse sobre otras culturas, y dicho prototipo está encarnado en el avasallante y sombrío personaje que interpreta Daniel Aráoz, actor de primer nivel que potencia un elenco compuesto por otro nombre relevante como el de Juan Palomino. La directora prefigura cierto tipo de inquietudes narrativas que remiten a una estructura de amor clásica y también al género del western. La paleta de colores utilizada ofrece un interesante trabajo fotográfico, prefiriendo una puesta con sombras marcadas y personajes a contraluz, como todo buen aprendiz western. La presencia de la lluvia potencia climas que contrastan con las sombras duras y el sol intenso que visten a este tipo de relatos. La fuerza natural se concibe como un personaje más, que plasma la atmósfera de este drama que orbita alrededor de la traición de la sangre.
Los rasgos autobiográficos del cine de Steven Spielberg son innegables. Como cinéfilo, uno observa su grandiosa obra y no puede evitar maravillarse. El ganador de tres estatuillas de la Academia nos ha hecho emocionar en decenas de ocasiones; su cine posee la virtud de describir la condición humana con eximia emoción. “Tiburón” (1975), “E.T.” (1982), “La Lista de Schindler” (1993) y “Jurassic Park” (1994) son algunas de sus gemas maestras. El Rey Midas de Hollywood sabe cómo capturar nuestra atención desde la más tierna infancia. Alrededor de la hoguera nos sentamos, el rito se renueva inalterable. ¿Guarda un as bajo la manga, a sus setenta y seis años de edad? El abuelo Steven nos cuenta anécdotas que nos cautivan de inmediato, y a tales fines arriba a las salas locales “The Fabelman”. En tiempos de films autorreferenciales dirigidos por notorios pesos pesados de la industria (“Belfast” de Kenneth Branagh, “Bardo” de Alejandro G. Iñarritu), es hora de ponernos introspectivos. Basado libremente en experiencias de su adolescencia, nos preguntamos cuánto ‘fact’ y cuánto ‘fiction’ habrá detrás de la principal candidata en tiempos de entrega de galardones. “The Fabelman” viene al mundo con un Premio Oscar bajo el brazo. Luego del suceso obtenido por la insípida remake del musical “Amor sin Barreras” (2022), nos llega este drama familiar mixturado con un evidente coming of age anexado al universo del cine, a través del cual Spielberg realiza su película más personal a la fecha. Protagonizada por Michelle Williams, Paul Dano, Seth Rogen y Judd Hirsch, “The Fabelman” refleja el brillo de una ilustre filmografía. La presente es una oda al artificio que nos maravilla, una carta de amor al cine y al arte de hacer películas, proyectado desde los ojos de un muchacho que se fascina con la magia de las imágenes en movimiento. El apellido es F-A-B-E-L-M-A-N, pero el guiño idiomático de la pronunciación podría colocarnos delante la palabra mágica: ‘fable’ / ‘fábula’. Es lo que estamos a punto de ver; un pretexto, para contar algo más: recuerdos idealizados desde la mirada romántica que descubre el amor al cine del modo más genuino. En el seno de una familia judía de principios de los años ’50, crece un pequeño que intenta emular secuencias que ve en la gran pantalla. Antes de ingresar a la sala, por vez primera, su padre lo maravilla contándole acerca de ese invento que es sagrada ilusión a veinticuatro fotogramas por segundo. Luego, el amor a primera vista, que surge como tal sin proponérselo. El primer truco que despierta la fascinación es ese tren, omnipresente elemento en la historia del cine, yo quiero verlo y jugar. Acto seguido, aparece la anhelada cámara, regalo de cumpleaños. Pedimos tres deseos, ya agotamos el primero y vienen en continuado cintas en super 8 y la devoción por el género western. Y una película que será piedra angular: “The Man Who Shot Liberty Balance (1956); prestemos especial atención a este homenaje. Habrá más, a raudales. Esa revelación que nos marca a fuego… La historia que se nos cuenta es la de Sammy (o Sam, como él prefiere ser llamado), un joven que crece bajo estrictos mandatos; acaso tironeado entre las expectativas que sobre él posa su padre (un hombre de ciencia para quien el cine es solo un pasatiempo) y su madre (una pianista frustrada que no cesa en incentivarlo). La culpa es una emoción desperdiciada, le dice ella, y la sentencia es una bocanada de aire fresco. Entre tertulias familiares y abundante comida, las costumbres judías se instalan en este adolescente, deslumbrado por un primer amor adolescente que será, más explícito imposible, una aparición divina. La mano maestra de Spielberg sabe cómo llenar de detalles cada frame. La recreación de época nos lleva de comienzos