Un Spielberg que retorna en plenitud a sus propias fuentes Hay que decirlo: eran gigantes, enormes, descomunales las expectativas frente a una nueva película dirigida por el (siempre) nene mimado de Hollywood. ¿Qué querían que ocurra si en los trailers vemos a un pibe subirse al DeLorean de “Volver al futuro” (1985) para correr una carrera? Los fanáticos de toda la primera etapa de su filmografía (hasta el punto de quiebre en 1993 con “La lista de Schindler”) tienen razón en su estado de ansiedad porque se trata de la suma de: Steven Spielberg, cine fantástico y un título de nombre icónico respecto de la historia de la cultura pop de los años ‘80. En efecto, “Ready player one: Comienza el juego” tiene en su mismo nombre la virtud de la evocación pura, porque esa frase “Preparado jugador 1” era la que aparecía sistemáticamente en todas las máquinas de videojuegos una vez que los consumidores ponían una ficha para poder jugar una partida. Es en sí mismo un nombre abarcador conceptualmente y de hecho también lo es el libro de Ernest Cline, al cual esta adaptación le es esencialmente fiel, excepto por la enorme cantidad de referencias al cine spielberguiano que el propio director decidió quitar. El espectador será testigo virtual y presencial de un despliegue de imaginación infinita a la hora de construir un universo capaz de amalgamar personajes icónicos de todas las épocas del cine, la televisión, la historieta, los libros y, por supuesto, los videojuegos. Sólo Steven Spielberg podía ser capaz de combinarlos (bien) para poder contar una historia porque, a no olvidarlo: estamos frente al narrador por excelencia. El que usa los rubros técnicos siempre a favor de la trama y no al revés. Uno de los hombres con más inventiva que el cine haya conocido, uno de esos directores de la vieja escuela, esa que todavía se muestra irreductible a la hora de amar al guión por sobre todas las cosas. Por si era necesario entender que esto va a ser un viaje en un parque de diversiones, antes de la primera toma suena Jump (saltá) de Van Halen. Fuerza sonora pura. Año 2045. Wade (Tye Sheridan) es un adolescente que vive en “los edificios” de un barrio carenciado y precario de un futuro para nada esperanzador. Su voz en off nos presenta la coyuntura de este magro presente. La gente la pasa mal, hay crisis, se vive peor, y en ese contexto gran parte de la población, chicos y adultos, se la pasan casi todo el tiempo conectados a una realidad virtual llamada OASIS. En ella uno puede “ser lo que se quiera ser, conectarse, elegir un avatar, hacer lo que siempre soñó hacer”. Desde esquiar las pirámides o escalar una montaña con Batman a jugar distintos tipos de juegos, incluyendo un casino del tamaño de un planeta entero. O simplemente estar “enchufados” a un mundo alternativo en lugar de tener que vivir la realidad adversa. Pero algo cambia cuando Halliday (Mark Rylance), el creador de todo esto, el “Steve Jobs” de OASIS, muere, no sin antes comunicar a la comunidad de afiliados que quien sea capaz de resolver el enigma y encontrar el “huevo de pascua dorado” se hará acreedor de la empresa y adquirirá el control total de la misma. Por supuesto que semejante cantidad de poder es codiciado por todo el mundo, en especial por una empresa competidora que sólo se dedica a tratar de ganar el juego para tenerlo todo, incluso las monedas que uno recolecta y que sirven para compras virtuales (¿las Bit Coins, tal vez?) Desde el punto de vista de la historia rara vez un videojuego tiene personajes secundarios desarrollados como subtramas. Ready Player One no es la excepción. Quien importa aquí es el jugador principal, y si bien los otros que se adosan al equipo tienen “ese no sé qué” de pandilla inocente, que el director supo mostrar en “E.T. el extraterrestre” (1982), o como productor en “Los goonies” (1985), o “Super 8” (2012), lo cierto es que la propuesta fundamental es subirse a la montaña rusa y disfrutar el paseo. De hecho, en el festival en el cual presentó éste último opus, aclaró que “…esta es una “peli”, no un film…” como para diferenciar sus trabajos entre éste y “Lincoln” (2014), por ejemplo. Nada más honesto y coherente, aunque cabe aclararlo: cuando llega la hora de entregar el mensaje a través de la reflexión del protagonista, referido a la necesidad de que “los seres humanos tenemos que estar más conectados con la realidad”; llega más como un veloz y gran