Es insólita la forma en que está presentado el nuevo documental de Andrea Schellemberg. Leyendo la sinopsis, uno esperaría encontrarse con una película que hable de la censura y la prohibición de libros durante las últimas dictaduras militares. Pero Los Prohibidos carga con un problema de carácter básico que trasciende toda posición política y que está vinculado justamente con la manera en que desarrolla su tema. Si es que se puede hablar de desarrollo o incluso, si es que se puede hablar de tema. Las imágenes de apertura muestran un discurso de Mauricio Macri en el que se queja, señalando puntualmente a la Biblioteca del Congreso Nacional, de la cantidad exorbitante de empleados que posee. A continuación, la cámara se detiene en el trabajo cuidadoso que realiza un grupo de las bibliotecarias, encargadas de proteger, restaurar y atender a las curiosidades de los visitantes, en lo que parece ser una buena oportunidad para responder a los dichos del mandatario. También se explica la extraña cancelación de una muestra sobre literatura prohibida, exhibición que permitía al público general acceder y conocer la historia de estos títulos y que meses después de la asunción del ex presidente fue dada de baja sin mayores explicaciones. Sin embargo, lo que termina ocurriendo con esta secuencia es que lejos de ser una simple contradenuncia que de inicio a la idea central, el documental se enrosca en asuntos muy inconexos entre sí que desordenan la narración hasta deshacerla por completo. Algunas cuestiones son, si bien periféricas, de sumo interés, como la historia que cuenta en primera persona una de las trabajadoras de la biblioteca y protagonista del filme, Silvina Castro, quien sufrió la detención ilegal y la tortura durante la Dictadura de 1976. Otras veces, su realizadora se empecina en arrojar toda crítica al gobierno macrista que tenga a su alcance, sin molestarse en darle la profundidad que debería, pero mucho peor, sin aportarle ni un sentido al inexistente hilo conductor. Los hechos de corrupción, los recortes presupuestarios, la represión policial, la extranjerización de la tierra, los despidos masivos y el desmantelamiento de empresas son tan solo un paneo fugaz de lo que fueron los últimos cuatro años. Está más que claro entonces la validez de estas acusaciones y todas merecen el espacio y la necesidad de ser planteadas. La cuestión es que si uno va a contarlas, más si decide hacerlo desde de una mirada observacional, tiene la responsabilidad de por lo menos analizar los tópicos que toca y engrosar mínimamente la argumentación para que no quede como una recopilación de comentarios superficiales que contestaría un militante kirchnerista a uno macrista en un debate sin rumbo en Twitter. Se juntan una serie de imágenes de archivo icónicas del pasado reciente (sesiones en el congreso, discursos presidenciales, noticieros televisivos, filmaciones de la represión de diciembre de 2017 durante el tratado de la Reforma Provisional) y de forma aleatoria se las desparrama a lo largo de la línea de montaje. Entremedio, apenas dos o tres escenas sobresalen y ayudan a alimentar el documental. Vemos la pasión con que las bibliotecarias asisten con información a los investigadores, lo que otorga una ida y vuelta enriquecedor, así como se muestran dos o tres libros que habían sido parte de la prohibición indiscriminada impulsada por “La Revolución Libertador”, censura que tuvo como foco la proscripción del peronismo. Más allá de esto, lo más notable del filme es su incapacidad de establecer una conexión o un paralelismo entre lo que fue el mandato de Macri y el “tema” en sí (incluyo comillas porque el aparente foco no sé si llega a ocupar treinta de los sesenta minutos que dura la película). Termina siendo imposible armarse una idea global de lo qué es Los Prohibidos, mucho menos quedarse con una respuesta más concreta de lo que significó la censura de libros, cuáles fueron o podrían ser los daños colaterales que tiene en la cultura, cómo se realizó esa prohibición, qué diferencias había entre los modus operandi de las diferentes dictaduras. Nada de eso puede lograre si se está haciendo zapping durante una hora entre canales, a veces, demasiado lejanos entre sí. Por Felix De Cunto @felix_decunto