de los ’50 a mediados de los ’60, a medida que el drama familiar se desarrolla mediante una dirección sumamente imaginativa. Alquimia de luz, cámara y acción. La música diegética y extradiegética se confunde en las manos al piano de Mrs. Williams haciendo maravillas. Delicadeza total, un manual para nóveles directores. También Williams ofrenda con su cuerpo, se contornea, baila alrededor del fuego y le dedica el número de performer encubierta a su marido y a sus hijos. O, quizás, a su amante en secreto. El mejor amigo de él. Quien descubra la cruda verdad será el aspirante a director (Gabriel LaBelle, en un rol revelación), porque todos ocupamos en esta vida el lugar que nos quepa. Mostrar lo que no es, ocultar lo que es, he aquí el dilema. Dos historias se retroalimentan en perfecta sinergia. La convivencia familiar continuará, imperturbable, hasta que ella quiera, porque, como bien aconseja, y en carácter sumamente disruptivo para los conservadores años que corrían, seguir al corazón es menester, o acabaremos por no reconocernos. Un atentado contra la institución familiar, pero la señora Fabelman había callado por años su auténtico deseo. A fin de cuentas, la postergación y el progreso siempre acaban por encontrarse en un cruce de caminos inevitable. El hijo calla, aunque duela profundo. El camino no estará desprovisto de escollos, inclusive de sufrir, en carne propia, el recalcitrante antisemitismo. Hacerse mayor en la vida, comprobará, también implica riesgos y responsabilidades. La sólida narrativa de un experto en géneros tan diversos destaca a lo largo y ancho de un film que no hace más que empatizar con sus personajes. Pero nada le impedirá soñar. Dispuesto a disputar el leading rol en tan desigual afrenta, y aceptando a sus padres tal y cómo son. El tío loco que hay en cada familia aconseja, casi siempre de madrugada. Mandato primero: romper arte y familia en un gesto intempestivo, será la carta de triunfo de mañana. Cuando el arte llama, cuando el arte ataca, no existe alternativa. El arte y su corona en el cielo, los laureles van en tierra. No todos poseen la piel curtida, pero unos pocos elegidos alcanzarán la tierra prometida. Y allí marcha la familia itinerante, de una ciudad a otra, el crecimiento profesional manda. Sam es los ojos testigos, registrando cada acontecimiento que lo rodea. En su jardín improvisa un set de rodaje, hoy toca filmar una de guerra. Spielberg captura una oda a la artesanal y amateur tarea de filmar. Desde el anonimato total, solo por amor al cine y con la indetenible pulsión de hacer rodar esos rollos en la pantalla grande. Para ello se atravesó noches enteras sin dormir, buscando con ahínco la toma perfecta. Retrocediendo, acelerando, agujereando. Vamos de nuevo otra vez, se ve falso. Spielberg, monumental, nos coloca dentro de una máquina del tiempo, todos alguna vez nos sentimos extraños en la gran ciudad; los negocios mandan. Por momentos, parecemos asistir a una grandiosa road movie, un registro va dentro de otro, de la costa este a la costa oeste, sin escalas. La fotografía se vuelve cada vez más granulada. El tratamiento de planos y encuadres nos depara sorpresas que todo cinéfilo de pura cepa sabrá apreciar hasta la emoción. El maestro de orquestas hace puro ilusionismo, enseñándonos el truco de antemano. Ahora miremos la toma entera. Con música del histórico John Williams. la gloriosa escena final paga la sola entrada. La magnífica aparición en el relato de uno de los directores más grandes de todos los tiempos nos hace refregar los ojos. ¿Realidad o mito? Una leyenda viva de aquel entonces (no haré spoiler), interpretada por otra leyenda viva del presente (reservemos la sorpresa para los créditos finales). Un director siempre está en control, o, al menos debería. La figura de ‘auteur’ demiurgo, que sabe de memoria el destino de sus personajes, convertirá a sus villanos en héroes, porque eso es un director, aunque no sepa porqué lo hace. O esté de más explicarlo. La creatividad, simplemente, brota de su intelecto en noches de insomnio, observando sombras proyectándose. Eso es el cine, ni más ni menos. Steven dicta a Sam al oído, porque sueña con filmar a lo grande, en estudios, y este aprende la ley primera, en un encuentro fortuito. La suerte que selló el devenir. Todo es una cuestión de mero enfoque, porque el horizonte en el medio aburre y lo último que queremos es ser previsibles. Sam se dispone a filmar el espectáculo más grande del mundo, y no hay nadie que pueda interponérsele. ¿O es que el más genial cineasta vivo se está escribiendo a sí mismo?
