En una cartelera donde el terror nacional no siempre encuentra su espacio, y cuando lo hace –sea en festivales independientes o en algún que otro cine comercial- suele ser solo la excusa para la congregación de fieles aficionados al género, la nueva película de los uruguayos Oscar Estévez y Joaquín Mauad está exento de bromas suavizantes y de baños de hemoglobina artificial. El terror de El sereno es mental, y al igual que su consternado protagonista interpretado por el sobrio Gastón Pauls, es capaz de mantenernos hora y media con los ojos abiertos como reflectores de bajo consumo. Lo que no asegura que el cubo rubik que va girando y girando en nuestras cabezas, dilucidando pistas o descartando cebos plantados por los propios guionistas, quede del todo armado. Bajo una estética espectral, con luces que irrumpen desde el techo para perforar la oscuridad y toda una serie de valorables aspectos técnicos, El sereno transcurre en su mayoría en un depósito semi abandonado, laberíntico y gris del cual Fernando deberá cuidar hasta que lo demuelan. Sin embargo, la expresión perturbada del protagonista hace sospechar que algo le pasó, que algo hizo, que algo no está bien, y será en las inmediaciones de esa mole de hormigón donde ciertos recuerdos, fantasmas del pasado, irán acechando al sereno solitario en un esquizoide juego que, dicho sea de paso, acercará el filme hacia los terrenos cenagosos del thriller psicológico. Lastimosamente no faltarán los cortes de luz, los ruidos en fuera de campo, bebés y mujeres que lloran, el coqueteo previsible de la invasiva banda sonora; en fin, golpes de efecto que lo único que hacen es distraer, tanto a nosotros como a un desprotegido Gastón Pauls que apunta su linterna a modo de sable de luz en busca de revelaciones que, en definitiva, se ocultan en su inconsciente. Lo que hace interesante al espacio, además de ser un recurso ahorrista al contener prácticamente toda la película dentro suyo, es su sentido metafórico que lo convierte en un limbo, o más específicamente, en un purgatorio. El depósito está en el límite, pronto desaparecerá y será puro polvo. Es real pero no por mucho, y para colmo, en su forma también es difuso. Sus corredores están interconectados como la tela de una araña y un rincón que en teoría parece lejano está a una puerta de distancia dando la sensación de que Fernando está encerrado en una especie de maqueta maldita digna de alguna obra de M.C. Escher. Si bien estamos ante una ambientación penumbrosa, muy bien lograda, a nivel guion los bocados que deberían alimentar el misterio son débiles, austeros y hasta diría previsibles ya que el cénit termina siendo visto media hora antes de que termine. Sin lugar a dudas, lo que sobresale es la cáscara aunque el riesgo tomado por Estévez y Mauad por escaparse un poco del terror usual de estas latitudes y meter los sesos en un terror más profundo, existencial -en las filas de El Resplandor (Stanley Kubrick, 1980) o La Escalera de Jacob (Adrian Lyne, 1990)- más ambicioso si se quiere, a fin de cuentas, merece por lo menos el respeto por el intento. Por Felix De Cunto @felix_decunto
120 Pulsaciones por minuto no es solo un filme sobre activismo, también es una exposición de la cotidianeidad de las víctimas de HIV, personas que transcurren sus días con la consciencia molesta de que la muerte está siempre cerca, y que así y todo se permiten vivir, festejar, o porque no enamorarse. El francés Robin Campillo pone el foco en el ala parisina del grupo ACT UP, una asociación nacida en 1987 en New York e integrada por jóvenes LGBT que tenía como objetivo realizar campañas de prevención y protestar en favor de sus derechos en tiempos en los que el virus era prácticamente una pandemia y la ignorancia del discurso homofóbico estaba, también como un virus, arraigado en una parte importante de la sociedad. En este sentido, es valorable la amplitud con la que encara un tema tan amplio y aún tan borroso para algunas personas como es el SIDA. Y no solo eso, hay una búsqueda de claridad en las explicaciones en torno a la enfermedad y su desarrollo patológico que termina dando como resultado un guion pedagógico, casi como si el largometraje en sí fuese otro acto de concientización. Esto es evidente en las decenas de asambleas que el grupo tiene, donde entre discusión y discusión se van delimitando los distintos puntos de vista respecto al accionar que debe