La segregación racial hace tiempo que le ha funcionado a Hollywood para lustrar su imagen y así poder exhibir su indiscutible corrección política. Por eso, la entrada de Green Book a la lista de los premios Oscar no sorprende a nadie, es más, era hasta predecible. Estamos ante una película sin bordes, de manual. Una película hecha por ese compañero que aprueba todo con diez estudiando de memoria. Una película sin riesgos, que conoce bien qué es lo que a los premios (o a ese tipo de premios) les gusta, y así y todo, Green Book consigue no solo eso, sino que de verdad entretiene. Conocido por haber dirigido las dos entregas de Tonto y Retonto, Peter Farrelly consigue -para suerte de todos- alejarse de esa gracia estúpida y escatológica típica de la Nueva Comedia Americana y del gag instantáneo, vacío, que supo ser siempre su arma fácil, para adentrarse en una odisea que, con el humor como vehículo, retoma el eje del racismo. La historia es una suerte de biopic abreviada de la relación entre Don Shirley, un experimentado pianista afroamericano, y Tony Vip, un ex patovica de un bar neoyorquino, quien es contratado como su guardaespaldas personal durante una gira por el sur de los estados Unidos, durante 1962. Como varias buddy movies el contraste de personajes es lo que motoriza el relato. Mientras Viggo Mortensen comanda el humor con su papel de italoamericano bruto y elemental, un personaje que parece salido de una mala copia de alguna de gánsteres de Abel Ferrara o Martin Scorsese, Mahershala Ali y ese rostro sufrido (convertido desde la premiada Moonlight en su marca registrada) le otorgan el costado más profundo y sentimental, el lado b. Lo acartonado y caricaturesco que podría ser Mortensen, reforzado por esa pronunciación intencionalmente mala del italiano, se extiende hacia su forma de ver el mundo. Para él la comunidad negra es como un equipo de fútbol en el que todos escuchan Little Richard, Aretha Franklin y su comida preferida es el pollo frito. Hasta se anima a responderle a Shirley que no conoce nada de los “suyos”. Esa ignorancia es lo que causa risa. El humor de Farrelly se rige bajo la fórmula de invertir los roles del estereotipo. Es decir, si a lo largo de la historia del cine los negros fueron retratados mayormente como los brutos, los básicos, los bárbaros, como los choferes, los empleados, los asistentes del hombre blanco, Green Book cuestiona estas construcciones dando vuelta el tablero. Shirley le enseña a su guardaespaldas de dicción, de buenos modales, lo ayuda en la escritura de una carta a su mujer. En una palabra lo educa a vivir en sociedad. Si bien el personaje interpretado por Viggo Mortensen es mostrado en un inicio como alguien que por su racismo, es incapaz de beber agua del mismo vaso que un afroamericano, el filme ridiculiza, humilla, se ríe de su prejuicio. Sin embargo, hay veces en que la ignorancia se confunde con inocencia. Hay una suerte de mirada enternecedora en las actitudes ingenuas de Tony Lip que lo acompaña hasta su total conversión, erigiéndose al final como el héroe de la película. Sin sus músculos y su presencia, sin su figura de white survivour el pianista no hubiese podido dar ni un concierto. Tal vez ni siquiera hubiese sobrevivido. Ríamosno, pero después agradezcamos. En 1956 Don Shirley publica Orpheus in the Underworld, una obra musical inspirada en aquel personaje de la mitología griega que descendía al inframundo y apaciguaba las almas de las fieras con el sonido de su lira. El tour por el Deep South, de algún modo, puede ser leído en esa misma clave: un artista negro que al sentarse frente al piano atenúa todo el racismo existente en su público. Eso sí: siempre y cuando esté en el escenario tocando y entreteniendo a la gente porque al bajar, una vez que el show termina, el mundo continúa igual de apestado. A medida que se van hundiendo en los estados del sur la segregación racial aumenta, la policía los hostiga más, un vendedor no le permite a Shirley probarse un saco, incluso se le prohíbe a cenar en el mismo salón que a su propio público. Y no solo eso, el largometraje también expone la discriminación que el músico sufre por parte de la comunidad afroamericana. El traje, sus modales refinados, ese porte bohemio e intelectual son mal vistos por aquellos que comparten su color de piel pero no sus privilegios. Si el arte fuese reflejo del artista, las composiciones de Shirley concentran esta crisis identitaria. Sus canciones suenan a jazz, aunque también flota cierta influencia de la música clásica, sin terminar siendo ni una ni otra. “No soy lo suficientemente negro ni lo suficientemente blanco ¿Qué soy?” vocifera desnudando lo que los ojos de Tony, el único en captar la sensibilidad del artista, ya sospechaban: una tristeza que explica su alcoholismo y su personalidad reacia. Una profunda soledad e incomodidad con el mundo que excede la cuestión de la piel y alcanza a todo humano. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Las primeras imágenes que circularon de Destrucción mostraban a una Nicole Kidman irreconocible, avejentada, con la mirada cansina y la piel agrietada, imágenes que parecían justificar de antemano su interpretación y homologaban su transformación con aquella vez que supo meterse en el cuerpo de Virgina Woolf, en la película Las horas (Stephen Daldry, 2002). Pero hablar del maquillaje de un personaje o de que tan rápido e inhumano logró un actor adelgazar o engordar antes de un rodaje no deja de ser cuestiones periféricas a la obra. En última instancia lo que hace una buena actuación es, entre muchas otras cosas, el modo en que esos rasgos faciales, los propios, los del actor, son utilizados, estén maquillados o no. En el caso puntual de esta nueva entrega de la realizadora Katryn Kusama con guion del dúo Phil Hay y Matt Manfredi, el rostro de Kidman de tan ampuloso y exagerado se vuelve más una máscara, una caricatura de una teniente mala que tras la reaparición de Silas, un antiguo criminal, se propone saldar cuentas que quedaron pendientes hace más 15 años. En ese entonces Bell se había infiltrado, junto a otro agente del FBI, en una banda delictiva integrada por un puñado de jóvenes stoners y white-thrash con sede en el desierto californiano. Silas entonces es el líder de esta pequeña fracción salida de algún capítulo de True Detective. De hecho, el ingreso ralentizado de los agentes al búnker de estos delincuentes es un calco de una escena de la serie: humo en el ambiente, camperas de cuero y de fondo una canción de Kyuss suena en lugar de una de The Melvins. Lo que viene a hacer la protagonista es actuar como la fuerza centrípeta del filme. Ella teje y mueve los hilos, y todo lo hace sola. Destrucción ocurre en dos tiempos: uno difuso y tramposo, que ocurre en el pasado y se nos va despejando a cuentagotas, el otro ocurre en el presente, es el recorrido que toma la detective Bell para cazar a su ratón. Un recorrido tomado del policial más básico, lineal y esquemático. Así, entre recuerdos que reaparecen, el personaje de Kidman va pensado posibles personas que sepan algo del paradero de este asaltante de bancos de poca monta. Ella llega, pregunta, si no contestan se arma un conflicto de intereses que finaliza con algún tipo de favor que ella otorga, a los golpes o como última opción, a los tiros. Pero lo claro acá es que Bell nunca pierde y su temperamento iracundo y chato tampoco se va a permitir. En una de sus entradas y salidas por uno de los flashbacks, Bell y Silas están bajo la noche, solos, frente a una fogata. Aparentemente él desconoce que sentada a su lado tiene un agente del FBI, cuando le dice serio y con la mirada fija que tiene una buena y una mala noticia y es que nadie los está mirando. La frase prefija de algún modo cómo será la venganza: individual, personal y a espaldas de la ley. Uno contra otro como en el western. Porque el personaje de Nicole Kidman, si bien guarda su placa en el bolsillo, actúa más como un bandido del desierto, que avanza tras los pasos de su enemigo de forma recta y sin ayuda. Su comportamiento inclaudicable y por momentos violento, lejos está del paradigmático Harvey Kietel de Un maldito policía (Abel Ferrara, 1992). Mientras el personaje de Abel Ferrara conseguía la redención después de asumir -epifanía mediante- su comportamiento inmoral y abusivo, Destrucción es por demás un filme que se sostiene sobre la moral y que al más mínimo corrimiento de su centro gravitatorio castiga con una vida desdichada, miserable con problemas laborales, sociales y hasta filio-maternales. Por otro lado, circula una pretensión indie de aspirar a la revitalización del cine neo-noir, tal como hizo la directora con The Invitation (2015) al proponer un terror más atmosférico. El guion, desde lo estructural craneado, trabajado y bien pulido, termina siendo también pretencioso al agregar un innecesario plot-twist final a lo David Fincher sin asumir que en el fondo es tan clásico que podría ser parte de alguna temporada de The Law and Order. Destrucción es una tragedia griega hecha y derecha donde cerca del final nos enteramos que un simple capricho, la tentación de jugar para el equipo contrario y probar las mieles de la ilegalidad por un día, fue el verdadero propulsor para este policial que como la detective Bell, pasará y quedará discretamente olvidado, estacionada dentro de un auto, bajo un puente en las afueras de una gran ciudad que no tiene nada más para ofrecerle. