¿Qué hacer cuando la muerte golpea tan fuerte, revelando las grietas y la fragilidad de la vida? ¿Dónde se encuentra ese combustible tan difícil de conseguir para continuar lo más liviano posible? En su segundo trabajo documental, el director Ricardo Piterbarg encuentra una de las tantas respuestas posibles a estas incógnitas existenciales mediante un retrato íntimo y sincero de Mirta Regina Statz, una artista plástica, compositora y bailarina de tango que tuvo la desgracia de estar trabajando como cualquier otro día aquel 18 de julio de 1994 en una de las oficinas de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina), sin saber que en cuestión de segundos el edificio se volvería puro escombro, y marcaría uno de los muchos punto y aparte que moldearon la historia del país. La protagonista, quien se desempeñaba como jefa de tesorería de la mutual, es apenas una de las muchas sobrevivientes de la tragedia, apenas una historia entre tantas esquirlas que salieron volando después de la explosión. Pero lo interesante aquí no es tanto las testificaciones en primera persona de ella sobre qué hacía en el preciso momento en que explotó la bomba, que si bien ella, lo recuerda, también hay detalles mínimos, personas que ya no están, fantasmas que se fugan de la memoria, y esas cosas, dice, las que olvida, son las que le hacen mal. El documental se corre del núcleo duro del atentado para indagar en el poder curativo y motivacional que pocos espacios como el arte pueden ofrecer. La atención se centra en el proceso de ésta artista que encontró en el mosaiquismo la práctica más adecuada para darle una nueva forma a las marcas, los pedazos rotos, el quiebre que sufrió su mundo interior, al mismo tiempo que decidió hacer más expansiva su obra abriendo un taller comunitario en la calle Inclán. Motivada por la búsqueda del ser nacional encontró en la figura de Carlos Gardel, más precisamente en esa sonrisa estática, el camino para la realización de un mural en la fachada de su establecimiento con las diferentes creaciones que sus alumnos hicieron de la cara del tanguero. Por eso, ni el nombre de la película, ni el subtítulo que lo acompaña, señalan directamente al acontecimiento de 1994, sino que en una homologación de la técnica artística de la protagonista. Piterbarg estructura el esqueleto del filme utilizando diversas imágenes y formatos (imágenes de archivo, entrevistas, filmaciones caseras) y en especial, desde múltiples aristas que en el fondo desembocan en un mismo pasado. El holocausto como ceniza impregnada en las huellas digitales de su familia y toda la comunidad judía, y después el terrorismo a la AMIA. El tango como el emblema que abrazaron los primeros inmigrantes europeos al bajar del barco. Ikigai, el término japonés elegido por el director para sintetizar el mensaje del filme: una razón para vivir. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Desde la primera escena nos enteramos que los días de Pilar (Natalia Oreiro) comienzan de manera insoportable sin todavía haberse ido a dormir. Su marido (Fernán Mirás), un pintor holgazán y vividor no la deja dormir por culpa de sus ronquidos y su flatulencia nocturna. Arriba, un vecino extendió su fin de semana y sigue de after. En la habitación de al lado, su hijastro, igual de vago que su padre, se la pasa de joda con amigos y filmando películas porno dentro del departamento. A todo esto, su ingenuo ex novio devenido en amigo (Diego Torres), le manda mensajes a medianoche hablándole de su futuro casamiento. Al despertarse todo sigue peor. Los taxistas y automovilistas la minimizan e insultan creyéndose dueños de la calle. Al llegar a la agencia de publicidad donde trabaja, se entera que contrataron a una joven influencer para a darle esa nueva imagen, esa pátina de modernidad y juventud de la que ella, por una cuestión generacional, no tiene. El día parece no terminar y las tensiones aumentan cada vez más hasta que de buenas a primeras explota. Pero no como el protagonista de Un día de Furia, sino peor, hacia adentro: sufre un ataque de pánico. Decide entonces salir a despejarse en el Puente de la Mujer donde como un maná en el desierto se encuentra con un sanador espiritual (Hugo Arana) que además de prestarle su oreja para depósito de sus angustias, la instruye en un ritual casero para afrontar sus miedos. A la mañana siguiente, Pilar despierta siendo otra. Ha adquirido el superpoder de decir lo que siente, tal como sale de fábrica, sin injerencias del Yo ni del Superyo. Sin embargo, todo