A finales de la década de 1920, Hollywood atravesaba un profundo quiebre institucional. Pósters de Clark Gable y Jean Harlow, juntos a cintas de cine mudo, se arrugaban en un rincón. El cambio de una era se avecinaba, entre la muerte del cine mudo y la llegada del sonoro. Esto favorece la caída y la emergencia, en igual medida, de ilustres personajes. Las viejas modas perecen, las insurgentes cumplen con la moda de recambio en la medida que pueden y la rueda sigue girando…mientras el sistema de estudios hace malabarismos. El advenimiento de un tiempo creativo, en donde el arte de hacer películas cambia drásticamente, y el factor individualista se convierte en una pieza desechable en función de un sistema inquebrantable influye en el destino de las antiguas estrellas del cine silente. Semejante paradigma es el que nos presenta la grandilocuente “Babylon”, dirigida por el talentoso cineasta Demian Chazelle, responsable de “La La Land” (2019) y “Whiplash” (2016). Escenografías y secuencias de pura ostentación visual nos presenta este film, en extremo visceral y estimulante a nivel sensorial. “Babylon” sienta sus preceptos albergando una celebración fastuosa, de esas que acaban al amanecer y haciendo estragos. Un millonario, respetado y admirado por todos, hace las veces de anfitrión. Fantasías sexuales por doquier, de esas que solo en fiestas como estas pueden cumplirse, son explícitamente coreografiadas. Todo elemento es decorativo, el glamour rebalsa por donde miremos. Elefantes que sirven como gigantesca excusa, piscinas gigantes en donde amortiguar caídas o despabilar la borrachera, desafíos peligrosos de luchar con serpientes sin sobriedad alguna, esculturas fálicas en dónde autosatisfacerse, enanos de circo, freaks de lo más alucinantes. No falta nada a la mesa, si no es desnudez no se admite. Bienvenidos a los años salvajes, a pura cocaína, ajenjo y tequilla. Chazelle nos coloca, con total irreverencia, en el entremés de un rodaje, horas después del descalabro. Las huelgas sindicales apremiantes y la filmación en pésimas condiciones de salubridad y seguridad dicen mucho acerca del estado de la industria en aquellos tiempos. Una época en donde se estrenaban films épicos en absoluto auge. Disfraces y armas de utilería a rabiar, son épocas de artesanía pura y reemplazos de último momento. Un exiliado director alemán persigue quimeras. La odisea de buscar la escena perfecta, las horas de luz natural, los miles de extra desfilando y las estrellas atravesando crudos estadios de resaca complican, por demás, el buen curso de la agenda pautada. Nos sentimos partícipes de una fenomenal montaña rusa. Tres palabras mágicas anuncian buen final: luz. cámara, acción…¡a rodar se ha dicho! “Babylon” captura, con total frenesí y vértigo, el espíritu y la adrenalina que describen a una cronología de cambios abruptos. El emergente ambiente de jazz en los años ’30 funge como fabulosa banda sonora, mientras la trama se bifurca en personajes secundarios que buscan cumplir su sueño envuelto en celuloide. Vengan a L.A., hay lugar para todos. Durante las primeras escenas, grandilocuentes y abundantes dosis de sexo, drogas y alcohol inundan la pantalla. Hollywood es sede de fiestas alucinantes que se llevan a cabo en fastuosas mansiones. El subidón emocional en imágenes a rapidísima velocidad sienta los preceptos estéticos de un film que recargará demasiado las tintas hacia una segunda mitad, contrastando notablemente con el espíritu lúdico de la primera hora y media de un metraje que se extenderá por ciento ochenta minutos. Prepárense para una aventura de largo aliento. En absoluto impostada y solemne el autor prefiere un tono en donde prevalece el absurdo, lo irónico y escatológico, efectivos en retratar el costado más superficial y menos amable de una industria que desecha a sus otrora estrellas. Emblemas de la talla de Gloria Swanson, Greta Garbo, Irving Thalberg fluctúan en el relato, no obstante, los personajes protagonistas guardan mera inspiración con vetustas figuras. Pero, atención, no todo es color de rosa. La mirada machista y patriarcal sobre la mujer como objeto de deseo y transacción en la pantalla coloca valiosos interrogantes por delante. Margot Robbie ensaya el enésimo truco para seducir cuando la cámara se prende y coloca hielo debajo de su blusa. ¿Imaginan el resultado? No deja atributo por mostrar, pero los estándares dicen que no alcanza. Todas quieren ver (tocar) más y un millón de dólares lo compensa. Llamemos al cirujano, queda todo por mostrar. De sus ojos brotan lágrimas con exacta precisión, ella sabe cómo hacerlo. Solo hay que pensar en aquello que dejamos, lejos en casa. Nada escapa al ojo multidimensional de Chazelle. La vertiente periodística no podía faltar: la corriente crítica, cuya percepción sella la suerte de films concretados a las apuradas y estrellas menguantes, se muestra implacable. El lado ‘b’ de la historia se engendra en titulares de diarios para el chisme y el escándalo. Venta asegurada, y pura ficción que se inspira en varias de las figuras que quedaron relegadas a la llegada del sonoro. Casi un pésame. Desaforada, revolucionaria y caótica, el extensísimo film parece condensar dos en uno, aunque su naturaleza sea perceptible. Se nos ofrece como un tributo a la magia del séptimo arte, una declaración de amor de aquellas a las que la Academia gusta premiar, aunque en la última nominación haya pasado desapercibida. Planos secuencia majestuosos denotan el virtuosismo en el manejo de cámara, pareciendo, por momentos, radiografiar a Quentin Tarantino. En medio del desierto californiano, un oasis nos despabila. Tenemos primera fila en la función que describe, con osadía y sin tapujos, el emporio del showbiz, los nervios exaltados y el sexo a granel. Hay prótesis, maquillaje y vestuario para todos los gustos. También pervive el factor