tener la asociación. Al final queda claro: entre pacifismo o shock, teñir el río Sena de rojo sangre es más que un llamado de atención a la negligencia estatal, es símbolo de que mientras haya algo adentro que todavía esté latiendo, la resistencia infectada, enferma, débil, seguirá de pie, fluyendo. Más allá de ese estilo cuasi documental con videos de archivo incluidos y la utilización de la cámara en mano del que Campillo se sirve para encimarnos a los personajes. Lo más inquietante es que a lo largo de las dos horas y media es imposible olvidar que, en cada plano, cada conversación, cada nueva acción que el grupo haga para visibilizar aquello que las calles de París no quieren ver, el virus está acurrucado ahí, incomodando con su latencia e invisibilidad, deteriorando cuerpos que luchan con la urgencia de aquel es consciente de la finitud de su vida. Así, a la trama política y combativa, se le suma una más íntima en el que el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart interpreta al activista Sean Dalmazo y su dramática relación amorosa con un integrante de ACT UP portador, pero no enfermo. Lo que da como resultado una película que entiende muy bien lo público y lo privado, con personajes que ebullen sobre París entre papel picado y música electrónica pero que detrás de la rendija de la puerta reconocen la incertidumbre y el miedo que significa estar en una situación que nadie quiere ver. Por Felix De Cunto @felix_decunto
En apenas tres planos, la porción de playa que introduce Pescador encierra un aura misteriosa: aves carroñeras que alimentan sus estómagos, un viento imparable que arrasa todo a su paso y un peligro que no se ve pero se presiente. En apenas tres planos, el sexto largometraje de José Glusman ya transmite esa falsa calma que presenta el sonido del mar al arremangarse una y otra vez sobre la arena. En medio de ese vacío virginal, Santos (Darío Grandinetti) -un hombre parco y ermitaño como tantos otros miles de personajes ya vistos en otras tantas miles de películas-, gasta sus días envuelto en la rutina de la pesca sin compañía más que alguna botella de alcohol y varios cigarrillos. Sin embargo, la llegada de tres jóvenes que arriban al balneario con el fin de inaugurar un parador alterará la paz del pescador, si es que no estaba alterada de antemano, mucho antes de dejar de afeitarse la barba y encoger su mundo a unos gramos de arena y unos pocos litros de agua salada. En la primera mitad el relato va tomando forma al desarrollarse el encuentro entre el pescador y los foráneos emprendedores. En un comienzo el viejo rechaza las constantes invitaciones de los jóvenes con silencios incómodos o sentencias cortantes pero a medida que avanza la trama será Franca (Jazmín Esquivel) quien con la insistencia como herramienta será la única capaz de construir algún vínculo con Santos, uno débil y difuso, pero que aunque sea permite que contemplen juntos el mar. Debajo de este disfraz de drama playero de fotografía prolija y diálogos magros, de un momento a otro, como si alguien estuviese haciendo zapping televisivo, el thriller policial se injertará con brusquedad en la historia -de hecho el filme fue publicitado bajo éste género- superponiéndose como una segunda línea narrativa sin llegar a entrelazarse elocuentemente con la trama inicial. Incluso, para que sean aún más evidentes las costuras, un extenso flashback recompondrá todo aquello que las palabras no alcanzaron a explicar. Más allá del impecable trabajo técnico, y de la actuación de Grandinetti y esa soledad desconfiada que transmite su mirada como si cualquier cosa que se le acerque pudiese ser la carnada de algo venidero, lo de Pescador es la ambición de querer pescar mucho con una red pequeña. Al final solo quedan 80 minutos disfrutables, de buen pasar claro, pero sin algo que satisfaga del todo el hambre de suspenso previamente instalado. Por Felix De Cunto @felix_decunto
