Sangre blanca

Crítica de Felix De Cunto - CineramaPlus+

La nueva película de Barbara Sarasola-Day abre con la espalda de un gendarme, en la frontera entre Bolivia y Argentina, dejando explícita la cuestión del límite tanto físico como legal, pero también aquello que ocurre fuera del radar de las autoridades. En esa secuencia introductoria, dos jóvenes con colgante de alpaca y mochila gigante a cuestas, cruzan como espectros, en puntitas, llegan a un hotelucho en Salvador Mazza y se acuestan, aunque, con un pequeño problema. A Manuel se le revienta una cápsula de cocaína en la panza y ahí donde se acuesta, muerto queda. Ahora, Martina (Eva de Dominici), su acompañante de ojos celestes demasiados brillosos para jugar a hacerse la mula, es quien debe decidir, sola, qué hacer con el cadáver, con la droga y con las cuentas a saldar con los traficantes. Sangre Blanca se mueve justo allí, en la clandestinidad, como un niño distraído que juega a la pelota en la calle, con una ligera inocencia e ignorancia de los peligros que realmente existen en la frontera. Y digo ignorancia porque los narcotraficantes a los que Martina debe responder para salvar su vida apenas la acechan. La siguen a madrugada con sus motocicletas por el pueblo jujeño, alguna que otra amenaza más y eso es todo. Obviamente que están lejos del poderío asesino de Pablo Escobar, pero uno se empieza a preguntar si la rudeza con la que se pinta a la protagonista, alguien que es capaz de correr el riesgo de tragarse varios gramos de estupefacientes en su estómago para hacer plata fácil, no es suficiente para agarrar sus pertenencias y fugarse así sin más.

Este inicio asfixiante que crea la directora alcanza su punto más alto de tensión en una impecable escena dentro de una pequeña cabina telefónica. Ya casi sin oxígeno, la protagonista pide auxilio a un padre abandónico (Alejandro Awada) que poco quiere hacerse cargo de la situación, mucho menos de la relación, pero que luego de tranquilizarla manteniendo una distancia médico-paciente, termina aceptando el capricho de su hija. Por momentos, el drama fronterizo se pierde entre los vericuetos de una relación filio-paternal inexistente por causas que apenas se esbozan. Una vez que su padre arriba, la inquietante paranoia de Martina, que la había obligado a ponerse en rol femme fatale para conquistar un lugareño y tener un techo donde pernoctar, desaparece por completo ante la sobriedad de quien, por su profesión, será el encargado de meter mano ahí donde el coraje de su hija no llega. Esa suspensión del miedo al fuera de campo, agota el thriller inicial y termina encerrando a ambos personajes (y únicos motores de la historia) entre cuatro paredes de una habitación convertida ahora en morgue y sala de autopsia desaprovechando la posibilidad de mostrar la sordidez y exteriores del norte argentino. Si tampoco se atreve a revelar los conflictos que provocaron el distanciamiento entre ellos dos, no hay mucho más que la película pueda dar. La cámara filma desde atrás, ensimismada a sus personajes, como una mochila pesada que se carga en la espalda y dificulta el andar. Una mochila que nunca muestra lo que lleva dentro pero que de buenas a primeras se aliviana, dejando partir a la protagonista, de vuelta al Norte, libre, hacia el lado contrario de su padre.

Por Felix De Cunto
@felix_decunto