superpoder tiene sus efectos colaterales y lo que en un primer momento la ayuda a combatir los micromachismos cotidianos, a sincerarse frente a lo que piensa de su esposo, a ganar coraje para renunciar a su trabajo, comienza a ser perjudicial tanto para otros como para ella. De todas las palabras que dispara algunas traen escondidas clavos que terminan hiriendo los sentimientos de su círculo íntimo. Al final, la premisa de que hay que romper todo y construir sobre los escombros que le dicta el personaje de Hugo Arana queda a medias. Pilar rompe todo, arregla algo y se va sin nada, manejando por la autopista, haciéndose cargo de su locura, por suerte, con más gracia que desgracia. Como se ve la historia sigue exactamente el mismo orden de escenas, el mismo estereotipo de personajes, el mismo guion prefabricado que Sin Filtro (2016), película del chileno Nicolás López en la que está basada -que a su vez ya tuvo su remake española de la mano de Santiago Segura este mismo año. La variación de Re loca entonces pareciera ser muy leve. Un argumento idéntico, solo que con actores de diferente nacionalidad. Sin embargo, es en esta ambientación localista y sobre todo, en el impecable elenco donde la película de Martino Zaidelis adquiere fuerza, sentido de existencia (y pertenencia). No olvidemos que estamos frente a una comedia donde se putea, y mucho. Y si hay algo que le gusta a una parte importante del público argentino es una buena puteada, fuerte y a lo criollo. Y qué estas barbaridades salgan de la boca de Natalia Oreiro, ligada siempre a esa imagen de mujer graciosa y carismática pero carente del plus explosivo que sí tiene por ejemplo Erica Rivas, es el mayor acierto del director. Desde su histrionismo hasta la manera en que manda a todos a la mierda en la segunda mitad, la actuación de Oreiro es absorbente durante todo el largometraje. Verla en personaje de mina sacada es como estar frente a un niño pequeño que dice sus primeras malas palabras, y esto, termina siendo recibido con una mezcla de simpatía y sorpresa que divierte, entretiene y por lo tanto, funciona. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Pasaron 14 años desde que Pixar trajo al mundo a los Parr, una familia tipo, ordinaria, de clase media estadounidense, demostrando así que sus humanos también podían animarse por computadora y a la vez, ser los protagonistas de la historia. Eso sí, se tomaron la sutil licencia de que no fueran del todo “normales” sino que gozaran de algunos superpoderes. Por ejemplo, Bob, el padre, poseedor de una fuerza única, Helen, la madre, capaz de estirarse a amplitudes enormes sin afectar su motricidad, Violeta, la hija adolescente, puede invisibilizarse y crear campos magnéticos, el hiperquinético Dash, algo así como un Bart Simpson pero con supervelocidad, y Jack-Jack, el sorpresivo bebé, que en principio no parece tener atributo alguno. Casi tres lustros después Los Increíbles 2, su secuela, se presenta inmutable, como una continuación que se reactiva justo ahí donde terminó la primera dejando como aviso que no pretende la redituabilidad económica a cambio de abrazar a la nostalgia. Y evitar que los personajes rememoren su pasado, más sabiendo que gran parte del público fueron los niños en el 2000 que hoy tienen entre 20 y 30 años (un blanco etario óptimo para apelar a la niñez), lo considero un logro. Logro que si bien tiene efectos colaterales: esa maldición propia de las secuelas de no poder jamás despegarse del todo su antecesora (menos con Toy Story 2, con vos está todo bien), lo compensa con un alto nivel en la plasticidad tridimensional y con instantes eufóricos y cargados de energía calórica que nada tienen que envidiarles a ciertos pasajes de Misión Imposible o de alguna película de acción interpretada por Bruce Willis. Como dije, el largometraje tiene un comienzo explosivo, donde quedó la anterior, con los Parr, debajo de la ciudad, en pleno combate contra Sub-terráneo. Toda la pelea orquestada por ese spy-jazz eufórico como leit motiv al mejor estilo James Bond. Consiguen entonces que el villano no derrumbe el banco central pero no logran evitar el robo de la caja fuerte, ni las recriminaciones por parte de las autoridades, quienes argumentan que su voluntaria pero ilegal intervención aumentó la destrucción del espacio público. A continuación, se ve a la familia recluida en un motel mientras Bob y Helen discuten el futuro. Él se niega a volver a la camisa, la corbata y el trabajo de oficina con olor a café, en cambio, ella, a salirse del