de salvataje a último minuto. Los dioses griegos no se demoran en llegar… De boca del personaje de Brad Pitt salen unas líneas fabulosas acerca del cabal sentido de discusión que se plantea el film. Por aquellos años, el cine era considerado un arte no menor, aspecto acerca de lo que el personaje se explaya, y defiende, opinando lo contrario. Un selecto grupo menospreciaba la invención, tildándola de espectáculo de feria, y considerándola una expresión sucedánea de la literatura y el teatro. Citas y guiñas mediante, “Babylon” nos hace saber su postura, en la denodada búsqueda del séptimo arte por alcanzar (y ser reconocido en) su esencia. Debemos de entender a esta torre de lenguas encontradas como una parodia, y solo así comprenderemos el mensaje que conlleva, alertándonos sobre los peligros del ego y el exceso panfletario de una década estruendosa, revestida en falsedad, impostación, bienes materiales y superficialidad desbordante en afiches que la gran industria fabrica, para luego encasillar, usar y descartar. Puede que esta fábula lleve un siglo contándose… Siempre hay una semilla original en cada historia. Margot Robbie, Brad Pitt y Leo Di Caprio se encontraron con este guión mientras rodaban “Erase una vez en Hollywood” (2019). Leo cotejó para luego desechar el papel que cayó en manos de Brad, mientras que Margot se vio encantada desde el primer momento con este relato. Tres años después de aquel primer atisbo, una prometedora constelación de talento delante de cámaras podría hacer realidad el sueño de cualquier cineasta: allí está Robbie brillando a sus anchas; bailando, actuando, llorando, gritando, seduciendo… mientras que el eternamente joven Pitt encarna con absoluta sensibilidad a un caricaturesco, enamoradizo y venido a menos galán. Nadie como él para interpretarlo. Ambos desbordan carisma y talento, compartiendo tan solo una escena, antológica al fin, cuyo nivel de explicitud lo dice todo. “Babylon” es deseo. Porque ese rol -o ese polvo- que se anhela es lo último que podría tenerse en esta vida. Un irreconocible Tobey Maguire se reserva para sí un rol de aparición especial, en la piel de un depravado villano, no obstante, el auténtico centro del heterogéneo relato es el ascendente mexicano Diego Calva, cumpliendo el deber de Chazelle en congraciarse con la experiencia inmigrante en Estados Unidos. Cuestionable resulta que, en plenos años ’20 y ’30, un inmigrante latino se conforme como la voz, eje narrativo de referencia y punto de focalización primordial del relato. Con insistencia y menos sutileza, se nos subraya que Hollywood nunca morirá; se propagará, de aquí a la eternidad, en miles de estrellas que vendrán emulando a las que vinieron y ya son historia. Las estrellas sobrevivirán, inmortales, y renacerán en las nuevas generaciones, porque ser estrella implica vivir con ángeles y demonios. Porque la maquinaria endogámica no contempla ningún otro organigrama similar que llegue a opacarlo u amenazar su primacía. Pero, sí, los tiempos cambian… Flashforward a los años ’50: el cartel de Hollywood luce imponente en las colinas y Marilyn asoma en una vidriera angelina. Una sala repleta de espectadores, de diversa procedencia y edad, subraya sin necesidad alguna el alcance de un espectáculo global. Ese que contemplamos en la sala oscura, con menos asiduidad que antes, pero atragantándonos de pochoclo. Acto seguido, un cortometraje homenaje a escenas claves de la historia del cine, particionando la historia en tres hitos claves (el mudo, la llegada el sonoro, el cine digital) nos llena de nostalgia (desde Buñuel a Mélies, pasando por «Matrix» y «Terminator»), pero parece sacado de otra película; cumpliendo con los designios del desparejo capricho de un cinéfilo tras de cámaras embelesado con su propio tributo. Con semejante regalo de imágenes en movimiento que nos ha hecho, objetarlo sería, cuánto menos, una herejía.
“El Método Tangalanga” ficcionaliza la historia del mítico humorista argentino llamado Julio Victorio de Rissio (1916-2013). Presentada en el último Festival de Cine de Mar del Plata, la película es dirigida por Mateo Bendesky, guionista y realizador que se rodea aquí de un brillante elenco: Martín Piroyansky, Julieta Zylberberg, Alan Sabbagh, Rafael Ferro, Luis Machín, Luis Rubio y la actuación especial de Silvio Soldán. Aquel bromista empedernido, el mismo que maravillara a Luis Alberto Spinetta; aquella voz en el teléfono que pasara a la posteridad y cuyas grabaciones telefónicas se comercializaran de modo inaudito. ¿Imaginan su repercusión en tiempos de memes, emojis, streaming y youtubbers? Un experto en desgranar puteadas de corrido de lo más originales a incautos y anónimos desconocidos. Tangalanga, reservando en el misterio del anonimato gran parte del encanto que posee su figura. El hacedor de gestas de humor que aún nos descostillan de risa, a quien las nuevas generaciones no deberían dejar de descubrir. Por ello, es que el film indaga en los orígenes del humorista, replicando y homenajeando al cine argentino en la época del oro de los ’40, ’50 y ‘60. En esta última década (gran recreación artística mediante) es cuando comienza la historia real, a partir de la cual se trama una fantasía de este alter ego extrovertido que se desarrolla en un hábitat impensado. ¿Qué lo impulsa a realizar sus bromas desde la más absoluta impunidad? El don nato de la irreverencia que se especializará en incomodar y fascinar, en igual medida, mediante posturas políticamente incorrectas acerca de lo que ‘hacer humor a costa de…’ implica. Hay chistes que envejecen mejor que otros, cotejamos lo que hoy causa gracia y lo que no ‘debería’; otros tiempos, otras costumbres y valores. Mención aparte, este desopilante y agudísimo humorista en el uso de la palabra se ha convertido en bastión esencial de nuestra educación humorística como país.