título en lugar de decantarse naturalmente por efecto del costado dramático del guión. Por lo demás, éste estreno es un viaje vertiginoso por la historia de la cultura pop que se ver por la ventanilla del auto y va a atrapar a todas las generaciones, de Robocop a Chucky, y desde King Kong hasta Minecraft. El homenaje al cine norteamericano no deja rincón sin barrer, y hasta hay una utilización aggiornada del “Rosebud” de “El ciudadano “ (Orson Welles, 1941), como para no dejar a ningún cinéfilo afuera. La excelente banda de sonido de Alan Silvestri también tiene ribetes autorreferenciales con pinceladas y acordes de sus trabajos para “Volver al futuro” (1985) y “Depredador” (1987). Para los que han vivido su infancia y adolescencia durante el apogeo de la carrera de Spielberg es como sentir que Steven Spielberg volvió a sus propias fuentes y hubiese hecho esta película para sentarse al lado nuestro en la butaca y compartir los pochoclos. Todo de todas las épocas está aquí, y uno no sabe a dónde mirar de tanta excitación. Es como cuando éramos chicos, la cantidad de soldaditos de plástico no alcanzaba para nuestra propia propuesta, y entonces los mezclábamos con muñecas grandes, fósforos usados y monstruos de plastilina. Valía todo. La cama de los viejos se transformaba en un desierto de dunas, los placares eran montañas y el piso era un océano inabarcable. Con Ready player one: Comienza el juego” pasa lo mismo que cuando íbamos a los locales de video juegos: la pantalla decía Game Over, pero enseguida poníamos otra ficha. Claro, queríamos volver a empezar.
Obra plena de ternura, sin duda uno de los bellos estrenos del año Más allá del documental, género en el que está clasificado éste estreno, y ratificado por la Academia con su nominación al Oscar este año, “Visages Villages” tiene como arista principal ser la crónica de una amistad anunciada. Ya desde las tres o cuatro situaciones en la introducción Agnés Varda y JB generan empatía con una impronta entre naif y colegial contando cómo es que “no” se conocieron. En ese comienzo la directora de “Sin techo ni ley” (1985) y el joven y prolífico fotógrafo inician una recorrida por algunas comarcas de la Francia interna, en una especie de combi decorada como si fuese una gran cámara fotográfica con ruedas, capaz de disparar y revelar gigantografías con las cuales deciden hacer lo que mejor saben: arte. Arte que interviene lugares olvidados por el progreso o que representan el mismo. La idea es dejar una huella en aquellos rincones visitados en los cuales se detienen cuando sienten que el mismo necesita (o pide a gritos) una intervención que acaso les devuelva la identidad perdida. Así, la dirección de ambos (en todo sentido) se transforma en una reivindicación para los sorprendidos lugareños que terminan por adoptar y adorar la idea. Juegan a armar una baguette gigante en boca de todos, poner un alto a la demolición de una calle decorando los frentes de las casas con fotos antiguas de los mineros que solían vivir allí, o poner en relieve a una camarera en una gran pared de un pueblo dándole sus minutos de notoriedad. Más que lo que hacen es cómo lo hacen y la forma en la cual está construido en el texto cinematográfico, el que deja desplegar lo espontáneo para que fluya ese momento de inspiración que desde el montaje se adivina bastante más prolongado que lo decidido en el corte final. No obstante, el ritmo narrativo no se resiente. Se puede discutir sino hubiese sido conveniente más tiempo de decantación entre un lugar y otro, pero pequeñas anécdotas de viaje sirven como separadores episódicos para que el interés por el crecimiento del vínculo no se pierda. “Visages Villages” (algo así como rostros y pueblitos) no sería posible sin estas dos almas sensibles que, pese a la notable diferencia generacional, no encuentran barreras ideológicas para entender el lugar que el arte puede ocupar en lo cotidiano. Por supuesto que toda la obra es una oda dedicada a las almas sensibles frente a la composición del cuadro, y de hecho cada fotograma se puede recortar y colgar en cualquier living. Desde ese punto de vista, y desde el inocente homenaje a las road movies, aquellos en donde hemos visto crecer amistades inolvidables, esta película es una de esas plenas de una ternura difícil de lograr con momentos de humor natural salido de la sinceridad de ambos. Sin dudas uno de los bellos estrenos del año.