sistema. Helen se lo deja en claro, más allá de que los superpoderes ayuden al bienestar civil y a combatir el terrorismo, para la justicia son ilegales, y la justicia, desde su postura, tiene la última palabra. Si recordamos, en Los Increíbles del 2004 la vuelta de los superhéroes a la clandestinidad ocurría luego de que Bob fuera demandado por un suicida quien lo acusaba de haberle salvado la vida sin habérselo pedido. La libertad individual chocaba con la necesidad, la empatía, el deber que creen tener los superhéroes de poner en funcionamiento sus dones en pos de la sociedad. La película vuelve entonces a traer sobre la mesa cuestiones y contradicciones, terrenos grises propios de la ley, que no se alejan mucho de las que nos dirigen a nosotros. Horas más tarde de la escena del motel, Helen parece olvidar todo lo dicho y vuelve en forma de Elasticgirl después de aceptar la propuesta ofrecida por los hermanos Winston y Evelyn Deaveour, dueños de una empresa de marketing que aspiran a cambiar la imagen de los superhéroes y así, conseguir la legalización de los mismos. A pesar de que la película prescinda de la elipsis de 14 años, el contrato demuestra que el tiempo sí pasó y que gracias al creciente feminismo, ahora los roles están invertidos. Helen es quien sale a trabajar y Bob, quien se queda en posición doméstica y al cuidado de su familia. De esta manera, la película avanza con un pie en las diferentes misiones que van cumpliendo Elasticgirl, que con la aparición de un extraño villano llamado Rapta-pantallas que hipnotiza y convierte en autómatas a las personas, se vuelven cada vez más riesgosas, y otro en el interior del hogar. De hecho, los instantes más graciosos suceden aquí, principalmente durante los intentos de Bob por controlar a Jack-Jack. El inofensivo bebé ahora tiene una batería impredecible de superpoderes. Sin lugar a dudas es el comodín del filme y el centro gravitatorio para sacarle el jugo a las potencialidades e innovaciones de la animación. Por más pequeño que sea, algo nuevo bajo el sol. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Parece que la fórmula de tomar un hombre común, ordinario, como cualquier otra persona de las que están sentadas frente a la pantalla e introducirlo en una situación límite para ver hasta donde es capaz de llegar su temperamento o examinar cuánto de animal hay en el ser humano sigue vigente en la última película del guionista y realizador Armando Bo. En este caso, un órgano defectuoso en un burgués con ahorros, mujer e hijos será el inicio de un descenso a los infiernos que llegará hasta el inframundo de la sociedad, allí donde se (sobre)vive en asentamientos okupas y la amenaza del desalojo está siempre latente. Como en Un día de furia (1993) o con el explosivo humor del ingeniero Bombita de Relatos Salvajes (no me sorprendería haber visto Animal en versión reducida y de la mano Damián Szifrón) Bo reproduce el ritmo trepidante de Hollywood, para sacar -democráticamente- lo más miserable de la clase media argentina como de cierta vagancia y mediocridad lumpen. A través de un sutil plano secuencia amanecemos junto a los Decoud, una familia exageradamente feliz, irreal, donde ninguno de sus integrantes despierta de mal humor. Incluso, hasta la cámara puede darse el lujo de emanciparse de los personajes, total, no hay de qué preocuparse, todo funciona demasiado bien y con una sincronización tan ensayada propia de alguna publicidad de queso blanco. Sin embargo, esa misma mañana, durante su corrida diaria frente al mar (viven en Mar del Plata, en la gris Mar del Plata de invierno) Antonio, interpretado por éste nuevo Guillermo Francella serio y cinematográfico, comienza a sentirse mal y se desvanece, mientras las olas imponentes y desentendidas ni se mosquean, siguen rompiendo contra las piedras. Una elipsis nos sitúa dos años después y vemos a aquel cabeza de familia, sano, cumplidor de las leyes y la moral imperante, sometido a su diálisis diaria. Antonio, quien lleva anotados los días sin fumar, quien llegó a gerente laburando duro en un frigorífico, quien nunca olvidó pagar sus impuestos, se da cuenta que los dioses no trabajan en la AFIP, que ser correcto no te hace inmune a la desgracia y que viendo las terribles estadísticas, necesita ya un trasplante de riñón. El problema para él es que el sistema de salud no hace diferencia de clases: anda mal para todos, entonces, como bien lo aclarará más adelante la canción de los Rolling Stone “You can´t always get what you want”, si no podés conseguir