Producida por el maestro del cine de terror James Wan, en compañía de la prestigiosa casa BlumHouse (lo creadores de la reciente y exitosa “Teléfono Negro”), nos llega esta sátira social gestada bajo los códigos del cine de terror. “Megan” resulta una abierta crítica a la hiper conexión e interacción con dispositivos tecnológicos en nuestra cotidianeidad. La incomunicación es un mal propio de nuestros tiempos y anclándose en dichas coordenadas es como el director Gerard Johnston echa una mirada hacia el mundo digital, ese ecosistema despersonalizado en donde el desapego emocional predispone el juego de ambivalencias: ¿proteger significa asesinar?, ¿qué ocurre cuando jugamos con la inteligencia artificial? Tales son los interrogantes que parecieran impulsar la labor de la guionista Akela Cooper, quien retorna a trabajar junto a Wan (luego de “Maligno”). Resulta imposible no trazar vínculos entre Megan y el recordado muñeco diabólico Chucky, aquel regalo de cumpleaños para un nuño solitario que se estrenara en la gran pantalla en 1988. Si en aquel momento, el ritual satánico necesario para volver a la vida a un ser inanimado, en plena era digital es más esperable encontrar en el mejor amigo no humano a esta muñeca hiperrealista que nos cuida, educa y otorga bienestar. A lo largo de la película, se erigen reflexiones con intermitente violencia y un sentido del absurdo necesario para comprender las tonalidades de una propuesta que adolece de cierta fuerza y consistencia. Escasea lo sinestro entre meros golpes de efecto. Un “Megan” es un juguete siniestro desperdiciado.
La veterana directora francesa Claire Denis ha dirigido trece películas en total a la fecha. Como marca de autor, sus personajes son seres ciertamente marginales que se mueven en un territorio hostil. Denis, de setenta años de edad y con total prestancia, retrata los complejos mecanismos que caracterizan a las relaciones humanas y la sensualidad omnipresente en su mirada del mundo es otro rastro inconfundible de su filmografía. Todas estas variables confluyen en su más reciente obra: “Con Amor y Furia”. Las dimensiones que alcanza un asunto doméstico que involucra a un tercero en discordia describen el abismo emocional al que accede una pareja de mediana edad. Un giro melodramático al mejor estilo Douglas Sirk irrumpe en la trama, enmarcando el regreso de una sombra del pasado, y un magnífico tour de forcé de sensaciones a cargo de dos glorias vivientes de la actuación a nivel mundial. Dos titanes de la interpretación como Juliette Binoche – quien rueda junto a Denis por tercera vez, luego de “Un Bello Sol Interior” (2017) y “High Life” (2019)- y Vincent Lindon otorgan intensidad a este poderoso drama vincular. El pasado vuelve, siempre. “Con Amor y Furia” -adaptación de la novela de Christine Angot, “Un tournant de la vie”) nos habla acerca del reconocimiento y la aceptación de los impulsos (y las respectivas consecuencias) que nos mueven. Los sentimientos confundidos de la pareja protagonista se revuelven en una madeja de engaños. El punto de vista de la autora se posa sobre ella, una mujer de cincuenta y pico que decide ser fiel a sí misma y descubrir qué siente. La inseguridad parece desbordarla, ella envidia a la ex mujer de su actual compañero. Aunque en el presente ocupe ‘ella’ el rol de la mujer de la calle Ámsterdam, y viva cómodamente en sus estructuras. Él la contiene y resuelve casi todo. Hasta que regresa a la ciudad un antiguo amor que involucrara, de modo tangencial, sus respectivas vidas diez años atrás. Las aguas en las que está a punto de sumergirse Sara ya no están tranquilas como en aquel primer plano del film. Ahora es ella quien repite su nombre (el de ‘el otro’) en silencio subiendo en ascensor, ¡oh, mon amour! Con sus manos aprieta el propio pecho y ese contacto (anhelo) físico) lo dice todo. La suya es una lucha de cuerpo y alma contra la auto represión. La vida privada está a punto de autodestruirse, al tiempo que, incontenible, recobra el sentido de las lágrimas y de la piel. El día a día se trastoca cuando la atracción se torna inevitable. La examinación es moral: ¿de quién es la mano que tomamos? ¿a quién decimos amar mirando a los ojos? ¿A quién elegimos para compartir la vida? ¿podemos amar a dos personas en simultáneo? “Con Amor y Furia”, rodado en tiempos de pandemia -aspecto que la ficción se encarga de remarcar- deposita en nosotros inmensos interrogantes, a medida que cobra cuerpo de drama poderosísimo. ¡Ah, volvieron esas noches de amor y miedo!, de temblar esperando el llamado, de mojarse y hablar por teléfono a escondidas bajo las sábanas. Eso nos (se) dice, mientras se mira al espejo, desnuda. La infidelidad es tan antigua que explica mitos y leyendas. Aquí, implosiona en la dinámica de una pareja madura. El equilibrio suele ser frágil y dista de la postal idílica de los primeros minutos de metraje. Hay sociedades que mejor no deberían ser…la fortuna en los negocios se torna su anverso en materia del corazón. Denis plantea el asunto con extrema complejidad y sutileza. ¿El acuerdo conyugal