Beatrix Potter ha sido otra de las tantas creadoras en el mundo que ha elegido algún animal para contar sus historias y hacer dinero. Fueron libros, historietas, dibujos animados y ahora película. Peter Rabbit, creado en 1902, no es otra cosa que una versión zoológica de los arquetipos humanos y de la idiosincrasia británica, como el ratón Mickey lo puede ser de la sociedad conservadora norteamericana. Al igual que Paddington, en Inglaterra es un personaje archiconocido y forma parte de su cultura. ¿En qué nos compete a nosotros? No mucho, la verdad. Es como si en Londres se estrenase una de Patroruzú. Si bien la trama toma parte de algunos de los libros originales escritos hace más de un siglo, la adaptación al cine es lo primero que falla. Arbitraria y efectista, despojada de la verdadera esencia totalmente ingenua, otrora la característica principal de este conejo, la producción se parece más a una propuesta de humor físico que a la pacífica idea de su autora. Trampas disparatadas al estilo de las pergeñadas por Macaulay Culkin contra Joe Pesci en “Mi pobre angelito” (Chris Columbus, 1991), corridas, explosiones, cercas electrificadas y un par de enredos es la forma elegida por Will Gluck, director y co-guionista junto a Rob Lieber, para aggiornar la cosa. Así y todo, “Las travesuras de Peter Rabbit” se las arregla para conformar la curiosidad de un público menudo que no debería superar los 8 ó 9 años, dada la inocencia del tratamiento de los personajes. El conejo, sus tres hermanas y su primo viven al lado de la casa del señor McGregor (Sam Neill), hombre hosco que odia a los intrusos ávidos de comerse sus hortalizas. Todo lo contrario a la joven y naif vecina Bea (Rose Byrne), quién ama a los animales y confía en su total inocencia. En una de sus rabietas al viejo le da un infarto y sus pertenencias pasan por herencia a su sobrino Thomas (Domhnall Gleeson), un hombre obsesionado con ascender a gerente de Harrod’s, cosa que le es denegada, y cuyo plan con la propiedad es venderla para abrir una juguetería y hacerle la competencia. No tendremos la sutil ironía del humor inglés pero algunos gags funcionan muy bien (el del ciervo con los autos por ejemplo), y el despliegue del juego del gato y el ratón que se propinan entre animales y humanos dentro de un mismo set suele emular a los viejos Looney Tunes. Otras situaciones calan apenas más profundo, como la culpa y la intolerancia que siente Peter Rabbit al ver que llegó demasiado lejos. El costado tecnológico está bien logrado (pese a verse un par de costuras). La combinación entre actores y efectos de la digitalización de los animales (no hay ninguno real) funciona, y la música junto al montaje se suman a una propuesta vertiginosa correspondiente a esta época. El futuro de la franquicia probablemente esté más presente en el viejo continente, y por una cuestión de identidad cultural. Por estos lares, más allá de resultar un entretenimiento pasajero, no da la sensación que Peter Rabbit haya llegado para quedarse.
Sabemos del amor y la devoción de Guillermo del Toro por el cine fantástico, pero en especial por ese cine de bajo presupuesto conocido popularmente como cine Clase B. Una forma de hacer y escribir nacido prácticamente desde la invención del séptimo arte pero logrando, de la mano de Roger Corman, un concepto sólido establecido en especial en las décadas del ’50, ’60 y parte de los ‘70’. Al menos eso parece ser a juzgar por lo visto también en “La forma del agua” (2017), por la cual ganó el Oscar hace tres semanas. Hablamos de esas ideas estrambóticas de una isla con una araña gigante, o una mujer de cincuenta metros de alto. o un hombre reducido a tamaño microscópico para meterse dentro del cuerpo de otro, era como plasmar en cine todo lo que ocurre en la mente de un niño. Todo ese universo mezclado con el fanatismo por Godzilla y Mazinger Z fueron las piedras basales para que el mexicano pusiese a funcionar el engranaje imaginativo y salir con un licuado de todas esas influencias llamado “Titanes del Pacífico:” (2013). En aquella producción la humanidad se enfrentaba con unos gigantescos monstruos alienígenos salidos de una brecha abierta en el fondo de los océanos. ¿Cómo lo hacía? Creando robots tan grandes como los extraterrestres que pudiesen estar “a la altura” de las circunstancias. El sueño del pibe llevado al cine. Por supuesto que una idea de semejante naturaleza tiene como premisa encontrar la manera más creativa de romper cosas para desafiar a los creadores de efectos visuales. Y cuando decimos romper cosas no hablamos de la vajilla de la abuela, sino de un robot