En 2013, Marilina Giménez integrante del trío de electro-pop Yilet, cambia de manera definitiva el bajo por la cámara y sin querer queriendo comienza a realizar un registro valiosísimo del lugar ocupado por las mujeres en la escena musical porteña durante los últimos años que en vez de quedarse en el catálogo y el simple relevamiento se convierte en un disparador de preguntas al cuestionar costumbres y reflexionar sobre los modos de una industria que históricamente las ha discriminado, más aún cuando la palabra “rock” ha aparecido entremedio. ¿Hay géneros aparentemente prohibidos para las mujeres? ¿Por qué un festival de mujeres incluye bandas con hombres como integrantes? ¿Por qué enriquece la escena que una artiste trans, no binario, de género fluído se exprese musicalmente? ¿Cómo es transitar la noche de la Ciudad de Buenos Aires y salir ilesa? El documental entrega un diagnóstico puntilloso de una ciudad específica, en un tiempo determinado, sobre personas puntuales, pero que en su reverso no es más que el pequeño espejo de situaciones y sinsabores que exceden lo musical y alcanzan todo ámbito. El recorte seleccionado no se centra solo en lo que se ve bajo la lupa del rock sino que se hace extensivo a todas aquellas bandas que en uno u otro sentido quiebran, improvisan, expanden como un chicle los límites impuestos por los estereotipos a su medida y sabor preferido. De esta manera, aparecen testimonios de un amplio abanico de artistas que van desde faros de la música actual como Miss Bolivia, quien supo apropiarse del rap y la música tropical para masificarla desde su lugar de mujer, hasta proyectos más arriesgados como son Chocolate Remix, que toma el reggaetón y lo esteriliza del machismo de sus letras para usarlo como arma de ataque lesbofeminista, o la trapera trans Sasha Sathya, uno de los hallazgos más rupturistas e interesantes con los que cuenta el documental, y que más que ningunx otrx, supo hacerse un lugar a los empujones y “a los cabezazos”. El documental lo completan Las Taradas, Ibiza Pareo, Las Kellies, Cobra Kei, Kumbia Queers, Liers, entre otras, todas bandas que saben bien que contestar cuando se habla del circuito under. Es acá donde no solo el correr la mira de lo musical y apuntar a lo político hace de Una banda de chicas una película necesaria. Lo coyuntural y esa sensación de que lo que estamos viendo está ocurriendo en este preciso momento le otorgan un valor agregado. La cámara de Giménez está donde tiene que estar. En Plaza Congreso durante la marcha por el aborto legal, seguro y gratuito, en la firma de la carta abierta de las artistas de la música por la adhesión a la ley, en los recitales, en los camarines y a la salida de los shows. Se podría decir que el documental se mueve con aire inquieto, le sobrevuela lo punk, salvo por la forma en que se estructura. El paso de artista a artista tal vez sucede de un modo bastante esquemático y rígido pero cada uno trae consigo nuevas problemáticas que van desde las experiencias de misoginia padecidas por las propias protagonistas hasta lo que significa transitar la maternidad estando en plena gira. Sin embargo, pareciera que la dificultad para destapar la olla de la escena local y subir un escalón más arriba es el denominador común en todas aquellas que aspiran a hacer la música que ellas quieren y no el género, la estética, el estilo que por ser mujer deberían tocar para poder vivir de lo que les gusta. Una banda de chicas tira la red al fondo del océano y a través de un puñado de ejemplos, le hace justicia a todas las que siguen en la oscuridad, alumbrándose las unas a las otras como peces con luz propia. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Las preguntas existenciales que Terrence Mallick planteaba en El árbol de la vida (2011) -ese drama cósmico donde Brad Pitt, en ese caso, hacía de padre de familia tipo norteamericana encargado de educar a sus hijos en la supervivencia de los padecimientos de la vida adulta mediante un carácter fuerte y un trato sobrio- son recuperadas por Ad Astra bajo una perspectiva notoriamente pesimista. El universo montado por James Gray es el de un futuro próximo donde la mirada hacia las estrellas es el objetivo principal (la película no muestra el estado del planeta pero nos da a entender rápidamente que el panorama no es para nada bueno). La Luna se ha convertido en una especie de Lejano Oeste donde grupos mineros, piratas y un capitalismo que apenas ha comenzado a instalarse se disputan el terreno y los recursos que se esconden debajo del desierto lunar. La naturaleza terrestre por lo tanto se ha vuelto un recuerdo antiguo recuperado en forma de video high-definiton para el apaciguamiento del estrés. Sobre ese escenario gélido, Roy Mcbride (Brad Pitt), un taciturno astronauta que conoce más del espacio que de relaciones sociales, emprenderá una misión que lo llevará a recorrer el Sistema Solar como si estuviese sentado en el diván de su psicólogo. Esto es: exorcizando mediante una insistente voz en off su preocupación por la propia soledad y la imposibilidad de sentir emoción alguna, síntomas de daddy issues con soluciones ubicadas a años luz de La Tierra. Ad Astra inicia con una caída. Una antena gigantesca en construcción en la que McBride participa sufre una descarga eléctrica que provoca varios cortocircuitos y en consecuencia, explosiones. Mientras intenta agarrarse a la estructura, vemos como otros sin mucha suerte comienzan a caer al vacío en una imagen que se vuelve una postal sideral del atentado a las Torres Gemelas. Nuestro protagonista tampoco podrá sujetarse por mucho que lo intente y presa de la gravedad caerá de lleno contra la superficie terrestre. Luego de esta escena impactante y de alto voltaje -de las mejores y de las más escasas- el filme comenzará su lento ascenso hacia los astros una vez que sus superiores le expliquen que es muy probable que su padre, un ex astronauta desaparecido hace 16 años durante una expedición espacial y que todos daban por muerto, puede haber manipulado antimateria y así haber causado las descargas que casi lo matan. De aquí en adelante, el viajante avanzará de acuerdo al típico camino del héroe. Conocerá las tinieblas, pecará y matará hasta dar por fin con el paradero de su progenitor en el interior de una nave perdida en los anillos de Neptuno y en el tiempo (un televisor en blanco y negro continúa reproduciendo un jazz del 40’). El ritmo reposado, sus inquietudes filosóficas y una preocupación obsesiva por exprimir los primeros planos de la mirada consternada del actor hacen que Ad Astra se una a las filas de otras películas contemporáneas que toman la ciencia ficción y los viajes espaciales desde un costado más reflexivo (todas hijas de 2001: A Space Odyssey) como pueden ser Gravity (2013), Interestellar (2014) y First Man (2018), biopic de Neil Armstrong en la que el personaje interpretado por Ryan Gosling también cargaba con un rostro inexpresivo producto del duelo perpetuo por la muerte de su hijo. Los astronautas se alejan de tierra firme. Los dramas familiares se vuelven un ruido incesante que retumba en el interior de las naves. El cielo se convierte en un telón negro apenas punteado por estrellas. El vacío que despiertan las preguntas existenciales sigue igual de frío en todos lados. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Son pocos los instantes en la vida capaces de caber en el mote de “epifanía” y el cine –o cierto cine que apuesta a las emociones maximizadas- suele encargarse de recogerlos. Las películas de iniciación son fórmulas efectivas a la hora de mostrar la metamorfosis interna de jóvenes confundidos, muchas veces, marginados de una sociedad (sea familia, colegio o amigos) que no la comprende. En este panorama pantanoso la aparición de un ídolo es un momento indescriptible, iluminador y bisagra en la vida de uno. Así lo fue para el periodista Sarfraz Manzoor, quien en su adolescencia encontró en la poesía de Bruce Springsteen el impulso para combatir la asfixia que le propiciaba ser descendiente de una familia pakistaní en un suburbio londinense durante la década de los ochenta, tiempos en los que la