¿Hasta qué punto una unión amorosa entre dos personas puede terminar afectando la privacidad? ¿Hasta qué punto es mejor cocerse la boca para que los secretos y los pensamientos de uno sobre el otro no resquebrajen las comisuras de aquello que han construido? Bajo esta idea, la directora y guionista Julia Murat compone con una atractiva fotografía (eso sí, por momentos la imagen se vuelve exageradamente pulcra y estetizada a tal punto que parece una composición de alguien diagnosticado con algún tipo de trastorno obsesivo compulsivo), una película que utiliza el espacio y toda su carga metafórica como medio para el tema del filme: la relación de pareja. En este caso, una inmensa fábrica abandonada ubicada en los suburbios de “alguna” ciudad brasilera, se vuelve el hábitat de una pareja de artistas treintañeros con cierto encanto descontracturado y snob (“él”, escultor, “ella”, bailarina de danza contemporánea). Y si digo “alguna ciudad” es porque en parte lo original de Pendular es su desinterés descomunal en vehiculizar el filme a través de la palabra. De modo que las acciones que ocurren silenciosamente y en privado tienen más peso que la verbalización de las emociones, logrando que cuando sucede lo contrario, la historia recobra una mayor energía dramática. En otras palabras: acción-contracción. Sin embargo, pareciera haber algo de desconfianza al mudismo propuesto, cierta inseguridad frente a lo que muestra la pantalla obligando al relato a estructurarse mediante cuatro bloques delimitados bajo un concepto en particular. En cada etapa se busca hibridar el proceso artístico con el estado de la relación amorosa: si hay crisis en la pareja también lo habrá en lo creativo. Pero, así como las cuatro paredes que encierran ambos talleres son simbólicamente el sitio conflictual, hay un segundo escenario donde lo salvaje vence al raciocinio y la lucha de egos queda solapada: la cama. Así, son varias las escenas en las que Murat filma el sexo de forma explícita, desvaneciendo los límites entre un cuerpo y el otro e integrando la escultura y la danza en un único movimiento. Es verdad que la referencia a Dogville de Lars Von Trier está en forma de cita textual e inevitablemente visual, pero lo de Pendular no es tanto un experimento con lo teatral, sino un valioso ejercicio de ventriloquia espacial. Por ejemplo, las puertas con rejas de hierro que encarcelan la fábrica o una cinta adhesiva naranja sobre el piso que no solo divide físicamente los respectivos espacios laborales de cada uno, sino que adquiere un sentido metáforico relacionado a los límites que circunscriben una relación amorosa. Límites sujetos a las inquietudes y deseos personales, límites borrosos, inestables y siempre propensos a cortarse. Por Felix De Cunto @felix_decunto
En Heavens Knows Why (2014), anterior película de los hermanos Safdie, el lado B del sueño americano copaba las calles con homeless, yonquis y transas que apenas superaban la mayoría de edad, sin futuro en mente ni ambición alguna más que juntar unos pocos dólares para “pegar” la siguiente dosis de heroína. Así, el dúo neoyorquino consiguió unirse a las filas iniciadas por John Cassavettes colocándose -a la par de Sean Baker- entre las figuras más sobresalientes del cine independiente estadounidense actual. Sin embargo, no es sino con su quinta entrega, Good Time: Viviendo al límite donde la dupla sanguínea alcanza un nivel altísimo que -sin querer ser adivino – bien podría ser la cúspide de su carrera. La vitalidad y la potencia jovial de los directores encastra (¡ahora sí!) con un guion urbano, pero más que nada con un ritmo anfetamínico como cimiento, no apto para taquicárdicos, que bebe mucho de la cultura del videojuego. Luego de una pequeña intro con el rostro ido de Nikolas (Ben Safdie) en el consultorio de su psiquiatra (más adelante le sucederán planos detalle de otros rostros, porque Good Time es en consonancia con su claustrofobia narrativa, un largometraje de planos cerradísimos, casi sin aire que permita respirar) la trama se saltea todos los pasos que un filme de atracos debe tener mostrándolo a él y a su hermano Connie (Robert Pattinson) dentro de un banco en pleno modus operandi delictivo. Pero hay un detalle no menor: Nikolas sufre cierto retraso mental que lo hace pendular sin término medio de la incomprensión a la ira reactiva. Es una persona incapaz de cuidarse a sí mismo, o eso es lo que refleja el afán desesperado de un Connie ya prófugo por liberar a su hermano una vez que éste es apresado por la policía. La metrópolis neoyorquina con sus luminarias insomnes y sus pantallas encendidas durante las 24 horas alumbran los ojos de un Pattinson despreciable y amoral, muy lejos de la inmortalidad romántica que supo tener en Crepúsculo y cercano a una de las mejores actuaciones de su carrera. Connie es un personaje despreciable, con pocas luces. Actúa como un gamer