tratando de romperle la jeta a un lagarto foráneo tirándole un barco trasatlántico por la cabeza. Es cierto que esta película era mejor que toda la saga de Transformers junta, pero tampoco era un guión para tirar manteca al techo en términos de conexión entre el espectador y los protagonistas. El eje dramático era débil y por eso al día de hoy en la memoria quedaron tal vez algunas imágenes de espectáculo puro y nada más. ¿Alguien se acordaba de los protagonistas? Llegó la segunda parte, “Titanes del Pacífico00: La insurrección”, y parece que vienen más acorde a como concluye esta. Pasaron diez años, la grieta se cerró (sin eufemismos, no empecemos) y hay gente que vive de vender chatarra de los robots porque hay una parte de la sociedad que no ha sido reconstruida. Jake Pentecost (John Boyega), el hijo del piloto de robots de la primera, anda transando en ese negocio, pero no le va bien. Escapando de gente pesada conoce a una prolífica y precoz niña llamada Amara (Cailee Spaeny), capaz de armar su propio robot a menor escala y de arriesgarse a escapar con él de la policía. En fin. Para no ir a la cárcel, Jake es reclutado nuevamente como entrenador de la nueva generación de pilotos y es llevado a la base militar en donde se reencuentra con un viejo colega y rival, interpretado por Scott Eastwood ( que cada vez se parece más al padre). No hay mucho más para contar porque realmente no lo hay en el guión escrito por Emily Carmichael, Kira Snyder, T.S. Nowlin y el propio director, Steven S. DeKnight. Adolece del mismo problema que la primera en el sentido de lograr empatía con los personajes y la buena chance que había para desarrollar el más interesante de todos, el de la niña, se diluye por la focalización en una rivalidad poco justificada y la flojísima construcción del personaje antagónico, no sólo por la construcción en sí, sino por manifestarse éste casi a la mitad de la película. Eso sí, rompen todo ¿eh? Bajan edificios enteros de una piña, vuelan puentes de un rodillazo, etc. Gran calidad de efectos especiales y visualñes, pero que parecen aislados de lo principal en este género que es poner al espectador del lado de alguno de los protagonistas. En este aspecto, Roger Corman podía resolver un monstruo con una máscara de goma, pero narrar la historia, la narraba.
En “Mujer y Marido” los experimentos pueden traer consecuencias inesperadas para los que no están preparados. Pregúntele sino a Andrea (Pierfrancesco Favino), un médico que inventa un aparato para conectarse con la mente de Sofía (Kasia Smutniak) luego de que en una sesión de terapia de pareja la sugerencia pasase por tratar de ponerse en el lugar del otro. El experimento sale mal y los cuerpos de cada uno pasan a ser habitados por la personalidad del otro. Esta fórmula de intercambio para ver qué hace una mujer dentro del cuerpo de un hombre o un padre dentro del cuerpo de un hijo, etc vienen con un índice de popularidad neta desde que en 1981 Carl Reiner dirigiera “Hay una chica en mi cuerpo”, con Steve Martin y Lili Tomlin, por lejos, la mejor de todas, aunque hubo algunas pinceladas en “De tal padre, tal hijo” (Rod Daniel 1987) con Dudley Moore, o cierto desparpajo de Jamie Lee Curtis en “Un viernes de locos” (Mark Waters, 2003). Lo cierto es que la fórmula ya no es original y a lo único que apunta es a un recambio generacional de público que ya haya olvidado las anteriores porque, por lo demás, es un argumento que precisa apoyarse de sobre manera en la calidad de las actuaciones para poder sobrevivir el tedio de lo predecible. “Mujer y Marido” cuenta con dos buenos actores que ya tienen demasiado trabajo lidiando con la obviedad de los diálogos escritos por Carmen Danza y Giulia Steigerwalt, y aun así se las arreglan con una parva de sutilezas gestuales y corporales para no caer en el cliché de las formas. Si se hubiese apostado por el verdadero grotesco o incluso por el melodrama consciente a lo mejor estaríamos hablando de otra cosa, pero el tratamiento tibio denuncia el tipo de público al cual apunta y la poca inventiva que queda por explotar en este estilo de puesta. Incluso en términos del discurso del texto cinematográfico se podría ponderar aquella idea del guión de “Lo que ellas quieren” (Nancy Meyer, 2000) poniendo a un paradigma de macho alfa como Mel Gibson a tener que entender a las mujeres siendo una de ellas. Es más, en tiempos de “ni una menos” y la lucha por lograr la igualdad de género, que el personaje femenino de esta película pueda arreglar sus asuntos gracias a usar la mente del hombre es, como mínimo, subestimar el pensamiento contemporáneo.