lo que querés, habrá que ir buscarlo a otro lado, por debajo de las leyes. Así es como aparecen Elías y Lucy (Federico Salles y Mercedes De Santis), él: un vago, borracho y nihilista con estética steampunk que si lo vemos leyendo algo es a Bukowski; ella, una joven embarazada mucho más “rescatada”, que espera que el órgano de su novio sea compatible para poder cumplir su sueño de tener una casa propia. Por más trillado y sacado de manual de guion que sea, lo más interesante que tiene el largometraje de Bo es este choque entre dos universos opuestos y sobretodo, como a medida que las bases y condiciones de la transacción se deforman el termómetro de Antonio va subiendo hasta sacar lo más salvaje de sí. Es verdad, los actores que hacen de la parejita están muy aferrados al estereotipo y por momentos el mundo en el que se mueven es tan recargado que hasta parece tomado de otra película lo que quiebra un poco el realismo extremo que la trama exige. Por ejemplo, hacia el final, cuando nuestro Dante irrumpe sin aviso en el edificio okupa, la escenografía, la iluminación, toda la imagen está exageradamente hipersaturada como en un filme de Darío Argento, y para quienes todavía no les quedó clara la alegoría al infierno, una música clásica edulcora aún más la escena. En definitiva, salvo algunas situaciones que crecen como un brote inútil y extienden innecesariamente la trama, Animal es una película sobria y compacta que se sufre en carne propia. Un drama de supervivencia con personajes grotescos (y tratamientos médicos) chupasangres dignos de una película de vampiros, que le dispara una moraleja atroz al orgullo del burgués promedio y meritócrata. Al final, qué sentido tiene tener todo si una vez muerto no se puede disfrutar nada. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Luego de aquel hit sobre embarazo adolescente que fue Juno (2007), la sociedad entre el director Jason Reitman y la escritora Diablo Cody recién volvió a reactivarse en 2011 con Young Adult, filme que tenía como protagonista a una Charlize Theron soltera e independiente que habiendo llegado a sus 38 años todavía vivía bajo un estado de inmadurez que la llevaba a comportamientos infantiles como volver a su pueblo natal para recuperar a su novio de la juventud. Así es como llegamos a Tully, otra comedia dramática que vuelve a convocar al trío, en este caso, para explorar las vicisitudes que provoca la maternidad como rara vez se vio en la pantalla. Si bien, un juicio precoz podría decir que estamos ante la antítesis de Young Adult (y nuevamente, ante la muestra de las diferentes anatomías que puede adoptar el físico mutante de Theron) aquí también hay vacío, aunque éste ocurra por acumulación. Con Drew (Ron Livingston), un marido laborioso y apático, dos hijos -de los cuales el mayor vale doble por sobrecarga de energía y severos trastornos obsesivos-, y un tercero en camino no deseado, Marlo está a punto de explotar en el doble sentido de la palabra. De modo que para cotejar la situación deciden contratar a Tully (Mackenzie Davis), una niñera nocturna de 26 años, al parecer más humanizada que Mary Poppins, que rápidamente servirá de distensión para rescatar a Marlo de su depresión post-parto. Si hay algo que define al cruce entre el director y la guionista es la fluidez casi televisiva que consiguen, -reforzado aquí por la soltura explosiva de Theron y la irreverencia inimputable que le confiere su papel de madre terceriza. Los diálogos a madrugada entre madre y niñera tienen el timming, la inteligencia y el escenario propio de una sitcom, dado que el vínculo nace y crece en el interior del hogar mientras el resto -padre e hijos- duermen. Es más, Tully y Drew se ven solo una vez y desnudos, en un irracional episodio apoyado por Marlo para reavivar la actividad sexual de su esposo porque claro, dentro de la crisis emocional que la acecha también se encuentra la imposibilidad de que el cuerpo maternal sea sexualizado. Por más vivos que sean los colores de la puesta en escena, por más cartuchos de humor negro que gasten para despistar la atención del espectador, por más cómica que se quiera vestir la tragedia, el final invierte la película en 180° y eso ya es mucho para un género que tiene la fama de ser predecible y pasatista. No hay dudas de que la dupla Reitman-Cody ha agudizado su mirada sobre el embarazo hasta llegar al nivel más traumático y desolador de la maternidad lo que coloca a Tully en las filas patológicas de El bebé de Rosemary y no como continuación de la simpatía indie de Juno. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Es sabido, cualquier hecho verídico capaz de trasladarse a la pantalla pone a Hollywood con la lengua afuera y los ojitos brillosos, más allá de que luego de recrearlo la única conexión que se mantenga sea un simple cartelito de letras blancas sobre un fondo negro que diga “basada en una hecho real” porque es sabido, a Hollywood todo lo que le parece chico siempre puede ser más grande. Bajo esta lógica de la espectacularización ha caído la historia de Yossi Ghinsberg (Daniel Radcliff), un joven israelí que durante un viaje como mochilero en Bolivia, emprende una expedición hacia la selva amazónica seducido por Karl, un misterioso aventurero que le asegura la existencia de una tribu desconocida (Indiana Jone meets Into the Wild). Gregg McLean, conocido principalmente por los slashers australianos Wolf Creek y Wolf Creek II, desperdicia aproximadamente una hora en una introducción que se empeña en dibujar con una prototípica profundidad cada personaje para luego, dejar a Yossi aislado, luchando contra alucinaciones y fantasmas de un pasado biográfico que nunca antes había sido mostrado pero que el director igual implanta en forma flashbacks. Habiendo visto 127 Horas, Naufrágo o ¡Viven!, uno pensaría entonces qué otra cosa más allá de la locación puede actualizar un género que es bastante claustrofóbico y unidireccional en sus posibilidades narrativas. Al fin y al cabo no hay mucha vuelta: o sale vivo o no sale y en este caso, la respuesta está escrita de antemano. A lo largo de las tres semanas no pasa mucho aunque la música pretenda aparentar lo contrario con ese subibaja invasivo de fade in y fade out. El cuerpo de Yossi va transformándose poco a poco, a medida que su cabeza desbarranca hasta alcanzar una especie de epifanía en un autosacrificio cuasi religioso con hormigas (si su viaje a Bolivia estaba motivado por la búsqueda del sentido de la vida podríamos decir que lo terminó encontrando). Además de la evidente pérdida de masa corporal, se le pudren los pies y debe extirparse un parásito subcutáneo de la frente en un claro desvío de esta historia de aventuras al plano del body-horror y el terror psicológico, aquel en el que McLean sabe cómo sacar provecho. Para quien vio Deliverance (1972) es inevitable no pensar en Jungla como su versión amazónica. Desde las caracterizaciones bien definidas de los cuatro miembros del grupo y la competencia tacita por quien lleva más testosterona en sangre, hasta los rápidos del río -esas gargantas aguadas de la muerte capaces de tragarse en un segundo a quien las navegue. Pero mientras el clásico de John Boorman apoyaba su relato sobre la reflexión consciente del choque entre civilización y barbarie, el filme de McLean es una odisea que va implantando tópicos dispares a fin de engrosar una historia que desde el principio ya conocemos su resolución. Queda entonces el foco puesto en cómo un esquelético Radcliff se las arregla sin su varita mágica para sobrevivir en un territorio que poco tiene de peligroso (se ve que Noé no pudo llegar con su arca a la selva para depositar algo de fauna) y para sostener una película con más maquillaje que alma. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Nadie imaginaba que el cráneo de Steven Spielberg todavía brillaba con la fuerza necesaria para hipnotizarnos como insectos alados, sin embargo su reciente largometraje Ready Player One -adaptación del best seller de Ernest Cline- es la muestra cabal de que por el momento su capacidad de hacerle un tajo considerable y veloz a la pantalla para que durante más de dos horas los espectadores puedan evadirse completamente de la sala para entregarse de lleno y hasta casi de forma corpórea al entretenimiento más puro y concreto, sigue intacta. Está claro que la nueva entrega no refulgirá con la misma intensidad con que lo hacían Tiburón, Indiana Jones o ET por una cuestión no solo etaria, ya que sería inaudito enfrentarla con clásicos tan trascendentales, sino también porque el filme es al mismo tiempo una homenaje a esas joyas del cine de los 70 y 80. Pero como no solo del cine vive el hombre, si lo antropomorfizáramos, podríamos decir que Ready Player One es además un bebedor compulsivo de nostalgia, un fetichista de una época regida por el videoclub y los primeros gateos del videojuego. Retomando el espíritu distópico y cyberpunk fogoneado por una larga tradición de las películas de ciencia ficción, la trama plantea un futuro que impresiona por lo cercano