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Al igual que la figura del Pombero en Argentina y Paraguay, o de la Llorona en México, el Silbón es un alma en pena con sed de venganza, un espectro que se manifiesta, tal como lo indica su nombre, a través de un singular silbido y que como todo justiciero castiga a quienes hacen el mal. El cineasta Gisberg Bermúdez Molero exhuma entonces esta popular leyenda venezolana para llevarla por primera vez a la pantalla grande. Ahora bien, sería un error caer en la idea de que la historia por ilustrar parte del folclore de un país estaría indefectiblemente ampliando o renovando el género de terror y permitiéndonos pensar en algo así llamado “terror latinoamericano”. Tal como el personaje de Ángel –el mismísimo Silbón- carga con la maldición de llevar a cuestas los huesos de su padre en una bolsa (huesos que quedaron del parricidio que él mismo efectúo debido a los constantes abusos y maltratos que padecía, llegando incluso a ser azotado y colgado boca abajo de un poste de madera) el filme jamás consigue despegarse de los clichés hollywoodenses que presenta el terror más mainstream, hueco y de puro envoltorio. Infaltable la silla meciéndose sola y los dibujos proféticos de una niña endemoniada que al parecer comparte vestuarista con la chica trastornada de The Ring. De todas maneras, presenta una fotografía impecable, hasta diría hipnótica, en la manera en que capta el bucolismo de un imponente árbol o de un río que corre rabioso que nada tiene que envidiarle a The Witch o The Sinister. Sí hay una reconstrucción de época sólida que nos traslada en cada plano a la superstición de la ruralidad venezolana del Siglo XIX, allí donde lo cristiano se cruzaba con lo pagano y la cultura originaria todavía calaba hondo en los temores criollos. Pero más allá a lo que respecta a la verosimilitud, El Silbón se acerca a la leyenda con una falsa inocencia, fingiendo precaución, como si estuviese frente a un animal salvaje del que ya sabe cuándo, dónde y cómo va a atacar. Esa manía de acudir al in crescendo y a la hipersaturación sonora deja en evidencia la ligereza con que fue encarada la trama. Incluso, los intentos por reafirmar a través del fundido a negro el carácter de mito oral que tiene el Silbón, como un mensaje que divaga de boca en boca, que aparece y reaparece en diferentes épocas, deja al descubierto la imposibilidad de articular no solo algunas escenas, sino las dos historias paralelas que componen el origen y el presente de esta leyenda contada en idioma local, pero con tono extranjero. Leyenda, que como ocurre en la ventriloquia, la voz que habla no pertenece al muñeco que mueve los labios, sino que es de quien realmente lo maneja. Por Felix De Cunto @felix_decunto
La aparición de Damien Chazelle en la escena cinematográfica estuvo dada por un pequeño paso con consecuencias rápidas y expansivas. La ruidosa vertiginosidad de Whiplash le permitió ascender sin punto medio a las colinas de Hollywood. Apenas pisando los treinta años, filmaba La La Land, otra carta de amor a la música, pero también al cine, a la edad de oro del cine, y lo hacía a lo grande. Con todos los recursos y la economía en la mesa volvió a demostrar no solo una impecable destreza técnica, sino la huella autoral que demuestra que detrás del director se escondía un verdadero compositor musical. Luego de la pérdida –o el arrebato- de la estatuilla dorada en una bochornosa ceremonia de los Oscar, el niño mimado de la industria prefijaba su próxima misión. Llevar por primera vez a la pantalla grande uno de los hitos más trascendentales del siglo pasado, la llegada del hombre a la Luna. Sí, George Meliés ya lo había logrado en 1902 pero de forma profética y artesanal, ahora se contaba con el dinero y la historia. La posibilidad de hacer un trabajo magnánimo a la altura de lo que el orgullo estadounidense esperaría estaba servido y quedaba entonces a cargo de las jóvenes manos de Chazelle. ¿El resultado? Hay que buscarlo en el título porque El primer hombre en la luna desde la singularización de su nombre elige hacer del acontecimiento una biopic sin épica, riesgosa y sin alma de quien fue el primero en pisar el satélite: Neil Armstrong. Y justamente esa individualización obliga a concentrar la fuerza del filme en el rostro apático y dolido de Ryan Gosling, el elegido para interpretar los logros y las miserias del astronauta y por momentos, el culpable por convertir la carrera espacial en un duelo perpetuo que se vuelve tedioso. En la escena inicial ya es posible observar donde residen las intenciones de la película y cuál es la potencialidad del realizador. Nuestro protagonista viaja enlatado al borde de la estratósfera, alcanza a contemplar la inmensidad de su planeta y de pronto, algo falla. Comienza a sentirse la claustrofobia y el peligro inminente de la caída en picada. Pero se puede sentir porque el trabajo sonoro lo permite. Mientras la cámara, siempre metida dentro del vehículo, vibra y se sacude como sometida a un principio de apnea, se oye el metal, sus chirridos, las puertas y las tuercas. Se reconstruye a un nivel puramente sonoro la tecnología primitiva y analógica de aquella época. Chazelle consigue -y lo mismo hará en cada una de las pruebas preliminares a la que Armstrong se enfrentará antes de Apolo 11- que el espectador se imagine lo que debía ser viajar en el interior de esas naves de chapa y cinta adhesiva a través de ruidos que terminan armando