impulsivo y equívoco que a cada nivel superado vuelve a caer en un problema aún mayor. Es el protagonista y centro de un espiral descendente que dura tan solo día, pero por la cantidad de secuencias que ocurren, y gracias a una música electrónica que prácticamente te lleva puesto haciendo que pasemos por alto varias inverosimilitudes, parece que ha transcurrido una semana entera. Good Time es urgente como Corre Lola Corre, pero sin metafísica y con mucho pesimismo social. Los Safdie despliegan un armamento visual amplio que va desde una imagen granulada y retro, hasta el uso del teleobjetivo y el zoom -éste último recurso reciclado directamente de esos programas de persecuciones policiales-. De este modo, no solo se suman a la lista de cineastas malditos que filmaron las alcantarillas de Nueva York como el Abel Ferrara de Un maldito policía o el Martin Scorsese de Calles Salvajes y Taxi Driver sino que también recuperan parte de su estética. Eso sí: aquí no hay espacio para redenciones, solo un game over brusco y frío como una luz de neón que acaba de apagarse. Por Felix De Cunto @felix_decunto
La dupla Mariano Galperín y Román Podolsky se sirven de un exquisito monocromatismo para componer ésta suerte de biopic surrealista y comprimida del artista Marcel Duchamp, centrándose nada más que en su fugaz estadía entre 1918 y 1919 en Buenos Aires. No hay una reconstrucción cronológica, tampoco un conflicto para ir siguiendo, de hecho, viendo la película uno podría decir que los meses que pasó en el país junto a su pareja Yvonne Chastel fueron de un ocio insoportable. Pero es durante el ocio cuando más fácil aflora la imaginación y eso es lo que aparentemente buscan los realizadores: introducirse casi de forma literal en los recovecos mentales del genio francés. Pensar con la cámara cómo se inspiraba, cómo todo lo que veía se volvía suyo, cómo se apropiaba del mundo hasta terminar deconstruyéndolo a través de su obra. Más que un filme de época, que como tal está encarado con un minimalismo excepcional: unos pocos personajes y un puñado de locaciones fotografiadas en un blanco y negro impoluto, Todo lo que veo es mío se propone como una experiencia donde prima lo visual. La percepción a partir de los ojos de Duchamp es hipnótica y difusa, incluso la audición a veces asordinada del mundo es como oír todo desde el interior de una piscina llena de ácido lisérgico. En este punto, Galperín y Podolsky sobrevuelan lo histórico con surrealismo, ficcionalizan con estilo y se permiten ciertos guiños anacrónicos a otros innovadores como Magritte, Pink Floyd o el mismo Luis Alberto Spinetta, todos bebedores directa o indirectamente de la influencia del creador del ready-made y figura central del arte moderno. Michel Noher es quien encarna al artista francés en una interpretación concisa, pero sin muchas aristas. Salvo ciertos momentos que revelan su lado más snob y excéntrico (usa máscaras y se trasviste, disfruta de un menage a trois y baila tango en una dionisíaca escena junto a Luis Ziembrowski) Duchamp vive sus días en Buenos Aires como un hombre serio y de pocas palabras que parece mantener la misma meticulosidad interna tanto al lijar una tostada quemada como al jugar una partida de ajedrez –una de sus máximas pasiones- cuando en el fondo, está siempre craneando ideas, inspirándose de todo aquello que se le cruza por las pupilas como un buen voyeur de lo cotidiano. El vapor que libera una cuchara con sopa, el modo en que rebota la piel al desprenderse los vellos del brazo, las sábanas agitándose por el viento, son además de fuente de inspiración para creaciones futuras, pequeñas secuencias sobre las que pivotea –y se sostiene- la película. En una de las tantas cartas que envía a Francia, donde la crítica a los argentinos “por ser brutos, de mal gusto y copias baratas de modelos europeos” es una constante, confiesa a un amigo que cuando esté de regreso habrá “cambiado muchísimo”, haciendo de su estadía en el país un caldo de cultivo artístico y no solo diez meses de ocio, disgusto y aburrimiento. Por Felix De Cunto @felix_decunto