y lo hostil. Estamos en 2045 y la brecha social se ha extendido tanto al punto tal que la mayoría de los habitantes sobrevive como puede en una suerte de villa urbana rodeada de smog y compuesta por edificios hechos de trailers en desuso. Frente a este panorama adverso las personas gastan el mayor tiempo posible conectados a un juego de realidad virtual llamado Oasis que les permite un escapismo del mundo real momentáneo, en cuanto tengan el dinero para costearlo, pero exitoso al fin. Por su parte, Halliday ingeniero informática y dueño de la empresa, antes de morir decide esconder tres llaves dentro de la plataforma con el fin de obsequiar las acciones corporativas a quien logre descubrirlas primero. Es aquí donde, como el Charlie que logra hacerse del ticket dorado para ingresar a la fábrica de Chocolate, aparece Wade Watts (Tye Sheridan), un joven pobre y huérfano que al conseguir la primera llave bajo el avatar de Parzival se pone a la cabeza de la competencia para superar los siguientes niveles y en consecuencia, en la mira de una compañía de realidad virtual con intenciones maquiavélicas que intenta monopolizar el juego por completo. Como todo camino del héroe la aventura será secundada por un clan, entre los que se encuentra, Art3mis una joven que interioriza a Wade en cuestiones que van más allá de lo lúdico y la evasión que permite el sistema, le expresa los efectos catastróficos que puede tener en la vida real el triunfo de la empresa maligna liderada por Sorrento. Por otra parte, Oasis es más que un juego, mucho más que una vía de escape frente a la realidad atroz que sacude al mundo. La plataforma es una red inabarcable (exageradamente inabarcable que requiere de varias visionadas) de citas a la cultura popular de los ochenta y noventa, justamente, un paraíso hecho por y para su propio creador Halliday. Al conectarse, los participantes además de unirse a la competición, ingresan a una especie de museo geek en clave binario donde conviven en perfecta armonía íconos del cine como King Kong, Alien o el automóvil de Volver al futuro con referencias al mundo del videojuego como el Minecraft o el Doom. Este salto de realidades, la del mundo futurista/distópico y la del mundo 2.0 que se abre al colocarse el casco queda elocuentemente articulado bajo una narración que tiene a Spielberg como alquimista. Sin desvíos, sin giros de más, solo una aventura que a pesar de las sacudidas grandilocuentes que ofrecen los efectos visuales, consigue avanzar tranquila y sin complicaciones hacia sus objetivos. Eso sí, debajo del entretenimiento pasatista y el tour cinéfilo/geek, se esconde una reflexión sobre la identidad en la era virtual, la pantalla como extensión y el cuerpo como un organismo omnipresente capaz de habitar dos mundos en simultáneo que merece ser leída. Por Felix De Cunto @felix_decunto
En medio de la noche, un corte de luz asusta a Robertina, quien como una reina encerrada en las alturas de su palacio, se levanta de su cama atemorizada, baja las escaleras y despierta a la mujer que trabaja en su casa para, aunque sea, compartir su miedo con ella. La escena finaliza con la llegada de una liga de la justicia humanizada y a la altura de la situación: cuatro hombres de una empresa de seguridad (el primero de muchas PNT de Prosegur) quienes consiguen tranquilizar a la dueña. De este comienzo penumbroso digno de cualquier thriller psicológico veremos como la fobia y el temor en esta reconocida actriz de teatro será una constante en su rutina diaria. Sin embargo, la psiquis de Tina se mantendrá siempre hermética al espectador quién guiado por su propia interpretación deberá unir con puntos las impulsivas reacciones de la protagonista para descifrar o por lo menos, imaginar que oculta tan compleja personalidad porque a fin de cuentas, poco se sabe qué es aquello tan horrible a lo que le teme o por lo menos, cómo se las ingenia para superar ese temor -si es que logra superarlo en alguna instancia del filme-. Está bien, hay innumerables saltos de tensión y ansiedad en la explosiva actuación de Valeria Bertuccelli que uno creería que tienen explicación en las mil y un circunstancias que la oprimen: una obra a punto de estrenar hasta el momento sin rumbo estético ni narrativo, un mejor amigo que llama desde Copenhague para comunicar su delicado estado de salud, un marido que ni bien acaba de casarse ya armó la valija para irse y otras cuestiones domésticas protagonizadas por “siervos y criadas” que subrayan sutilmente la culpa de la clase media-alta. No