una sinfonía extraña entre lo industrial y la música concreta. La reconstrucción de época, que pareciera ser una de las búsquedas focales en El primer hombre en la luna, no presenta mayores adversidades, al menos en las escenas que suceden en la Tierra. Pero ¿cómo filmar el espacio exterior de 1969 si éste no tiene edad aparente? ¿Cómo hacerlo con el altísimo nivel que tienen hoy en día los efectos especiales? Para Chazelle la respuesta es fácil y está, como ya dijimos y describimos, encarada desde el sonido. En cuanto a la historia, el largometraje es esquemático y se esfuerza sobre todo en respetar la biografía y la personalidad del cosmonauta. El tono queda marcado en los primeros minutos con la pérdida de su hija Karen quien muere de un tumor cerebral con apenas cuatro años. Este dolor, al que si bien, le seguirán el fallecimiento de algunos compañeros a medida que irán avanzando en cada una de las pruebas, obliterará de aquí en adelante la fuga de cualquier tipo de emoción por parte del protagonista quien se ensimismará tan dentro suyo que ni los incontables primeros planos de la cara de piedra de Gosling permitirán acceder a sus pensamientos o sus inquietudes. Lo único vivo en la imagen es la cámara, siempre intrépida, movediza y pegada al cuerpo que resalta una y otra vez sus intenciones por situarnos dentro de los preparativos del ambicioso capricho de la NASA por querer hacer historia antes que los soviéticos. Volviendo al personaje de Armstrong, lo que en un sentido lo humaniza al mostrar su sufrimiento y los conflictos con su mujer (Claire Foy), en el otro lo aplana. El papel de Gosling y su duelo irremontable recuerda mucho al tozudo Casey Affleck de Manchester junto al mar. Y esa similaridad, entre un simple individuo que pierde a su hija y otro simple individuo que además de perderla tiene la difícil responsabilidad de ser el primer humano en viajar por primera vez a la luna exige sí o sí una mayor profundidad, otro modo de ser encarado. El primer hombre en la luna sufre las consecuencias de aspirar a ser más que una película de ciencia ficción, lo cual como todo riesgo que se toma, es válido y corajudo. Sin embargo, la escena del alunizaje se hace esperar tanto que cuando llega, no solo pasaron ya casi dos horas, sino que –salvo el plano memorable de la pisada de la bota del astronauta- el aterrizaje nunca alcanza ni el vértigo ni la emoción necesaria. La llegada a la luna prescinde de toda épica y termina volviéndose apenas una misión más de las muchas que vimos minutos antes, solo que con la meta cumplida y sin víctimas fatales. No obstante, una cuestión interesante en esta escena final y que pone claramente sobre relieve el tipo de historia que Chazelle quiso contar es la eliminación de la bandera estadounidense flameando en la luna a modo de recibo de compra. Esto no significa que el patriotismo no aparezca. De hecho, se utilizan imágenes de archivo del presidente Kennedy repitiendo varias veces sus intenciones de llegar al satélite aunque así también se muestra el lado b de la carrera espacial mediante las críticas del hipismo frente la inutilidad del gasto presupuestario. Esto responde más a la reconstrucción del contexto que a cualquier otra cosa. El verdadero objetivo del realizador está inscripto en la elección de los primeros planos del protagonista, en el espacio otorgado a la esfera familiar, en su deseo individual por cumplir una meta heroica. Quizás el filme también responda a la lógica de la “meritocracia” que estaba presente en los personajes anteriores de Chazelle. En Whiplash el joven baterista era capaz de sangrar e ignorar un accidente automovilístico con tal de no errarle al tempo. En La La Land el personaje de Emma Stone y el mismo Ryan Gosling comprendían que seguir los sueños era incompatible con el amor y éste debía ser extirpado. En El primer hombre en la luna a primera vista no hay sacrificios concretos. Sí hay entrenamientos forzosos con vómitos y estado de peligro constante, pero estos nunca son un problema troncal ni para la película ni para el personaje, o al menos, debido la psiquis hermética del astronauta nunca nos enteramos. Por un lado, está la muerte irreversible de su hija. Por el otro, el objetivo de la NASA de vencer a los soviéticos en el cual Armstrong no tiene ni voz ni voto. Quizás la “meritocracia” hay que rastrearla en su pasividad, o en otras palabras, en la triste necesidad que impone el sistema de obligar a separar la vida laboral de la vida personal. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Mientras The Blair Witch Project, madre de Actividad Paranormal, Rec y todos los found footage que fueron apareciendo, se sirvió del primitivo Internet de los años 90 para publicitarse mediante un anuncio de desaparición falso que contaba con información detallada de la bruja propiamente dicha, Gonjiam: Hospital Maldito hace un movimiento para nada nuevo pero sí inverso en cuanto a su producción. Ubicado en el interior de un bosque tan lúgubre como el del filme estadounidense, el manicomio surcoreano no es en absoluto apócrifo sino que realmente existe. Es faro de turistas y cazafantasmas curiosos así también sitio elegido para suicidas intrépidos y sujetos adictos al crimen y perversiones de cualquier índole. Lo que hace el director y realizador entonces Jeong Beom-sik es poner a jugar el folclore que gira alrededor del psiquiátrico abandonado con las inquietudes de un equipo comandado por un ambicioso youtuber que aspira a monetizar un millón de visitas durante una ambiciosa transmisión en vivo. Un folclore que funciona apenas como propulsor para la aventura de éste stream-footage que en lugar de meterse en explicaciones lógicas apunta directo a lo físico con el susto fácil como arma que no decepciona. Al final, pura cáscara que permite imaginar al director en una noche de insomnio divagando por foros y páginas web, anotando pequeños esbozos de cada una de las teorías y leyendas existentes. La actualización que viene a traer Gonjiam: Hospital Maldito está determinada más por el nuevo público hiperconectado y sobrestimulado a múltiples pantallas que por el género de terror en sí que es bastante clásico y nada tiene de asiático. Los primeros veinte minutos son una exhibición absoluta del armamento tecnológico que el grupo usará. Luego de presentar el equipo: tres mujeres y tres varones, el líder del clan y el único que no ingresa al inmueble, ya que alguien tiene que hacer de sala de monitoreo durante la transmisión en vivo, reparte Go Pro como si fuesen caramelos y pone a volar un drone porque sí, porque puede. Adentro, la claustrofobia causada por los angulares juega un papel determinante en la manera en que encierra los rostros horrorizados de estos ghost hunters modernos. Lo mismo provocan las subjetivas con las que recorremos junto a los protagonistas los pasillos y los salones derruidos. Pero los puntos de vista no se agotan allí. La expedición también se visualiza a través del canal de YouTube que maneja el cabeza del equipo y desde algunas cámaras de seguridad colocadas en las esquinas de las habitaciones. Esto instala un atractivo salto de pantalla a pantalla que, de un momento a otro, cuando lo sobrenatural emerge en toda su forma para castigar a los graciosos que emulan su poderío a modo de broma (léase: objetos inanimados que desobedecen la gravedad, espectros malsanos que titilan desde la profundidad de campo, seres carniceros que salpican de hemoglobina las paredes), irán apagándose y perdiendo señal en un triunfo total del glitch como elemento propio del horror 2.0. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Pasaron cuarenta años, diez películas, nueve directores y aún así, todavía hay alguien que se quedó con ganas de jugar un rato más en la vereda. Michael Myers, ese mal omnipotente pero humano que nació con destino de saga en 1978; regresa a Haddonfield, al barrio que lo vio matar por primera vez como si nada hubiese ocurrido. Dirigida por David Gordon Green y respaldada por la producción de John Carpenter (como para que no se note tanto el olor a refrito) ésta nueva entrega podría resumirse con la secuencia de los títulos introductorios. La calabaza hueca, que en la original se iba acercando lentamente hasta ocupar la mitad de la pantalla, ahora es un inflable que va recuperando de a poco su forma a fuerza de aire, de vacío, de nada, para iluminarse por dentro una vez más. La película pareciera decirnos que ésta vez -ésta onceava vez- sí que es en serio, que estamos ante la verdadera secuela de Halloween. ¿Cómo? Reinaugurando el festín sanguinario del psicópata con el asesinato a sangre fría de dos periodistas recién arribados al pueblo con todas las teorías habidas y por haber bien aprendidas. Descartadas las conjeturas y eliminados los curiosos, Myers vuelve ponerse su máscara de látex blanca y su mameluco de obrero de la muerte para entregar nuevamente su plusvalía en favor de la inmortalidad de la franquicia. La relación que mantiene el filme con la original versa entre el respeto y el engolosinamiento con -signo de estos tiempos- la nostalgia. No solo volvemos a transitar las calles de Haddonfield con la icónica melodía del piano de fondo, sino también estamos ante escenas, en especial, planos que son prácticamente calcos, eso sí, coloreados con bastante rojo. La sangre no se escatima, se derrocha, lo que produce que el gore y el sadismo gratuito obturen cualquier tipo de gradualismo en cuanto a suspenso. Y si hay algo que diferenció a Halloween de, por ejemplo, La masacre de Texas, fue la creación de atmósferas tensas y esa insinuación constante de que Myers podía estar parado en el jardín delantero de la casa y en el próximo plano, pegado contra la ventana, quieto, como un autómata pronto a activarse. Más allá de esa elección por sumergir parte de la historia en hemoglobina y compensada con ligeras dosis de humor, la ilusoria cercanía con el clásico de los setenta