LAS DESVENTAJAS DE SER VISIBLE La corta vida de August Pullman gira en torno a su casa y su familia. Su madre, una corajuda Julia Roberts, reemplaza a todo el establecimiento educativo dándole clases particulares a su hijo; mientras que Owen Wilson, además de padre, es el amigo con el que puede compartir tardes de videojuego. Tal reclusión para un niño de apenas diez años tiene su origen en su apariencia. Al igual que el protagonista de Mask (1985), Auggie nació con una malformación facial, y ni las 27 cirugías plásticas a las que tuvo que someterse a lo largo de su infancia han podido lograr que pase desapercibido ante la mirada de las personas. Sin embargo, su mundo se ensanchará cuando pise por primera vez el colegio teniendo que enfrentarse al bullying, al rechazo y a la malicia de algunos compañeros. Como en de Las ventajas de ser invisible (2012), un coming age que rápidamente ganó entre la juventud el estatus de culto, Chobsky adapta la reconocida novela escrita por Raquel J. Palacio para volver a clavar el punzón en la autoestima del marginado o del llamado weirdo, pero esta vez sin perderse la oportunidad de ser lacrimógeno a más no poder. Surcando tanto la comedia como el drama, el filme intenta ser fiel al libro al estructurar la historia a partir de cuatro puntos de vista distintos, a fin de demostrar el impacto que produce la circunstancia de Auggie en su círculo íntimo. Este grado de profundización, que si bien nunca corta del todo con el hilo que ata los personajes con el arquetipo, es además de una administración impecable del tiempo, una de las virtudes de Extraordinario. En especial en el retrato tridimensional de su hermana Olivia (Izabela Vidovic), quien al tener que arreglárselas siempre sola y a espaldas de sus padres, concentra el mismo nivel de recelo como de cariño por su hermano menor. Lo de Extraordinario es un recorrido por todos los lugares comunes en los que la trama circunda a una escuela. Así como está el chico malo, está el profesor comprensivo. Así como los casilleros de los pasillos esconden bromas pesadas, la cafetería es el recinto donde la marginación se hace más evidente: está cinematográficamente demostrado que no hay nada peor que almorzar solo. Pero si bien es verdad que los primeros días de clase Auggie vuelve a su hogar, se encierra en su cuarto como quien llega a su trinchera y explota en llanto, su fanatismo por Stars Wars y las fantasías astrológicas como evasión de la realidad hacen más soportable los momentos en que se cansa de andar con la cabeza gacha, mirando los pies del otro por vergüenza, tapando un poco el propio rostro. Todo lo anterior puede sonar sumamente catastrófico para el personaje interpretado por Jacob Trembley -reconocido por La habitación (2015)- pero éste debe darle las gracias a su director por haber construido un universo demasiado amable, simpático y hasta diría idílico, que lo aleja bastante de la realidad hostil que compete a quienes estamos fuera de la pantalla. Es como si la empatía que provoca Auggie obligase al resto de las personas a revelar su costado más benevolente, algunos de inmediato, otros necesitan un empujoncito de la Navidad para que sus bondades florezcan (infaltables las fiestas navideñas como amanecer de los buenos vivos y la moralina final). Chobsky conoce cómo funcionan las feel-good movie, sabe cómo hacer para que el espectador salga con ganas de ser mejor persona, pero lo hace de forma brusca, con un exceso sensiblería y golpes bajos que prácticamente te arrancan las lágrimas a la fuerza sin pedir permiso, para que después uno salga del cine engañado, creyendo que afuera todos tienen el corazón igual de rejuvenecido. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Años ochenta, y al igual que aquel veinteañero de Top Gun, Tom Cruise vuelve a ponerse el traje de piloto, esta vez para encarnar a Barry Seal, un aviador comercial que luego de ser contactado por la CIA para hacerle unos favorcitos, -en principio para fotografiar bases insurgentes en el Caribe, luego se agregaría al combo el transporte de armamento para financiar a la derecha nicaragüense- termina codeándose con Pablo Escobar y convertido en un importante narcotraficante. Cuando en realidad, fue un miserable conejito de indias que ayudó a que EEUU sea la potencia que es hoy en día. Por supuesto, todo el riesgo a cambio de llenarse los bolsillos con las mieles del capitalismo; a tal grado que ,en la película, ni lavando dinero ni escondiendo efectivo en el patio de su casa podía disimular lo rápido que crecía el negocio. En esta línea, el protagonista se emparenta con el Leonardo Di Caprio de El lobo de Wall Street por su absoluta falta de moral y su insaciable sed por el dinero que en el