obstante, visto desde afuera esa sensación que envuelve a la actriz -que siguiendo la dudosa directriz marcada por el título llamaremos “miedo”- resulta exagerada y hasta diría caprichosa. Por eso, a medida que nos interiorizamos en la compleja personalidad de “Tina”, lo que en la escena inicial coqueteaba con el suspenso, con el transcurrir de las escenas tomará formas cercanas a la comedia dramática. Más allá de la valorable ambición de Bertuccelli por haber querido encarar el filme desde tres lugares distintos, poniendo el cuerpo tanto delante como detrás de cámara, La Reina del Miedo -por cierto, premiada en el Festival de Cine de Sundance- termina siendo una historia que va a la deriva, distraída como la protagonista, que se enrueda la lengua de tanto hablar de lo mismo y que al llegar a la segunda mitad flaquea al no poder cerrar todas las ventanas que había abierto. Por eso, frente a lo ambiguo del final lo mejor es tomar la película como un atractivo envase para el sobrio unipersonal de esta actriz que conoce en carne propia las inseguridades que se ocultan detrás del telón, a veces, las mismas inseguridades que consiguen abrirlo. Por Felix De Cunto @felix_decunto
La última del director turco-alemán Fatih Akin es una venganza anti neo-nazi, algo así como lo hubiese sido Unglorious Bastards si en lugar de haber sido fecundado por el cráneo alterado de Tarantino hubiese estado en manos de alguien cuyas intenciones fuesen más pragmáticas, humanas, dispuestas a extender la discusión en torno a los ataques terroristas por parte de grupos de extrema derecha contemporáneos. En definitiva, una crítica anti-nazi sin tanto vuelo ficcional y más arraigada a las víctimas periféricas que provoca el odio racial. Tomando como puntapié una serie de atentados perpetuados por la organización Clandestinidad Nacionalsocialista donde fueron asesinados un total de nueve inmigrantes, En pedazos expone sin miramientos el duelo de Katja (Diana Kruger), quien sufre la pérdida de su hijo y su marido kurdo durante una explosión en el barrio turco de Hamburgo. Akin toma la decisión de estructurar la película en tres pedazos. Un comienzo que inicia con la peor noticia que puede recibir una madre y su cruenta batalla por mitigar el dolor dejando en claro que por más manos complacientes que le apoyen en la espalda nadie le dará el impulso necesario para seguir con su vida. En criollo: si no se rescata ella, no la rescata nadie. Y justo cuando está a punto de tocar el fondo de la bañera, un llamado interrumpe su fatal decisión. Le avisan que apresaron a quienes ella creía que eran los principales victimarios y Katja renace ensangrentada. A partir de aquí la trama se reactiva y el filme transitará del drama familiar al drama judicial y luego al thriller, sin decaer jamás en tensión -por cierto, muy lograda la banda sonora compuesta por Josh Homme-. Sin embargo, la posición tomada por el director y su maniqueísmo por hacer que empaticemos con la protagonista oblitera cualquier profundización sobre el neo-nazismo en estos tiempos. Los sospechosos son planos, chatos, están a dos frases de ser bolos, simplemente portan con orgullo su rostro ario haciendo que el plano ideológico resulte igual de superficial. A fin de cuentas da lo mismo si la causa fue por odio interracial o por un ajuste de cuentas entre narcos (primera presunción que toman los investigadores debido al pasado criminal de su esposo), el crimen es solo el telón de fondo de una historia moldeada a la psicología ultra temperamental de su protagonista. Durante el extenso juicio que dura casi un tercio de la película -sostenido gracias al inteligentísimo truco y retruco de los abogados- en un momento se describe con detallismo forense el estado de los cadáveres. Se explican las causas de muerte, se mencionan las extremidades desmembradas y los ojos derretidos de su hijo, una imagen macabra que Katja tendrá presente cuando se enfrente al vacío legal. Si el sistema judicial fracasa, habrá que seguir por la banquina. Se podrá decir que por mas tatuajes que le dibujen, por más que el negro del luto le calce perfecto para resaltar su perfil de madre rockera, cuesta imaginársela sola, tras los pasos de una micro-célula nazi, jugando a ser Kill Bill. Aunque eso ya corre por cuenta del director. Lo que queda claro es que sobre la actuación de Diana Kruger -premiada como mejor actriz en Cannes- preferible callar y entregarse por completo al despliegue torrencial y explosivo con que encara sus acciones. Por Felix De Cunto @felix_decunto