no sería posible sin la reaparición de Jamie Lee Curtis, o la así llamada reina del grito, como Laurie Strode. La ex niñera, convertida en heroína de la saga por el simple hecho de haber sobrevivido a la masacre de aquel 30 de octubre de 1978, lo cual, no es poca cosa, vuelve en forma de abuela, con las canas al aire y una paranoia que le valió además de una exagerada pérdida de dinero entregada a la industria armamentista y una relación disfuncional con su hija. Hacia el final y en sintonía con la coyuntura actual, el mítico psycho killer encontrará en las tres generaciones de mujeres Strode un contrincante digno con el cual finalizar su caprichosa cacería. Si bien, será su sangre la que quede fresca sobre el filo del cuchillo, esto no quita que siga inquebrantable como siempre. Inquebrantable y por supuesto, mudo. Este último elemento creo que es lo más misterioso de Myers como personaje. Esa extraña afasia duplicada en esa máscara inexpresiva redunda la eliminación de toda humanidad en él, aunque tampoco permite acercarlo a la figura del zombie. Tenemos alguien vivo, con pulmones, que respira y grita si es lastimado El peor de todos. Alguien para el cual el asesinato es un lenguaje, tal vez, su única forma de expresión. Por Felix De Cunto @felix_decunto
En el nuevo largometraje de Jesse Peretz, la nostalgia es la médula que sostiene las emociones de sus protagonistas y a la vez, es el propulsor para la concreción de ese obsequio tan gratificante que tiene casi toda comedia romántica: las segundas oportunidades. Sin embargo, hay un filme en especial con el que Amor de Vinilo funciona como su hermanita menor. Me refiero a Alta fidelidad (2000). Basado también en una novela del escritor inglés Nick Hornby, aquel filme retrataba el despecho de un vendedor de discos –interpretado por John Cusack- causada por su melomanía obsesiva y su comportamiento inmaduro, y cómo éste se las ingeniaba para recuperar a su novia. Acá el inicio es parecido. Otra vez el hombre de mediana edad, adolescente pero casi calvo, que pone más atención a las melodías de un cantautor que en la presencia de su mujer. Duncan (Chris O’Dowd) es el nombre de este profesor inglés, pretencioso y snob, patológicamente fanático de un tal Tucker Crowe, cantautor estadounidense apócrifo y según los mitos, ya muerto; sobre el que se sienta a discutir con desconocidos en el foro que él mismo administra en el ciberespacio. Mientras tanto, Annie (Rose Byrne), lleva ya dos décadas aparentando comodidad y cediendo ante los caprichos y decisiones egoístas de su marido al punto tal que la idea de tener hijos es un archivo arrojado hace tiempo a la papelera –y no la de reciclaje. Un comentario anónimo de Annie en el blog germinará en una relación a distancia con el mismísimo artista de culto y conducirá a la conformación de un interesante triángulo amoroso. Mucho mail, mucho mensaje de texto, mucho amorío tecnológico que por momentos obliga a la película a caer en un estatismo plano contra plano. Después, la aparición en carne y hueso de Crowe en Londres cambiará absolutamente todo. Si bien se pudo haber caído en el típico perfil del fracasado, analizando el modo en que Duncan logra hacer buena letra para recuperar a su pareja. Por suerte no hay nada de eso, ni siquiera la paradoja en la que se ve atrapado produce la menor empatía. El foco se desplaza entonces a la búsqueda de identidad de Crowe (interpretado por un Ethan Hawke tan arrogante como atractivo) quien, ya algo deteriorado de salud y alejado por completo de la industria musical, se las ingenia para criar a su hijito en el garaje de su ex esposa. Mejor dicho, a uno de sus tantos hijos. Con el transcurrir del filme irán apareciendo otros más, incluso nacerá un nieto, como para que quede claro que de su pasado quedaron inéditas otras cosas además de sus canciones. Al parecer, música y compromiso no van de la mano, ni para el oyente, ni para el que la hace. Si los futuros perdidos son imposibles de recuperar, aunque sea habrá que resignificar el presente. Y para eso está el personaje de Annie. Para secundarlo en la tragicómica odisea por cada uno de sus conflictos familiares y quién sabe, tal vez, el día mañana también esté para compartir otra historia melosa de encuentros y desencuentros como la que el actor supo tener con Julie Delpy en la famosa trilogía de Richard Linklater. Por Felix De Cunto @felix_decunto