equivale a prisión? ¿Se trata de cumplir esa dulce condena? ¿Quién es recluso, al fin? ¿Qué cuentas pasadas están a punto de saldarse? Como espectadores, no tendremos todas las respuestas y la moneda tiene dos caras. Obligación o dispersión. Ganadora al galardón de Mejor Dirección en la última edición del Festival de Berlín por el presente largometraje, la cineasta Denis recurre a reconocibles huellas personales. La vertiginosa mirada urbana y el recorte social que se posa sobre aspectos como la inmigración y las minorías raciales estarán presentes en el film, encontrando alternancia -más o menos uniforme- en medio de un relato que centra su atención en el triángulo amoroso descripto. El rol de la mujer es examinado sin concesiones, las pasiones mueven a sus personajes y la mirada de la autora pivota entre las convenciones masculinas y femeninas que aborda para luego dinamitar. ¿Puede Sara jugar a dos puntas en las propias narices del propio Jean? ¿Debe Jean entregar su preciado trofeo en bandeja de plata solo porque su confianza es infinita? ¿Sabrá Francois aprovechar la ocasión y abalanzarse sobre la carnada más obvia que se ha posado delante de sus propios ojos? Su ex cumple ahora el rol de amante… Cuidado con los dispositivos, podrían borrar toda evidencia y compromiso de un plumazo o torcer los planes amorosos; aunque amoroso, en realidad, es una palabra que adquiere notable ambigüedad; el cuchillo siempre tiene dos caras y lastima sin dudar. ¿A quien ama Sara? ¿Ama, realmente, Sara? Lo que vemos, finalmente, no es oro que reluce en la cotidianeidad de una convivencia resquebrajándose. El deseo, que nunca es ingenuidad, es el capitán de un barco que acaba huyendo hacia ninguna parte. ¿Quién lleva el timón cuando la mentira se torna rutina? ¿Cómo sostener la farsa y enmascarar propósitos? En tiempos donde impera la soledad, la repulsión y la culpa, el ser fiel a lo que sentimos se convierte en un personaje más. Se es fiel a la realidad, aunque los pliegues sean infinitos. El dilema ético nos sacude, nos ponemos en los zapatos de cada uno de los personajes intervinientes en esta regla de tres escrita con calentura. ¡Qué triste la realidad!, dice Sara, en brazos de su amante, recordando aquellos viejos tiempos, solos en una habitación. Es hora de volver a casa. Víctima del desconcierto y balanceándose en el desequilibrio que describe a sus días, el personaje de la excepcional Binoche, brindándonos una de sus más intensas interpretaciones en mucho tiempo -lo que no es poco decir-, describe a una mujer que antepone a sus estructuras consolidadas el hecho de sentirse deseada y busca alcanzar su verdad impostergable. Aunque para ello se preste a jugar un peligroso juego. Incluso a manipular y herir, viendo en su compañero la necesidad de controlar que a ella le provee excusas pasajeras.; proyecta en su pareja la contradicción interna que la agobia. Aunque, en verdad, se está traicionando a sí misma. Dice que necesita tiempo para pensar y recuperar el aliento, entre oración y oración. Pero ya son dos gritándose sin escuchar. Porque no hay nada más que hablar. Y en el buscar justificarse se empantanan, hasta que Jean (el formidable Lindon) coloque en su boca palabras que valientemente Denis aprueba, resignificando por completo el film. Zorra, prostituta. La escena nos pone la piel de gallina. Él muestra su amar genuino y poco más tiene qué hacer en este juego salido de cauce. Sin tarjeta de crédito en mano, pero con la dignidad intacta, la salida es por la puerta de adelante. Los deberes de padre esperan, allá afuera en la vida…y hay un mundo que se desmorona. ¿Qué partido tomamos?
En 2021, Guy Ritchie regresó a sus raíces de acción más pura con “El Despertar de la Furia” y dos años después retorna a la gran pantalla, repitiendo de la mano de los muy sólidos Jason Statham, Josh Hartnett y Hugh Grant. Viejos e ilustres conocidos que vuelven a ponerse a las órdenes del brillante director, creador de logrados films como “Snatch: Cerdos y Diamantes” (2000) y “Rock and Rolla” (2008). La premisa nos sumerge en una clase de cine de género en franca extinción, pero que el británico maneja a piacere. Un agente del servicio secreto británico recluta a una estrella de Hollywood para que lo ayude a rastrear una letal tecnología de armamento en posesión de un multimillonario. Ritmo frenético y humor negro se mixturan bajo la mano maestra de un epítome de la comedia de acción. “El Agente Fortune” cobra típica forma, proveniente de la factoría de un autor para el cual la mordacidad y la ironía resultan indispensables y fieles aliadas. Con la intención de entretener y ofrecer dinamismo, una destacada banda sonora (nuevamente a cargo de Christopher Benstead) compagina secuencias de situación, persecuciones, explosiones y luchas cuerpo a cuerpo. Ritchie rueda con estilo su personalísima visión del subgénero de espías. Aun careciendo del virtuosismo de otros tiempos, firma a pie de página los redituables preceptos que lo hacen dueño de una concepción estética tan particular como consecuente con su entera trayectoria.