Más allá de los resultados finales, uno no puede dejar reconocer que la industria cinematográfica norteamericana tiene un fuerte sentido de la oportunidad para meter sus productos rápidamente en la coyuntura cultural e histórica del momento en que viven. No hacía dos años de la guerra de Irak y ya había un par de películas dando vueltas sobre el tema sacando conclusiones antes de que todo concluya. El atentado en la maratón de Boston ocurrió en abril de 2013. No pasaron más de dos años y ya estaban en carpeta tres o cuatro proyectos, dos de los cuales ya se estrenaron “Día del atentando” (Peter Berg, 2017) y “Más fuerte que el destino”, esta semana. Jeff Bauman fue una de las víctimas de las dos bombas, sufriendo la amputación de ambas piernas como consecuencia. Poco a poco se fue reponiendo y adaptando a su condición física y también a su condición anímica, hasta alcanzar una fama insospechada por haber logrado seguir adelante pese a las desafortunadas vicisitudes. Hay una cosa que David Gordon Green defiende a capa y espada en esa producción: La de mostrar cómo quedó físicamente Jeff,, muy bien interpretesdo por Jake Gyllenghaal. Naturalizar la visión de sus piernas como marca indeleble de la tragedia. Hay momentos, en este sentido, que rozan el mal gusto. Se entiende que la justificación esté dada para poner al espectador en el lugar de la víctima, pero hay que ver que tan efectivo es hacerlo en forma tan literal porque a su vez, y esto sí forma parte del panfleto, sirve para construir en el espectador la figura del héroe. Héroe, palabra de la cual el pueblo yanqui es fanática confesa, ha servido, y sirve hoy, a los efectos de la formación ciudadana en materia de ultra patrioterismo. Si como muestra basta un botón, recuerde, hace menos de un mes, el insólito y patético segmento de la última entrega del Oscar dedicado a los soldados “que sirvieron y sirven a la patria en el exterior”.Acotaciones al margen, el hecho de que Jeff se pregunte si es héroe solamente por una bomba que le voló las piernas es lo que haría interesante la propuesta, y si bien lo que sucede en el contexto familiar respecto de ser la mamá o los hermanos del sobreviviente del atentado es lo mejor de la película, la idea queda a un costado para centrarse en la relación que el protagonista tenía con su novia antes y después del atentado. Es cierto que el drama se profundiza entre los dos. Jake Gyllenghaal y Tatiana Maslany se autoimponen un duelo actoral y emocional que logra imponerse al resto de las cuestiones, y es por el tenso crecimiento de este vínculo que “Más fuerte que el destino” progresa bien. Era una buena oportunidad para hablar de otra cosa, pero los héroes son héroes aunque estos no quieran y el director esquive hábilmente el tema centrándose en los estados emocionales de sus criaturas. La crítica quedará para otro momento en el que alguien decida tomar la posta de aquella brillante sátira social de Stephen Frears llamada “Héroe accidental” (1993). Mientras tanto, este estreno se regodea en lo humano y en el buen trabajo del elenco.
“Que linda es Angelina Jolie. Pero qué linda que es”. Recuerdo bien que, hace casi diecisiete años, este pensamiento fue recurrente durante toda la proyección de “Lara Croft: Tomb Raider” (Simon West, 2001). Dos años después me pasó lo mismo durante las dos horas de proyección de la secuela: “Que linda es Angelina Jolie. Pero qué linda que es”. Lo que pasa es que en ambos casos, la ex de Brad Pitt era lo único que valía la pena, más allá de algún adelanto tecnológico. O sea que el relanzamiento del personaje una década y media después tiene tintes de reivindicación para este producto nacido en el mundo de los videojuegos. Es notable como una gran oportunidad se ve absolutamente desperdiciada. Una teoría es que tanto el director, Roar Uthaug, como los guionistas de “Tomb Raider”, Geneva Robertson-Dworet, Alastair Siddons y Evan Daugherty, tienen entre 35 y 42 años. O sea veintipico cuando se estrenaron las originales. Todo indica que es un acto de venganza, o de soberbia, contra los guionistas y directores anteriores para demostrarles que sí se puede hacer peor. En una aventura de estas características hay elementos que son insoslayables. El vértigo del montaje, el uso de diálogos filosos, por supuesto el humor frente a situaciones desesperadas y, obviamente, la instalación del verosímil y la construcción de personajes merced a un guión bien escrito. Casi nada de esto ocurre aquí, porque la estética seria solemne y melancólica endilgada ex profeso a la protagonista, tiñe el metraje de una energía extraña, como si nadie la estuviese pasando demasiado bien, empezando por Alicia Vikander. Si el casting fue por phisyque du rol y nada más que por eso, parecería acertada la elección, pero aún con las características que Lara tenía en el videojuego: seca, de pocas palabras, fría pero decidida a la acción, etc, el cine de aventuras se puede tomar algunas licencias, porque hasta Scarlett Johansson en “Lucy” (Luc Besson 2015) tenía momentos de distensión facial y situaciones que promovían a la risa. Lara Croft debe emprender un viaje a una isla llena de peligros, la misma en donde desapareció su padre. Con esto sólo basta para promover la habilidad de los artistas para contar la historia, pero entre los larguísimos momentos de distensión, las secuencias de acción desangeladas y diálogos demasiado difíciles de remar, por más Oscar que se haya ganado, “Tomb Raider” aburre y cae en un tedio de siesta en Santiago del Estero a las dos de la tarde, con chicharras incluidas. “Que linda es Angelina Jolie. Pero qué linda que es”.