La nueva película de Barbara Sarasola-Day abre con la espalda de un gendarme, en la frontera entre Bolivia y Argentina, dejando explícita la cuestión del límite tanto físico como legal, pero también aquello que ocurre fuera del radar de las autoridades. En esa secuencia introductoria, dos jóvenes con colgante de alpaca y mochila gigante a cuestas, cruzan como espectros, en puntitas, llegan a un hotelucho en Salvador Mazza y se acuestan, aunque, con un pequeño problema. A Manuel se le revienta una cápsula de cocaína en la panza y ahí donde se acuesta, muerto queda. Ahora, Martina (Eva de Dominici), su acompañante de ojos celestes demasiados brillosos para jugar a hacerse la mula, es quien debe decidir, sola, qué hacer con el cadáver, con la droga y con las cuentas a saldar con los traficantes. Sangre Blanca se mueve justo allí, en la clandestinidad, como un niño distraído que juega a la pelota en la calle, con una ligera inocencia e ignorancia de los peligros que realmente existen en la frontera. Y digo ignorancia porque los narcotraficantes a los que Martina debe responder para salvar su vida apenas la acechan. La siguen a madrugada con sus motocicletas por el pueblo jujeño, alguna que otra amenaza más y eso es todo. Obviamente que están lejos del poderío asesino de Pablo Escobar, pero uno se empieza a preguntar si la rudeza con la que se pinta a la protagonista, alguien que es capaz de correr el riesgo de tragarse varios gramos de estupefacientes en su estómago para hacer plata fácil, no es suficiente para agarrar sus pertenencias y fugarse así sin más. Este inicio asfixiante que crea la directora alcanza su punto más alto de tensión en una impecable escena dentro de una pequeña cabina telefónica. Ya casi sin oxígeno, la protagonista pide auxilio a un padre abandónico (Alejandro Awada) que poco quiere hacerse cargo de la situación, mucho menos de la relación, pero que luego de tranquilizarla manteniendo una distancia médico-paciente, termina aceptando el capricho de su hija. Por momentos, el drama fronterizo se pierde entre los vericuetos de una relación filio-paternal inexistente por causas que apenas se esbozan. Una vez que su padre arriba, la inquietante paranoia de Martina, que la había obligado a ponerse en rol femme fatale para conquistar un lugareño y tener un techo donde pernoctar, desaparece por completo ante la sobriedad de quien, por su profesión, será el encargado de meter mano ahí donde el coraje de su hija no llega. Esa suspensión del miedo al fuera de campo, agota el thriller inicial y termina encerrando a ambos personajes (y únicos motores de la historia) entre cuatro paredes de una habitación convertida ahora en morgue y sala de autopsia desaprovechando la posibilidad de mostrar la sordidez y exteriores del norte argentino. Si tampoco se atreve a revelar los conflictos que provocaron el distanciamiento entre ellos dos, no hay mucho más que la película pueda dar. La cámara filma desde atrás, ensimismada a sus personajes, como una mochila pesada que se carga en la espalda y dificulta el andar. Una mochila que nunca muestra lo que lleva dentro pero que de buenas a primeras se aliviana, dejando partir a la protagonista, de vuelta al Norte, libre, hacia el lado contrario de su padre. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Hoy en día el western está muerto y sepultado. De vez en cuando distintos directores exhuman del desierto en un intento de nostalgia autorreferencial a aquel primer cine. Pienso por ejemplo en Quentin Tarantino o en los Hermanos Cohen, fetichistas y aficionados en hacer colisionar géneros y subgéneros pasados de moda. Pero también pienso en aquellas nuevas películas que, además de la típica locación inhóspita y de cierta iconografía ya incluída en la cultura popular estadounidense, toman del western algún elemento concreto que les permite adaptarlo a una historia contemporánea, como es el robo de bancos en Sin nada que perder o la búsqueda de justicia en 3 anuncios por un crimen. En el caso del nuevo filme del australiano Warwick Thornton lo que hay es una necesidad de redefinir lo que históricamente el género contó, corriendo el foco del hombre blanco y su disputa contra los malones a la hora de “construir nación”, y viendo qué ocurría con aquellos que estuvieron siempre encadenados al fuera de campo: los esclavos. Luego de ser echado sin cobrar ni un centavo por su trabajo, Sam (Sam Neill), un aborigen entrado en años regresa junto a su mujer al rancho de su religioso y benevolente dueño quien momentáneamente se encuentra fuera de la zona. Mientras descansan, la pareja es sorprendida por los gritos etílicos y violentos de Harry (Ewen Leslie), el hombre blanco que minutos antes los había despachado como ganado de su propiedad. De los gritos pasa al plomo y en un acto de legítima defensa Sam lo asesina de un disparo. “Mató a un hombre blanco, mató a un hombre blanco” repite exaltado Archie, el anciano negro que escoltaba a quien ahora yace en agonía con la aorta escupiendo sangre. La frase resuena como una sentencia mortal. La sombra de Sam ahora impresa sobre la tierra por el sol cenital será de aquí en adelante un estigma que lo seguirá en su huída a través del desierto. Mientras tanto, en el pueblo, una diligencia comandada por el sargento Fletcher (Bryan Brown) se prepara para ir tras los pasos del prófugo a fin de vengar la herida de su dignidad aria en nombre de la justicia. Más allá de la clara crítica al supremacismo de la época, la ambición del director creo que está en reformular el género en