“El Peor Vecino del Mundo” llega a las salas locales en formato de drama desgarrador enmascarado de comedia. Remake de “Un Vecino Gruñón”, film sueco estrenado en 2015, a su vez adaptado del best seller homónimo, tras su realización se encuentra el siempre sorprendente Marc Foster. Dueño de una filmografía variopinta, capaz de abordar registros tan distintos entre sí como en los films “Monster’s Ball”, “Descubriendo el País del Nunca Jamás” y “Guerra Mundial Z”. La magnífica interpretación de Tom Hanks, pasando de ser el mejor (“Un Buen Día en el Vecindario”) al peor integrante de la comunidad aquí examinada, se convierte en principal foco de atracción. Apoyándose en la masterclass brindada por el doble ganador del Premio Oscar, la película inyecta un positivo mensaje de vida, invitándonos a una reflexión moral que impera desbordante de emotividad. Uno de los actores contemporáneos de mayor renombre se coloca en los zapatos de este veterano que ha probado el bocado más amargo que la vida le ha puesto delante. Riguroso en su actuar, todo alrededor de sí parece milimétricamente cuidado. Sin embargo, sumido en el duelo y en la superación de una devastadora pérdida, no posee motivo alguno para ser feliz. Disgustado con su presente, cada día le pesa. El vuelco de ciento ochenta grados que da su existencia funge como gancho argumental, efectivo en transmitir valores que nos hacen reflexionar acerca de la soledad que atraviesan adultos mayores en determinada etapa de la vida. El sentimiento impulsa el minuto a minuto del metraje de esta comedia gestada con corazón y nobles intenciones. Nunca sabremos qué ocurre en la casa de al lado.
El origen de la ficción aquí contada puede rastrearse en historia personal de la directora islandesa Solveig Anspach, fallecida en el año 2015, a la edad de cincuenta y cuatro años. Un guion inspirado en su propia madre resultó la semilla original de esta indagación sobre el amor, la finitud de la vida, las enfermedades, el paso del tiempo y el deterioro físico que, paradójicamente, encontró a su conclusión la temprana partida de su creadora. Para su cuarto largometraje, la destacada realizadora Carine Tardieu, más de un lustro después, retoma dicha idea acerca de la historia de amor de nuestros padres como espejo en el cuál vernos, brindando un emotivo homenaje. Deconstruyendo el argumento en ciernes, reinterpretando a los personajes protagonistas y legándonos el regreso a los primeros planos de una de las grandes actrices galas de todos los tiempos, concibe una obra sensible y empática. Deliciosa y detallista, la historia relatada comienza en Lyon, en el año 2006, para luego trasladarse a París y Dublín en la actualidad. Del vértigo citadino al entorno bucólico de una casa de campo, nos sumergimos en el cambio de estaciones, que también funcionan como metáfora de un romance que crece reconociendo las espinas de las propias rosas, en proporcional medida a que un seno familiar se resquebraja producto de una relación paralela. Rápidamente, los años han pasado y nos hemos olvidado de sentir. Nos miramos al espejo y notamos que ese cuerpo ha cambiado. Tomamos conciencia de la propia finitud. Las excusas sabrán hacer su aparición para favorecer una cita, porque los destinos están prestos a entrecruzarse. El factor del azar también juega su papel y sabe reencontrar a dos que buscan descubrirse. Oportunamente, también poblará el horizonte de ausencias, interrogantes y sufrimiento; sabrá ser cruel. Los simbolismos se multiplican en relojes de arena, manos enlazadas bajo la mesa, viajes en tren, flores marchitas y diagnósticos médicos poco alentadores. Con precisión y gran gusto estético, Tardieu modela un arte de amar dotado de la calidez en primeros planos de rostros y manos, ojos que brillan en la oscuridad, respiran que se agitan, cara a cara -y ya no a través del teléfono-, una vez que la pareja de amantes consuma el postergado encuentro físico. La realizada aquí es también una exploración sobre los vínculos familiares, la maduración de la pareja, los sueños de envejecer de a dos y el deber de ser padre y madre. Los amantes comparten fugaces momentos; la llama se aviva dentro del apartamento y las obligaciones de la vida rutinaria llaman fuera. Entonces, el personaje de Ardant nos lee un conmovedor poema de Silvya Plath, ¡ese corazón suicida!, escrito poco tiempo antes de su trágica muerte. Si permanecemos atentos captaremos la enorme riqueza en matices que exhibe esta historia de amor a contramano. La intensidad melodramática bajo la lluvia no faltará a la cita en esta mixtura drama y romance cuya composición estética nos lega, por añadidura, una exquisita banda sonora (de Éric Slabiak). Tardieu desplaza puntos de vista, por momentos centrándose en el efecto devastador que el affaire produjo dentro del hogar del médico felizmente casado. Cuesta encontrar el auténtico sentido a la palabra plenitud, pero sí existe un redescubrimiento que produce profundos replanteos. No es sencilla la resolución; las limitaciones aparecerán por doquier y ninguna será agradable. Hay tanto en juego, y que perder. Fanny se resigna y aporta su cuota de experiencia, la belleza se ve con otros ojos. El flechazo instantáneo es un instrumento de ternura, pero también de autoconocimiento. Se clava en nosotros en el momento menos pensado y produce abismos en el alma y terremotos en cada fibra de nuestro cuerpo. “Los Jóvenes Amantes” es una nostálgica y crepuscular revelación del deseo en el otoño de la vida. Sólida en el reparto actoral que acompaña a la eterna Fanny, la película nos ofrece intensas interpretaciones de Melvin Poupad (a quien vimos lucirse en la reciente “Pequeña Flor”, de Santiago Mitre) y de la extraordinaria Cecil De France (una habitué de François Ozon). Piezas claves del relato, otorgan calidad y prestancia a sendos roles de extrema exigencia. Ardant, inmersa en una transformación física y espiritual conmovedora, nos brinda su poderoso arte interpretativo en las instancias del desenlace. Inhalamos profundo; ese aire nuevo que respiraremos es el mismo que compartiremos hasta el instante final.