Nueva muestra del virtuosismo de éste enorme realizador para degustar una y otra vez su exquisita forma de hacer cine. Se necesita un estupendo guión para hacer una estupenda película. Siempre ocurre con Paul Thomas Anderson pero, claro, es que él es un estupendo director de cine. “El hilo fantasma” es la última de las nueve nominadas al máximo galardón que faltaba estrenarse, y la espera valió la pena porque es claramente la mejor por concepto, convicción y resultado. Década del ’50. El Sr Reynolds Woodcock (Daniel Day Lewis) es un diseñador de vestidos de alta costura para la clase más rica de Londres. Está terminado un vestido que entregará a una dama de la nobleza que usará en una importante noche de gala. En ese contexto, y en pleno desayuno, un conflicto entre él y su ocasional mujer, con Cyril (Lesley Manville), la hermana de Reynolds, como silenciosa testigo, origina la separación de la pareja y una escapada del hombre para desenchufarse. La casualidad lo cruza con Alma (Vicky Krieps), una camarera de bar de pueblo que, al momento de irse con él adivinamos cual puede ser el posible ciclo de ese vínculo, e intuimos que lo importante será, justamente, saber qué tiene de particular dicho vínculo y por qué el director los eligió a ellos para indagar nuevamente en los costados oscuros del ser humano. Similar a lo que hizo en “The Master” (2012) con los personajes de Joaquin Phoenix y Phillip Seymour Hoffman. “El hilo fantasma” no es una película sobre la moda, ni el modelaje ni la alta costura, pero utilizará todos estos elementos como la metáfora perfecta de la superficialidad, y a su vez calará bien profundo en la psiquis de los personajes para descubrir e indagar sobre la soberbia como sustento vital para sostener las almas cuando éstas están vacías. En este punto, estamos frente a una radiografía del ego, y como tal sólo se puede ver bien a través de la luz. Así, es ese comienzo brillante, con cuatro minutos de planos en donde descubrimos el nivel de minuciosidad de Reynolds. desde su forma de lustrar los zapatos y su aseo personal, hasta su forma de caminar, hablar o servirse agua de una tetera para desayunar. Lo mismo sucede con la casa: la apertura de ventanas, y el ingreso de las costureras en un silencio interrumpido por la mención de sus nombres al pasar por al lado del dueño de casa. Un hombre que construye su exterior y se ha vuelto un experto en hacer lo mismo con los demás. Sus vestidos son sus criaturas y sólo hay tiempo y dedicación para ellas. “Tengo que entregar el vestido. No puedo confrontar en este momento. No tengo tiempo para confrontaciones”, dirá a su futura ex luego que ésta pregunta donde estuvo anoche. Al entrar Alma en su vida (eufemismos aparte), la mujer de la cual queda prendado, todo va a cambiar. Pronto el espectador podrá hacerse esas preguntas para las cuales Paul Thomas Anderson allana el camino. ¿Está enamorado de Alma o del hecho que sus medidas sean las exactas para confeccionar sus vestidos? Ergo, ¿Está enamorado de él mismo? ¿De su talento? ¿Qué pasaría si ella se rebela a ese “contrato tácito” que mantiene con él? A no preocuparse porque no habrá un sólo rincón del espíritu de ambos sin recorrer. Es tan profundo a donde llega el guión que cada gesto y cada acción prepara el terreno para lo siguiente, y dónde comencemos a querer volver a la superficie tendremos un nuevo giro en las actitudes que nos mantendrá expectantes. No puede no mencionarse el trabajo de los tres actores principales. Tanto Lesley Manville como Vicky Krieps componen desde registros distintos, pero siempre pensando y sintiendo en la circunstancia dada, orquestada magistralmente por Daniel Day Lewis. Los tres personajes parecen necesitar gritar para descargarse, pero los cuerpos de los actores contienen ese cúmulo impulsivo y llenan el espacio de los planos con una tensa calma. Es más, será en el último tercio en donde las cartas de los tres quedarán expuestas en la mesa para entender cuán serviles son las debilidades a la construcción de la simbiosis. Un eje que se vuelve tan peligroso como dominante de las relaciones. Una nueva muestra del virtuosismo de este enorme realizador que entrega para degustar una y otra vez su exquisita forma de hacer cine.