fondo no esconde ideología alguna. En ambas, la avaricia está expuesta como motivo causal de sus acciones y como lo que es: un fin en sí mismo. Incluso, su director, Doug Liam recae en el mismo hilo conductor que guía en flashback a la maratónica obra de Scorsese. En este caso, la voz en off se desprende de unas grabaciones en VHS que Seal -una vez fuera del negocio- testimonia a cámara, más cerca del relato de aventuras que del confesionario porque claro, mientras sus labores obedezcan “a los buenos”, no hay nada de qué arrepentirse. Con Barry Seal: Solo en América, Hollywood pareciera criticar al Reaganismo, mostrando su lado oscuro, el accionar de los servicios de inteligencia y la impunidad neoliberal, pero su disfraz de entretenimiento lo único que hace es exportar cinismo. Lo que de ningún modo quiere decir que el trabajo de Doug Liman sea despreciable, en sus fines, funciona. Incluso, la imagen que atraviesa varios formatos (desde VHS, videos tomados de archivo, o cierta imaginería televisiva de la década) jamás descuida su atractivo. En cuanto al ritmo, no hay mucho que recriminarle al realizador de Mr and Mrs Smith. Las muchas historias sacadas de enciclopedia, como el conflicto Irán-Contras o la imparable expansión del Cartel de Medellín, quedan entrelazadas elocuentemente, sin fisuras y con el agregado de un humor negro, corrosivo, que alcanza a saldar la exageración y lo inverosímil de algunos puntos de giros. El producto final puede carecer de una fidelidad historiográfica exacta (algo que los fanáticos de las películas basadas en hechos reales no toleran), pero no se puede negar que las extremas vivencias en las que se ve envuelto nuestro protagonista no son capaces de robarle alguna que otra carcajada al espectador. Si hay algo que al final queda claro es que venderle el alma a dios es lo mismo que vendérsela al diablo; y que el gobierno estadounidense necesitó siempre (y necesita) de esta contradicción para fortalecerse. Al igual que el también contradictorio personaje de Tom Cruise, quién podrá ser avaro, inmoral, traicionero, narcotraficante, pero nunca se lo verá aspirar una línea, ni siquiera cuando queda completamente empolvado de pies a cabeza luego de estrellar su avión durante una persecución con la DEA. Por Felix De Cunto @felix_decunto
En su primer largo Salsipuedes (2012), Mariano Luque proponía una mirada frontal sobre la violencia doméstica. No había salida, solo asfixia. La mujer estaba atrapada en una telaraña de subordinación y machismo tejida por su propio marido. Ahora, en su nuevo trabajo, es el director cordobés quien teje cuidadosamente los hilos para construir una red de vínculos y solidaridades femeninas y así contrariar –o aunque sea soportar- una violencia exógena que de una forma tal vez más difusa, más indirecta, aún persiste. Otra madre es una película sobre mujeres desde el momento en que los pocos hombres que aparecen lo hacen desde la periferia, en un segundo plano, por no decir desde su ausencia Recién divorciada, Mabel (interpretada por Mara Santucho o, mejor dicho, por el rostro y los ojos clarísimos de Mara Santucho si es que nos detenemos en la prevalencia de los primeros planos) se va a vivir a la casa de su madre en Sierras Chicas mientras intenta reacomodarse a su nueva vida. Su llegada a ese techo -en el que también vive su hermana adolescente y su abuela, y donde las camas ahora son varias, pero la comodidad escasa- vendrá acompañada de su hijita de cuatro años (Julieta Niztzschmamn), y dará sentido al título de la película donde “otra madre” termina siendo sinónimo de “otra mujer”, cuando una mujer es mucho más que eso. En este caso, la protagonista es una joven soltera que al verse obligada a buscar un segundo trabajo, lo que implica levantarse antes de que salga el sol y volver a casa cuando la luna todavía rige el cielo, termina adeudando favores a amigas y familiares donde el motivo último es poder cuidar dignamente a su hija. Inmersa en un presente no elegido uno esperaría que Mabel reaccione, enfrente su situación, pero siendo una mujer de clase media trabajadora, madre, hermana, amiga y empleada no tiene más opción que adaptarse. Esa cadencia monolítica que empuja la rutina, alcanza a vibrar la imagen por más rígida que sea. A veces es el humo de un cigarrillo, otras un suspiro a medianoche, y otras ni siquiera eso, solo un cuadro vacío, inmóvil, donde apenas caben