Dirigida por el actor y productor Ignacio Rogers -en lo que representa su segundo largometraje- “Las Fiestas” nos habla acerca de la profundidad, contradicción y complejidad que atraviesa a vínculos familiares. En tiempos festivos, las reuniones suelen predisponer balances, procurar la unión familiar o revivir antiguas rencillas. Los fuegos de artificio consiguen, apenas, desviar nuestra atención. De modo inusual, el guion se divide en cinco colaboradores, entre quienes se acreditan los intérpretes Julieta Zylberberg y Esteban Lamothe. Con motivo de la Nochebuena, en medio de la tranquilidad que provee un entorno natural tan cuidado como salvaje, se llevará a cabo el encuentro de un núcleo vincular hecho de ambigüedades, ausencias paternas, silencios, verdades dichas a medias, conversaciones súbitamente interrumpidas y regalos prometidos. Una casa quinta ubicada en una localidad de provincia, en un sitio equidistante entre Córdoba y Catamarca, se convierte en el hábitat que cobijará a estos hermanos provenientes del ruido de la gran ciudad. Cada uno trae consigo excusas para dar con la cita, en igual medida que cargan cuentas pendientes en sus respectivas mochilas emocionales. Cecilia Roth, Daniel Hendler, Dolores Fonzi y Ezequiel Díaz brillan integrando un sólido elenco, a la hora de representar el momento clave de recomponer la fragmentada relación con su madre. La misma atraviesa por estadios tan frágiles, tal como las tazas de café del hogar; una a una, fueron rompiéndose. “Las Fiestas” aborda con estilo lo confuso del aspecto verdadero que ha tramado la historia familiar y la carencia de su absoluto: con buen pulso, expone las dificultades que describen la conciliación entre afectos. Hay un ambiente viciado y no es por el humo que aflora en demasía. Contenemos la respiración, no todos los conflictos se resolverán… Centro absoluto del relato es la progenitora y dueña de casa, María Paz; controladora, con exiguo espíritu de autocrítica y más reproches hacia sus descendientes. Ella es Cecilia, dando vida a un magnífico regreso a la gran pantalla. La mujer desea reunir a sus hijos, luego de atravesar un delicado trance de salud. Literalmente, resucitó. O eso afirma. Brinda amor y libertad a sus invitados. Prodiga abrazos, recomienda la lectura de “Los Cuerpos Vaciados”, prefiere hacer oídos sordos a ciertas recriminaciones. ¿Cuánto hay de auténtico y cuánto de fachada en su maniobrar? ¿Resulta genuino su modo de hacer las paces con el propio pasado? “Las Fiestas” posee la virtud de eludir todo tipo de estereotipos y lugares comunes a la hora de abordar las mencionadas aristas. El drama gira en derredor de la gran estrella y todos parecen comportarse a su merced; contemplamos el dominio de la anfitriona por sobre sus invitados…somos espectadores voyeurs. La lograda música compuesta por Pedro Onetto y la intimista ambientación que consigue Rogers nos remiten a climas adquiridos previamente por un excelso film como “La Ciénaga” (2000, Lucrecia Martel). En un tono más siniestro, en una casa de campo, se develaba el misterio de “La Quietud” (2008, Pablo Trapero), reciente obra maestra del cine nacional. Influencias aparte, lleva a cabo el realizador una sutil exploración de lo atávico y lo efímero que reviste a nuestras existencias. Aquí, el cine funciona como dispositivo para amplificar una zona de sensaciones imprecisas, desnudando rencores, decepciones e incertezas en una época del año que invita al acercamiento y al replanteo, en el fondo de la cuestión puede que conozcamos menos de lo que creemos a aquel que se sienta a nuestro lado. Lo apacible del entorno ha quedado definitivamente de lado. ¿Quién será invitado a sentarse a la mesa con el fin de apaciguar los ánimos?