Obra fílmica fundamental, emotiva hasta las lágrimas” El día de los muertos es, en México, una de las celebraciones más coloridas y alegres a las que se puede asistir en el mundo, y sin embargo también tiene una agridulce impronta en el hecho de visitar los cementerios para dejar flores y ofrendas de todo tipo a aquellos parientes que ya no están. El ritual persigue una mística de preciosa concepción y virtuosismo humano: no es la muerte el momento de la desaparición, sino el olvido. Hace apenas poco más de tres años la brillante realización animada “El libro de la vida” (Jorge R. Gutierrez, 2014) ponía esta temática de manifiesto cuando, un grupo de chicos de colegio asistía a un museo y se encontraban con una particular guía que les contaba esta leyenda desde el punto de vista de las deidades involucradas en los universos antagónicos: el recuerdo y el olvido. Tres años después, los estudios Pixar rescatan el mismo tema. Extraña coincidencia porque no parecía haber mucho más para contar. Pero estamos frente a los hacedores de verdaderas obras maestras del cine como para andar dudando del estreno de “Coco”. Y sí. Es otra genialidad. Coco es una casi centenaria mujer con la cual su bisnieto Miguel siente una conexión especial. Como sucedía en “Up, una aventura de altura” (Pete Docter y Bob Peterson, 2009) los primeros cinco minutos son un corto en sí mismo de una inusitada potencia narrativa y poder de síntesis para presentarnos un divertido árbol genealógico que nos lleva hasta el niño protagonista. El origen del conflicto es, aparentemente, la música. Esta forma de arte, según sus padres y parientes, es la causante de los males de la familia que luego de una tremenda decepción, provocada por un ancestro que perseguía su sueño de cantar, se dedicó a fabricar zapatos firmes y duraderos, lo cual parece ser también el destino de las generaciones venideras. Sin embargo, el llamado espiritual de Miguel no es hacer calzados sino la música. Ese día de los muertos hay un concurso de cantantes en la plaza y el chico hará lo posible por participar. Pero algo sale mal, la abuela lo descubre y rompe su guitarra por lo cual habrá de conseguir una a como dé lugar. No tiene mejor idea que entrar en el mausoleo del más grande músico de ese lugar para “tomar prestado” el instrumento. Un acorde es suficiente para conectarlo con el mundo de los muertos y ver como hace para salir de allí antes que sea demasiado tarde. Es imperativo no revelar más que esto de la trama porque al ser uno de los guiones mejor escritos en este género lo mejor está por descubrirse. De pie para aplaudir a Adrian Molina y Matthew Aldrich quienes, luego de cinco años de viajes por todo México investigando; recolectando historias, imágenes y sonidos, han logrado captar a la perfección la esencia misma de una mitología única que ante todo, rescata el valor inestimable del recuerdo generacional para mantener vivos a los muertos que, a su vez, es servil a la construcción de la verdadera fortaleza de mantener vigente la memoria. Como sucedía (salvando alguna distancia) en el libreto escrito por Bob Gale y Robert Zemeckis de “Volver al futuro” (Robert Zemeckis, 1985), cada elemento en la imagen, cada palabra dicha en el mundo de los de carne y hueso, tiene su réplica en universo de los (llamémoslos) no olvidados y por esta razón es menester prestar atención porque en los detalles está el secreto. Y si nos ponemos exigentes, la bisabuela Coco, tiene una implicancia parecida a la famosa palabra “Rosebud” que cerraba el guión perfecto de “El ciudadano” (Orson Welles, 1941). Es más, queda a deliberar si la referencia al clásico es por Coco misma o por la canción “Recuérdame” (ya sabrán por qué). Hay gags para tirar para arriba (imperdible momento entre un aduanero y el personaje de Héctor vestido de Frida Khalo), otras claras referencias a la cultura mexicana, canciones inolvidables más allá de la citada, un diseño de arte que hace culto del color y sus combinaciones, pero también a la arquitectura (ver como se parecen los puentes de un mundo al otro con los centenarios acueductos). Todos estos factores hacen de “Coco” una obra fenomenal, emotiva hasta las lágrimas por la enorme cantidad de referencias a los “personajes” que cada una de nuestras familias tiene (y que también son leyendas a rememorar en cada reunión), pero sobre todo por abrazarse de forma genuina a la virtud de contar una historia en forma de cine. Se puede cerrar de muchas maneras el comentario de una película. A veces no hace falta pensarlo mucho. Es bastante simple si uno se aferra a la placentera sensación que deja un viaje emocionante: ¡Gracias!