algunos ruidos hogareños. Así y todo, Luque encuentra en la cotidianeidad ardua de la protagonista, instantes donde una foto, un recuerdo, una conversación puede ser siempre un refugio, una puerta trasera a la añoranza del pasado y la nostalgia, y eso es un tesoro que el presente jamás podrá sepultar. En esta línea, la cámara no apunta ni invade, sino que se sirve de su estatismo para que sean los cuerpos y las voces de estas mujeres que andan de paso por el cuadro, las que se dejen o no capturar. Y si en esta disección el entramado de relaciones familiares -que de por sí son múltiples- no queda del todo claro ¿qué importa? Un simple mimo, un abrazo, un favor, un cigarrillo frente a la ventana oscura antes de salir a trabajar o la calidez de una frase que se filtra en fuera de campo, puede ser al final de la película lo único que quede sobre la superficie y al mismo tiempo, lo más potente. Otra madre se estructura a partir de sus tiempos muertos, pero al final, queda concebida por sus detalles y gestos más ínfimos. Pequeños átomos que dan forma a la sororidad. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Estructurada a modo de tríptico, la ópera prima de Constanza Novick inicia en los años ochenta correctamente recreados, donde Los Parchís son la banda sonora de una pubertad que se avecina entre el primer beso, la coincidencia en los gustos amorosos y una televisión que funciona como centro gravitatorio para las risas y las complicidades entre dos mejores amigas. El siguiente acto las reencuentra recién a sus veintipico. Una decisión bastante lúcida la de no inmiscuirse en la adolescencia plena, lo que le hubiese costado tal vez desviarse del foco de la película para poner más atención en la formación de las personalidades. Después de pelearse con su novio mexicano, Florencia (Pilar Gamboa) regresa al país convertida en una exitosa escritora a la espera de firmar contrato para una saga y aterriza en lo de Romina (Dolores Fonzi), a quien -muy a la inversa- los años la ubicaron detrás de una computadora en una oficina de la AFIP, le dieron un marido y la tormentosa inexperiencia de ser madre primeriza. Este paréntesis que se repetirá una vez más cuando la vida las encuentre pisando los cuarenta, a una casada, a la otra divorciada, pero las dos reviviendo la infancia como madre de sus hijas, es uno de los mayores logros de la directora, quien construye a base de tres instantes precisos la coraza de una amistad que sobrevive a cualquier calendario, discusión, lucha interna o diferencia. Con una trayectoria construida por completo en la pantalla chica -donde fue guionista de reconocidas telenovelas como El sodero de mi vida, Son amores y Soy tu Fan– la incursión en el cine de Novick, más que un reto o una exigencia, termina siendo solo otro vehículo más para narrar. En este caso, para hablar de un vínculo tan sagrado y universal como es la amistad. De hecho, la historia fue pensada en un principio para el teatro. Por eso, no es casualidad que gran parte de la película se mueva en espacios cerradísimos. Que el telón de la película se abra y cierre con las protagonistas bailando. Y que los diálogos (que van desde conversaciones sobre amoríos, el trabajo y la maternidad, hasta alguna frase televisiva de la infancia grabada en la memoria que vuelve siempre al presente como hilo conductor) se vayan dilatando para mostrar los matices y las diferentes intensidades que puede alcanzar la relación. No hay dudas de que la dupla elegida se complementa con una naturalidad que hace que no caiga jamás en el melodrama edulcorado de pañuelos y llanto gratuito como bien nos tienen acostumbrados varias tramas sobre la amistad femenina. Dolores Fonzi, quien viene de participar del thriller político La Cordillera, se acomoda al personaje impulsivo, despistado, por momentos irritante de Pilar Gamboa, como una compañera metódica y reflexiva; siendo capaz de sostenerle la mirada con los ojos a punto de saltar de las cuencas y así y todo guardarse la bronca y las palabras. El futuro que viene es la prueba certera de que la actuación cuando está bien hecha, cuando fluye, cuando los cuerpos hablan más y mejor que la lengua, excede cualquier formato. Pasarán los maridos, partirán las madres y por más intermitentes que sean los reencuentros, siempre quedarán las verdaderas amigas como testigos vivientes de la propia biografía. Por Felix De Cunto @felix_decunto