ultraderecha británica circulaba en las calles para exigir la expulsión de los extranjeros. A partir de esta historia de vida guionada por él mismo, la directora Gurinder Chadha transpola esos hechos a Javed (Viveik Kalra), creando un personaje retraído, tímido, solitario, casi sin vida social que le calza perfecto al género pero que resulta demasiado inocente, poco punk para la era thatcheriana en la que se encuentra. Sing Street (2016) es un filme que, de algún modo, guarda relación con la película al ubicarse en 1985 y presentar un caso similar de coming-age – atemporal y rockera donde Conor, un adolescente irlandés de clase trabajadora debe enfrentarse a la desintegración familiar y al conservadurismo católico escolar mientras encuentra refugio en la música y el descubrimiento a través de la formación de una banda de que él mismo puede ser también una fuerza expresiva. El protagonista de Blinded by the Light en cambio carece de esa profundidad emocional y melancólica, o si la tiene se ve bruscamente opacada por la llegada del música de New Jersey a su vida. Luego de escuchar los cassettes de Darkness on the Edge of Town (1978) y Born in the U.S.A. (1984), Javed se convierte en una especie de médium que actúa en base a las letras del artista estadounidense, letras impresas en la pantalla que literalmente giran alrededor de su cabeza. Antes de ese instante revelador resaltado por el ingreso -y de aquí en adelante el injerto- del musical en la trama, la escritura era el único espacio donde drenaba sus inquietudes y cuestionamientos al fundamentalismo cultural de su familia, en especial, donde volcaba palabras sobre su crispada relación con su padre Malik (Kulvinder Ghir). Una vez que se hace la luz Javed queda enceguecido y lo que era una expresión solitaria sobre el papel, a partir de ahora, gracias a las melodías de Springsteen, se materializan dándole la potencia necesaria para quebrantar los mandamientos paternales, encontrar su vocación como periodista y hacerse del coraje para invitar a salir a la chica que le gusta. De aquí en adelante continúan todos los clichés que el género exige, inclusive la moraleja final del protagonista frente al auditorio de la escuela. Elemento práctico y necesario para resolver y cerrar todos los problemas que a la película casi se le escapan. Por Felix De Cunto @felix_decunto
A los 25 años Alexander Aja estrenaba Alta tensión (2003), un filme que además de tener el voltaje necesario para destacarse entre las filas de los serial killers, se benefició enormemente por ser incluida bajo el rótulo elástico de lo que se conoció como New French Extremist, una vertiente del terror más humana y terrenal que renovaba el género a fuerza de caudales de sangre, sexo, mutilaciones, flagelaciones y violencia en primer plano. Con un pasaje sin vuelta a Hollywod, el director francés a los tres años ya estaba realizando El despertar del diablo (2006), remake del clásico de Wes Craven The Hills Have Eyes, oportunidad que le permitió desarrollar una carrera irregular pero competente en el circuito mainstream, al punto tal que hoy puede apoyarse en el ala sangrienta de Sam Raimi, cráneo detrás del ícono zombie de The Evil Dead y productor de su más reciente largometraje: Infierno en la tormenta. No sé cuanto se podría hablar de originalidad en un género tan esquemático y cómodo en sus fórmulas como es hoy el terror, sin embargo, esto no impide celebrar la capacidad que tiene Aja para sacar y mezclar agua de diferentes aljibes -encerrando el cine de catástrofes con el de animales salvajes dentro del sótano de una arquetípica old dark house– todo ello sin perder el cáracter minimalista de la historia, que a fin de cuentas es lo que le otorga efectividad. La premisa es simple: Haley (Kaya Scodelario) es una joven nadadora que al enterarse del pronóstico meteorológico y el plan de evacuación dispuesto por el estado de Florida, decide ir en busca de su padre (Barry Pepper) quien no contesta sus llamados. Para eso conducirá a través de una tormenta que le impide ver más allá del parabrisas, esquivará los controles de evacuación, se meterá en la antigua