Para cinéfilos empedernidos y publicos que busca historias bien contadas La razones por la cuales una película se convierte en una obra de culto, con miles y miles de seguidores que la celebran, la comentan y suman adeptos, no tiene una explicación lógica y mucho menos cinematográfica. Un minúsculo grupo de espectadores, por lo general atento y sensible, las ve y las adopta como propias, pese a la supuesta influencia de los críticos que en su momento las han defenestrado (con razón, por cierto). El caso emblemático es la filmografía completa de Ed Word, con “Plan 9 del espacio sideral” (1959) a la cabeza. Sobre este director, Tim Burton plasmó una de sus obras maestras, la cual justamente abordaba, desde un lugar casi de admiración, la historia de ese hombre absolutamente convencido de la maestría de sus proyectos. Un estado de saludable inconciencia atravesaba sus proyectos al punto de vivir intensamente dentro de un micro-universo alimentado fundamentalmente por un incondicional amor hacia el séptimo arte. Esa tesitura para hacer, hablar y vivir el cine por parte del creador de “El gran pez” (2003), es la misma que usa James Franco en “The disaster artist: obra maestra”, uno de los grandes estrenos del año y con camino allanado para, al menos, un par de nominaciones al Oscar 2018. Hasta 2003 (tal vez un par de años más) “Plan 9…” era considerada la peor película de la historia. Nadie hubiese apostado por un lanzamiento peor. Pero en 2003 se estrenó “La habitación”, escrita, producida, protagonizada y dirigida por Tommy Wiseau, un buscavida que anhelaba con hacer una película y meterse en el mundillo de Hollywood. Se estrenó a mitad de ese año y fue un fracaso total por atribuirse el raro récord de haber hecho todo mal en todos los rubros posibles. Fue una de las pocas veces que algunos cines colgaban un cartel que rezaba “No se devuelve el precio de la entrada” en la segunda semana de exhibición. Algunas frases de la crítica aseguraban: “…verla es como ser apuñalado en la cabeza…” o “…más que un seductor, Tommy Wiseau parece un cantante de Heavy Metal vomitando palabras…” y así por el estilo. Sobre todo lo ocurrido antes, durante y después del rodaje y estreno de “La habitación” trata “The disaster artist: obra maestra”, pero desde una visión completamente afín al hecho de poder soñar, a la fidelidad de las convicciones y, por supuesto entendiendo, por carácter disociado, que la determinación es la clave de toda empresa. Por loca que esta se vea desde su concepción. Tanto es así, que vale la pena buscar en Youtube la película para verla antes de dirigirse al cine porque, ante todo, este estreno es una especie de veneración a todo lo expuesto antes. Una gran propuesta de James Franco que, como Tommy Wiseau, también produce, co-escribe, protagoniza y dirige. No podía hacerse de otra manera. Son varios los atributos de la obra, empezando por la inteligencia de encontrar el camino para no caer en la burla, en la actitud despectiva hacia el personaje, pero tampoco en una obsecuencia condescendiente o panfletaria de quién, involuntariamente, triunfó con una pésima película pese a ser de culto. Hay en el guión una crítica soslayada al sistema que pergeña un modelo de éxito relativo perseguido por muchos persiguen y que definitivamente pocos logran. El trabajo del elenco completo es sencillamente contracultural pues han de lograr un registro enfocado a lo paródico en tanto “actuar mal” para espejar el gen mismo de “La habitación” y sus posteriores falencias. Como actor, James Franco ha logrado algo parecido a lo que Adam Driver hizo en “Paterson”(Jim Jamusch, 2017), es decir captar la singularidad del ser humano y transitarla en su máximo exponente. Un estreno para cinéfilos empedernidos es cierto, pero también para los que simplemente se sientan en la butaca a ver una historia bien contada.