En 1994 tuvo lugar uno de los episodios más bochornosos del deporte mundial en el que Tonya Harding, quien para entonces había ganado reconocimiento en el mundo del patinaje sobre hielo gracias a su Triple axel, fue acusada de haber contratado a un individuo para que golpeara la rodilla de Nancy Kerrigan, su compañera de equipo para los Juegos Olímpicos de invierno de Lillehammer de ese año. El caso llegó a la corte prohibiendo a la patinadora volver a pisar una pista de por vida. Pero lo más desafortunado fue el circo montado por la maquinaria mediática que al notar que allí había algo jugoso hicieron prácticamente lo de siempre. Así fue como alimentaron las 24 horas del día a sus televidentes con el primer pescado que saltaba a la superficie, sin importar si estaba podrido o no. Exprimieron al máximo una noticia que hasta el día de hoy mantiene cierto velo de misterio y contradicción, aspecto que la película resalta más de una vez con la pantalla partida al medio, oponiendo los dichos entre la patinadora y su ex marido Jeff Gillooly (de hecho, ya en el inicio un cartel negro avisa: “basada en entrevistas libres de ironía, salvajemente contradictorias y totalmente verdaderas”). Y como si fuera poco, hundieron descaradamente a Tonya en el olvido, la bajaron de un hondazo del podio de las estrellas, no sin antes, aprovechar para exhibirla como un monstruo. En este punto, Yo soy Tonya guarda cierta relación con Monster (2003), otra película que intentó borrar, o aunque sea, buscó deslegitimar un poco la proyección de “la figura femenina maldita” creada por las mass media. Allí, Charlize Theron también se animó a la metamorfosis, endureció sus movimientos y sus gesticulaciones, también hizo carne la idiosincrasia white thrash, solo que, a diferencia de la transformación de Margot Robbie en la patinadora, lo hizo para asemejarse a Aileen Wuornos, prostituta y asesina serial ejecutada en 2002 por haber matado a siete hombres. Y si hablamos de monstruos, es menester mencionar a Allison Janney y su esplendorosa interpretación de LaVona Golden, la madre agria, antipática y maltratadora de la protagonista. Sin lugar a dudas una de las composiciones más fuertes y magnéticas del filme. Un personaje al que resulta imposible hallarle el menor rastro de humanismo. Una madre que, a partir de su trágica experiencia de vida con parejas inestables (e incontables) y un trabajo miserable como camarera, considera que educar a su hija a los golpes, entre sobreexigencias y maltratos psicológicos es el método más efectivo para convertirla en una campeona. El largometraje entonces escarba en las heridas que moldearon a la psicología reaccionaria de Tonya Harding comenzando por su infancia semi rural en las afueras de Portland, Oregón y mostrando sin tapujos la crianza violenta y malsana a la que fue sometida desde pequeña. Como ya dijimos, una violencia maternal que al contraer matrimonio viraría al plano conyugal, y hasta incluso una violencia institucional o deportiva ya que no resultaba nada agradable salir a cazar conejos al bosque para tener algo qué almorzar y al día siguiente tener que patinar rodeada de princesitas insulsas, frente a un jurado para el que prevalecía la imagen de una niña sana hija de una perfecta familia tipo a la de un vástago podrido del fracaso americano, haciendo caso omiso a toda destreza y habilidad que la joven tuviese. Claro que estas palabras suenan insoportablemente tristes, sin embargo allí reside el verdadero acierto del director Craig Gillespie y su guionista Steven Rogers. En la decisión de haber abordado la historia en un formato de biopic entretenido, cercano al mockumental y sobretodo con un tono creativamente tragicómico logrando que el público escupa alguna que otra carcajada frente a una situación para nada risible. Un matiz que alivia un poco el dramatismo de esta desgraciada biografía y en el mismo movimiento, aprovecha para satirizar y burlarse de la ridiculez tanto burguesa como del borde más marginal de la sociedad estadounidense. Pero para que una comedia negra se sostenga, además de un guion inteligente, hacen falta personajes con convicciones fuertes, que crean en sus estupideces. Ahí está el logro de Sebastian Stan como Jeff –ex marido de Tonya- y Paul Walter Hauser como su guardaespaldas Shawn, según la película, los verdaderos autores intelectuales (si es que se puede hablar de intelecto) de un crimen idiota, ejecutado con torpeza al mejor estilo Fargo (1996) de los Coen. Por Felix De Cunto @felix_decunto