casa de su infancia para encontrar en el sótano a su progenitor herido por las mandíbulas de un cocodrilo gigante. Ahora sí, encerrados los personajes en la zona de peligro, solo faltan más reptiles, más lluvia y algunas negligencias caprichosas (justificadas por un drama familiar débil y fuera de lugar para ser discutido mientras se hacen torniquetes en los brazos amputados o nadan a contracorriente esquivando pedazos de chatarra) para que la hemoglobina fluya y el agua se vuelva un nuevo tipo de oscuridad. Hay algo de lo que Infierno en la tormenta sale invicto en comparación a la larga lista de películas en las que el conflicto está dado por la amenaza de X criatura salvaje -subgénero comandado por ese híbrido entre mainstream y clase b que fue Tiburón (1975) de Spielberg y que – y su total ausencia de humor. Un aspecto que Aja incluía y resaltaba en Piranha 3D (2010), la remake thrash de Piraña (1978), y que aquí es depurada por la urgencia que propone la historia, la solidez de los personajes y sobretodo la impecable utilización de imágenes generadas por computadora para la construcción de insaciables cocodrilos; como los huracanes, unos mortales y de nuestro mundo. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Más allá de llevar la percusión en la sangre, de ser savia nueva de uno de los árboles genealógicos más importantes del folclore argentino, de ser nieto de Carlos “el padre de la chacarera” Carabajal, Camilo Carabajal es además de todo un ejemplo claro del cuidado del medio ambiente. En este sentido, si bien el protagonista es el músico, no hay ni el más mínimo acercamiento al biopic, mucho menos de utilizar al percusionista como punto de partida para hablar del folclore y la influencia de la familia Carabajal en la música nacional. La directora Andrea Kurjoski se ubica como testigo de las inquietudes del artista siguiendo en cada uno de los proyectos que tiene en mente, tanto de los grupos que integra como el ensamble Metabombo y el trío Tremor, como también de su proyecto ecológico de “ecobombos”, que busca reemplazar bidones de agua reciclables por la madera del Ceibo en la fabricación de bombos legüeros. El documental construye alrededor de la figura y las preocupaciones de Camilo Carabajal una interesante condensación entre lo clásico y lo moderno. Ya en su adolescencia en Alemania, post-caída del muro de Berlín, las raíces folclóricas que llevaba en las venas convivían en él junto al punk, el rock y la distorsión. Sin embargo, lejos de ser una rama profana que se escapa del tronco familiar, el músico supo integrar ambos costados, abrirse más allá de las viejas estructuras y permitirse por ejemplo aspirar al reemplazo de bidones de plástico por la madera del Ceibo, lo que si bien modifica la fisionomía tradicional del bombo legüero esconde un objetivo ejemplificador que es detener la tala del árbol nacional. El proyecto organizado junto a su mujer Ingrid Schönenberg se vuelve la columna vertebral del largometraje, que por momentos, obliga al documental a virar a una road movie criolla que tiene como destino dar con los luthiers y artesanos más entendidos en materia del instrumento para testearlo y mejorar el sonido. Entre los recitales, los viajes y la cotidianeidad del músico, Kurjoski elige incluir una pequeña subtrama en la que Carabajal se reúne con un profesor de biotecnología para concretar el almacenamiento de una canción suya en el ADN de una bacteria a través de la codificación de información no biológica en lo que, si bien ilustra un apretón de manos entre la ciencia y el arte, difumina un poco la linealidad de la película. Más allá de eso, en sus fines, A una legua consigue transmitir la candidez y amor a la música del percusionista, su obstinación por hacer el mejor instrumento posible y desde ese accionar diminuto provocar un sano contagio de consciencia al espectador. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Joaquín Furriel interpreta a Daniel, un ingeniero argentino que trabaja para una mina de carbón en Asturias. El vaciamiento alarmante del recurso lleva a que el dueño de la empresa le encomiende la tarea de bajar por primera vez al pozo con el fin de inspeccionar una galería en desuso que, se sospecha, todavía podría ser explotada. En este viaje a las profundidades lo acompañan dos mineros experimentados, uno de ellos a punto de retirarse, lo que anticipa cierta crispación entre aquel que conoce la técnica y los que viven la práctica. De la introducción en descenso a la explosión del conflicto no pasan más que diez minutos. Una vez que arriban al espacio de trabajo, un derrumbe de tierra y piedra cae con fuerza, encerrándolos y obstruyendo cualquier vía de escape. Al aislamiento se le suman otras dos personas que se encontraban cavando en una zona contigua, de las cuales, una de ellas morirá rápidamente agregándole la primera cuota de dramatismo a la situación. A diferencia de lo que podría ser una típica película de catástrofe, apenas sucede el desmoronamiento, la acción se detiene por completo. Al constatar la imposibilidad de salir por sus propias fuerzas, las víctimas -salvo Daniel que es el más inquieto de los cuatro- bajan los brazos quedando a la espera de que alguien allá afuera se le ocurra bajar a buscarlos. El único suministro con el que cuentan es el agua que se filtra a cuentagotas de las paredes. No hay comida, preocupa la falta de oxígeno y la desesperación comienza a ocupar cada vez más el interior de ese espacio reducido. Lo común sería que el conflicto derive y se concentre en las peleas entre los personajes, cosa que sucede en más de una ocasión. Por ejemplo, cuando a Daniel le seduce la idea de utilizar el cadáver del primer fallecido como alimento. Allí surge una discusión moral de si está bien o no comer carne humana que me retrotrajo a la clásica película de supervivencia: ¡Viven! (Frank Marshall, 1993). Sin embargo, el director español opta por aprovechar el estancamiento dramático para conducir a un movimiento centrífugo en el que se superponen y acoplan a la trama principal, otros espacios, otros tiempos y hasta otras realidades. De flashbacks que revelan una inestabilidad emocional causada por una ruptura matrimonial se cuelan situaciones que transcurren paralelamente en la superficie. Después de la segunda mitad el óperaprimista español Luis Trapiello irá complejizando este rompecabezas temporal al difuminar la línea entre realidad y fantasía. El hambre conduce a Daniel a la alucinación y la locura. Sueña y se despierta varias veces dentro de un mismo sueño como hundido en una mamushka. En este punto, la metáfora de las galerías subterráneas como el tour por las inmediaciones del inconsciente salta a primera vista. A Joaquín Furriel le recae la responsabilidad de motorizar la película desde un ejercicio interno. Pesa más la manera en que consigue transmitir su estado emocional que su accionar en sí. Creo que salvo el plot twist -acertado y necesario para darle fin al enigma- el director no alcanza a producir nunca un clima suficientemente opresivo y desesperante. O no a través de los personajes. Esto lo lleva a recaer en exceso en la música que podrá ser envolvente e intrigante pero, como todos los recursos que manotea desde la profundidad de la mina, no deja de estar demasiado adherida, de ser demasiado exógena. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Toda transposición supone un riesgo, alto o bajo, pero riesgo al fin. La actriz, dramaturga y ahora directora, Azul Lombardía asume ese peligro para trasladar su obra Dóberman de las tablas a la pantalla grande. Una trama minimalista, simple, anclada en el costumbrismo criollo y el grotesco, donde la conversación que tienen dos vecinas de alguna localidad del conurbano bonaerense concluye en una tragedia doméstica. Mecha (Mónica Raiola) es una mujer tan superada como separada. La vemos de entre casa, chismoseando por teléfono con una amiga, echando humo de su cigarrillo y realizando múltiples tareas como una máquina recién encendida mientras espera con la pasta hecha y el tuco gorgoteando la llegada de su hijo y la de Bairon, su dóberman y única compañía hogareña. Una escena doméstica que será interrumpida de golpe por los aplausos de Mirna (Maruja Bustamante) llamando desde la vereda. Su