favor de una lectura indigenista. Sin embargo, “la realización del western que no fue” termina volviéndose algo caótico en términos formales. El western jamás fue una reconstrucción de hechos del pasado sino que corrió siempre en paralelo a la historia iluminando pupilas con su universo mitológico de valores idealizados. Thornon filma a la vieja usanza con un plus de lisergia desértica. Utiliza el plano general para abarcar el horizonte la Australia profunda como si se hubiese trasplantado la córnea de John Ford. Cubre de humo los bares. De polvo los caminos. Macera sus diálogos parcos en tequila. Pero a la hora de estructurar el relato, la linealidad clásica se ve interrumpida por una serie de flashbacks y flashforwards proféticos desparramados con inteligencia alquimista. Destellos que hacen que la noción del tiempo circular sea lo más interesante que nos trae Dulce país y eso sí que es pura herencia aborigen. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Aunque en un primer visionado sorprenda por su atmósfera diurna y sus inmensos exteriores bucólicos, por alejar a su grupito de sobrevivientes del tan explotado shopping de las metrópolis y ponerlos a correr a campo traviesa como corderos, lo real es que Les Affames está muy lejos de ser una actualización del género. En el último lustro, Jim Jarmusch logró humanizar a sus vampiros en Sólo los amantes sobreviven (2013) mostrando el costado trágico de la inmortalidad, David Lowery le colgó la sábana blanca a su fantasma indie en A Ghost Story (2017) despojándolo de maldad y hundiéndolo en una melancolía nunca antes vista. En cambio, desde que los zombies pasaron de ser maniobrados como muñecos vudú a convertirse en una plaga boba que aniquila sin descanso ni sentimiento (y eso pasó recién en 1968 con La noche de los muertos vivos) no hubo casi renovaciones. Los muertos vivientes siguen siendo fallas de la naturaleza que acechan como un tsunami, un ataque alienígeno, un terremoto, a civilizaciones enteras. Matan, comen y a la pasada escupen una sutil crítica al sistema y al comportamiento automatizado de las sociedades. Variantes más, variantes menos, aquí estamos frente a otro apocalipsis zombie, donde una invasión, una peste, un contagio endémico, un mal sin mucha necesidad de explicar se propagó por las ciudades alcanzando las zonas rurales más profundas de Canadá. Los pocos pueblerinos que quedan juntan fuerzas para hacerle frente a estos monstruos más estrenados y parecidos a los salvajes de Holocausto Cannibal que a los heredados del filme de Romero, quienes apenas podían mantenerse en pie mientras el director Robert Aubert filma todo con calma y sadismo. La cámara casi ni se mueve, apenas se inmuta frente a lo que pasa alrededor, como si disfrutase contemplar la angustia y el sufrimiento de los que todavía no han sido mordidos, quienes dicho sea de paso, tampoco salen a matar por deporte ni se hacen un festín de carne podrida porque sí, como en tanta saga televisiva. Acá se mata cuando hay que matar, y también se reflexiona mucho sobre cuando es la hora de matar al recién infectado. Los vivos, los muertos, los que sangran porque un perro los mordió, todos son competidores en el periplo hacia la supervivencia. El apocalipsis zombie, además de ser el sueño mojado de cualquier ideología anticapitalista, pone en jaque las leyes morales básicas hasta llegar a una limpieza total de cualquier rasgo humano. Así, si hay que asesinar a un familiar o un amigo se lo asesina, sin mucha vuelta. El tiempo, tal como lo conocemos, también se ve afectado. Bonin (Marc André Godin), el protagonista y de algún modo líder del equipo de sobrevivientes lo deja en claro cuando explica que sus días se basan en despertarse, refugiarse y matar sin voltear la cabeza al pasado, ya que el mundo tal como lo conocía no existe más. La linealidad temporal primero se quiebra para luego enrularse en un espiral descendente. Más allá de los buenos comentarios que orbitan esta entrega canadiense, distinto no significa necesariamente bueno. El riesgo de haber podido esquivar el modus operandi mainstream y permitirse un vuelto más poético es valorable. El problema es que en ciertos instantes esa búsqueda termina siendo un gesto algo arty. Hay escenas, en especial imágenes, que parecen injertas más por su poder visual y para satisfacer el capricho de los amantes del género que por darle un sentido armónico a la historia como si faltase terminar de unir algunos puntos. O acaso, qué secreto se esconde detrás de esa pila de sillas, juguetes y desechos construidos por los zombies. ¿Un tótem para un ritual que no llegamos a ver? ¿O la futura hoguera que dará paso a la extinción del último vestigio civilizado? Aubert juega con la vacilación y lo indeterminado, abre tanto el acordeón que una vez que lo cierra todavía quedan algunas notas sonando en el aire y un sabor extraño en la garganta que, sin ser algo bueno o malo, cuesta digerir. Por Felix De Cunto @felix_decunto