aparición repentina montada en una bicicleta como una niña gigante y evidenciando un severo retraso mental a través de su habla cansina, revelará sus verdaderas intenciones una vez que la charla entre al interior del hogar. Desde las primeras imágenes hay un ambiente marcado por las calles de ripio, las calles bajas, la calma que exhala la hora de la siesta, que permite vincular la película con otras como El ciudadano ilustre o El otro hermano que también hacen del pueblo un abismo asfixiante, con leyes propias, donde todo puede ocurrir, incluso, las peores tragedias a plena luz del día. La diferencia de Dóberman radica en que la cámara no sale a recorrer el pueblo sino que es el pueblo el que entra al comedor diario bajo la forma del chisme y la anécdota. Esos personajes exógenos que ingresan a la conversación, en especial, a través de la boca acusadora de Mecha quien tiene guardado siempre un dardo para cada uno de los vecinos del lugar, construyen una atmósfera localista pero solo sirven como distracción. La tensión con la que trabaja Lombardía, alimentada vagamente por un plano secuencia que se reduce a contraer y dilatar la imagen, está puesta en la quietud que transmite Mirna, sentada en su silla, con su vaso de agua, expectante por atacar como un animal rabioso y despechado a quien cree, se está acostando con su marido. Con la llegada del dóberman de Mecha llega el tragicómico final para hacer de la historia apenas un recuadro en las últimas páginas del diario local de mañana. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Más que una película sobre un músico, Ausencia de mí de la directora Melina Terribili es un documental político, que desde la figura de un Alfredo Zitarrosa exiliado, censurado y nostálgico, propone un acercamiento al vacío y una interesante manera de edificar la memoria. De esta forma lo musical queda en un segundo plano. Las canciones suenan de fondo, de hecho, hacen de esqueleto mediante la banda sonora, pero el verdadero hilo conductor está dado por las tribulaciones y reflexiones que el cantautor uruguayo grabó en las más de mil horas de cintas de audio que fueron recuperadas junto a cientos de papeles, cuadernos, borradores, registros audiovisuales, objetos y pertenencias suyas. Para evitar el olvido, la familia optó entregar todo ese archivo al Centro de Investigación, Documentación y Difusión de las Artes Escénicas del Teatro Solís, en Montevideo y así dar inicio a un proceso de clasificación y conservación. Las imágenes de las cajas bajando del camión y abarrotándose en una habitación funcionan como prólogo para el documental. Una vez que se empieza a inventariar los archivos en una especie de ejercicio de autopsia y exhumación, los límites del tiempo se difuminan y de pronto, la voz de Zitarrosa aflora de las grabaciones para que sea el propio homenajeado el que arme su homenaje. La llegada de la dictadura militar en 1973 fue un antes y después en la vida del músico. Debido a su fuerte compromiso político, no tuvo más opción que exiliarse y vivir durante más de una década como cosmopolita forzado en Buenos Aires, México DF y Madrid hasta su vuelta en 1985. Así, el dolor por el desarraigo que reverbera en los miles de exiliados de los diferentes países del continente, su preocupación por la falta de creatividad atribuida la tristeza por la circunstancia política y su esperanza intacta en Latinoamérica son algunas de las confesiones que escuchamos del poeta, todas son grabaciones hechas durante sus años de exilio. En este sentido, la directora Melina Terribili prescinde de toda épica y ensalzamiento de la figura del artista para abordarlo desde su costado más humano. No lo vemos tocando la guitarra, no lo vemos cantando, casi no lo vemos. La presencia de Zitarrosa se manifiesta entonces de un modo espectral. A partir de su voz grave, profunda y en off sincerando sus lamentos e inquietudes, a través de material fotográfico que lo muestra mayormente a contraluz, solo, con gomina, traje y ese porte tanguero que resultaba algo antiguo para la época o mediante grabaciones en Super 8 filmadas por él mísmo. Todo un devenir de archivos que discurre poética y copiosamente, que nos acerca desde ese sentimiento agridulce y fantasmal propio del found footage a una idea personal y global de destierro. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Distintas voces y personalidades del mundo académico hablan a cámara y dan su veredicto en torno a un libro x. Hablan de él como una pieza anómala de la literatura nacional, injustamente relegada del catálogo de los clásicos. Lo comparan con La Guerra y la paz y con Ana Karenina. Incluso algunos se animan a estamparle el mote de la mejor novela argentina jamás escrita. Del autor dicen que contaba con la ambición de Charles Dickens, que es el heredero de Roberto Arlt y que, como buen escritor maldito, encontró en el suicidio la única salida a sus tribulaciones. El libro en cuestión se llama El traductor, una obra magnánima, densa, de 600 páginas, que fue rebotada por varios premios literarios debido a su complejidad, y donde, dicen, se cuenta la década del noventa como nadie más la pudo haber contado pero que recién logró ver la luz una vez que su autor murió. Lo que inicia como un documental centrado en torno a una misteriosa novela rápidamente es interrumpido por una placa y por nuevos personajes que comienzan poco a poco a perforar en la intimidad de quien la escribió. El cráneo detrás es entonces Salvador Benesdra, un personaje poco conocido, extraviado del ámbito cultural al que quizás, su falta de popularidad, fue apenas otra de las razones por las que se lo ubicó en el agridulce estante de los autores de culto. A partir de una minuciosa investigación Damián Finvarb y Ariel Borenstein proponen en Entre gatos universalmente pardos una aguda reconstrucción de su personalidad casi siempre a partir de anécdotas y comentarios de aquellos que lo conocieron de más cerca (digo casi siempre, porque entre las imágenes de archivo que circulan por la película también aparecen grabaciones de video caseras de Benesdra hablando frente a cámara a modo de soliloquio y confesionario). En este sentido, no deja de ser valiosa la amplitud con la que el documental consigue iluminar la vida del escritor: desde el mundo académico, sus amigos de la juventud, colegas de la psicología, compañeros del trotskismo, sus parejas y sobretodo sus ex compañeros de Página12. El trabajo en la redacción le permitió en primer lugar, drenar en la escritura de notas periodísticas una celebrada erudición -gozaba de un vasto conocimiento enciclopédico, de una excelente oratoria y hablaba siete idiomas- y a su vez, mantener viva, a través de la participación en asambleas laborales, de una militancia política iniciada en el secundario y continuada en la universidad. Para un intelectual de izquierda, que se ilusionó con los ecos que dejaba la Revolución Cubana mientras aprendía a armar bombas molotv en plena dictadura de Onganía, la caída del muro de Berlín debió tener un impacto por demás grave. En ese contexto de principios de los noventa, donde el concepto de ideología veía su fin y las alternativas al capitalismo quedaban descartadas en el cajón de las utopías, Benesdra va gestando El traductor, aprovecha los tiempos muertos en el trabajo o viaja a Uruguay, al balneario de Arachania en busca de inspiración. Sin embargo, el rechazo de la obra en los concursos literarios sumado a su despido de Página12 provocó que la locura fuera ocupando de a poco cada rincón de su cerebro. Una inestabilidad mental que agrega otra pata más a la biografía ya que fue una característica que lo acompañó a lo largo de toda su vida en intensos y esporádicos brotes. En uno terminó en un psiquiátrico en París agitando a los pacientes a favor de la desmanicomialización. En otro, ocurrido en plena redacción del diario, sufrió un delirio marxista convencido de que las masas se dirigían a Plaza de Mayo para iniciar la revolución. En su último episodio, una profunda depresión lo llevó a tirarse de un octavo piso y cerrar con un moño negro una historia de vida compleja, pantanosa, de culto, a la que gracias al documental podemos acercarnos y recorrerla de una forma más diáfana. Por Felix De Cunto @felix_decunto