Un film experimental de Martín Farina "Cuentos de chacales" (2017), film personalísimo no sólo por el sesgo autoral y experimental que Farina le impone, sino porque su estructura se concentra en la figura del actor Francisco Cruzans. ¿Biopic? Nada más alejado. Lo que el realizador propone es una mixtura entre documental, ficción y experimentación, en una apuesta en la que la libre asociación resulta esencial. Durante los 70 minutos en los que transcurre Cuentos de chacales aparecerán videos en VHS de Cruzans (también apuntado previsiblemente como “Panchito”), diálogos entre personajes que remiten a algunos núcleos de su vida, segmentos musicales, y hasta una intimísima escena que oscila entre lo confesional y el registro pornográfico que exaltará a los espectadores más conservadores. Más que establecer un nexo referencial directo, lo que hace Farina es graficar puntos de fuga, líneas de conexión, “ecos” en donde la música cumple un rol muy importante. Hay secuencias que juegan con la alternancia de la banda sonora entre el plano diegético y extradiegético, además de incorporar el elemento sonoro como un espacio nodal para la constitución de los recuerdos. El montaje va en la misma dirección que la composición musical; propone un recorrido más que un trayecto con “principio, nudo y desenlace”. Se percibe un trabajo detallado, en donde el plano detalle, precisamente, remite a las obsesiones o a la persistencia de algunos elementos en la memoria que sellan a fondo a la personalidad. La aparición de lo familiar dentro de la película parece remitir a una lucha inconsciente entre los preceptos y modelos heredados y la búsqueda por alcanzar singularidad y autonomía. Transitamos una modernidad en donde la intimidad se ha tenido que redefinir frente a la dialéctica que ha venido estableciendo con las redes sociales. Y en este contexto es significativo que un grupo de jóvenes cineastas (además de Farina, podemos mencionar casos diversos como los de Blas Eloy Martínez o Nele Wohlatz) se concentren en lo íntimo y las múltiples conexiones que establece con lo familiar. Por último, es valorable que en esta incesante búsqueda por concatenar registros y recuerdos, Cuentos de chacales jamás ceda ante la conexión fácil, de tipo psicologista, sino que tome partido por buscar su propio espectador, uno activo, que –claro- frente a la propuesta no será fácil encontrar.
“El prófugo” de Natalia Meta: notable transposición de la novela de C. E. Feiling Luego de su ópera prima, Muerte en Buenos Aires (2014), era difícil predecir qué camino tomaría la incipiente filmografía de Natalia Meta. Demasiado industrial para señalar rasgos “autorales”, aquella película resultó una buena carta de presentación que también contó con el acompañamiento del público. Fue, en definitiva, un debut con un exponente del género policial al que se le adosaron algunas singularidades, principalmente condensadas en la exploración del ambiente gay de un Buenos Aires en la década del ’80. Su segundo opus ratifica su eficacia para la construcción de climas, pero en esta oportunidad redobla la apuesta; El prófugo (2020) resulta un meticuloso relato sobre el límite entre el sueño y la vigilia, la cordura y la locura, que encuentra en la corporalidad de Érica Rivas todo el pathos que una actriz de su temple es capaz de ofrecer. La secuencia inicial nos muestra a Inés (Rivas) en pleno trabajo de doblaje en castellano neutro de una película oriental, en lo que parece ser un encuentro sadomasoquista. La tonalidad de la imagen, la sensación de extrañamiento del lenguaje y la multiplicación del filme doblado en el vidrio que la separa del operador funcionan como signos de la materialidad con la que trabajará El prófugo. Realidad y fantasía. O, tal vez, intromisión de una realidad alterna en la vida de una mujer que reparte su tiempo entre el trabajo y lo que se supone que es su vocación: el canto lírico en un coro. Inmediatamente después del comienzo, la película se interna en la vida amorosa de Inés; le alcanzan un par de diálogos y actitudes de su novio (interpretado por Daniel Hendler) para mostrar que se trata de una relación que no funciona, debido a la conducta controladora e invasiva que ella tiene que soportar. Un viaje a una playa paradisíaca y una tragedia hasta entonces impensada define un cambio brusco en el devenir de los hechos, con la aparición del título ya avanzado el metraje. Ya de nuevo en Buenos Aires, Inés empezará a desarrollar un problema en su voz, lo cual implica conflictos con su trabajo y con su espacio de expresión artística. La aparición de un personaje diametralmente opuesto al que fue su novio (un afinador de instrumentos interpretado con meticulosa gracia por Nahuel Pérez Bizcayart) suma elementos de extrañeza en este thriller psicológico, que lo es no sólo por indagar en la subjetividad de su personaje principal, sino por trabajar sobre lo disruptivo, elemento que pone al espectador en la necesidad de entender qué es lo que está viendo cuando todo lo estable deviene inestable. La llegada de su madre (Cecilia Roth), lejos de cumplir con el objetivo de traer algo de paz y compañía, opera como una nueva intrusión en su esfera cotidiana (una más). El prófugo, transposición de la novela de culto de C. E. Feiling, El mar menor, consigue desprenderse de aquel texto y, al mismo tiempo, enaltecerlo con una verdadera operación de reescritura. Meta se toma todas las libertades narrativas para profundizar su propuesta estética, en donde en la escisión entre lo real y lo aparente cobra espesor el diseño de sonido. Y en ese terreno cuenta con el talentoso aporte de Guido Berenblum, al que se le suman los meticulosos trabajos en arte de Ailín Chen y en fotografía de Bárbara Álvarez. El universo de la película se nutre del giallo, pero también de algunas películas de Brian de Palma como Blow out (1981) o Femme fatale (2002). No obstante, más allá de estas influencias El prófugo resulta una película pletórica en ideas, con una identidad que queda impregnada luego de su visionado porque, al igual que Inés, el espectador también se desconcierta pero no puede dejar de ver y de oír, por más que las imágenes y los sonidos no encuentren un referente inmediato.
La casa oscura” de David Bruckner: lucimiento de Rebecca Hall y no mucho más Pocos géneros deben entregar películas tan previsibles y rutinarias como el terror. Lo podemos comprobar varias veces al mes, cuando en la cartelera aparecen películas en donde importa más el efectismo que el in crescendo dramático, centro neurálgico de todo filme. Al mismo tiempo, se trata de un género noble, que ostenta varias obras maestras y que, cada tanto, nos sorprende con películas que, además de dar sustos, generan climas, construyen personajes sólidos, permiten que ingresemos en una zona siniestra porque, ¿ para qué vamos al cine a ver “una de terror” si no es para eso? La casa oscura (The Night House, 2020) intenta apartarse de las convenciones, pero se queda a mitad de camino. No llega al nivel de exponentes como It follows (2015) o ¡Huye! (Get out, 2017), pero tampoco cede ante la pornografía de la violencia propia de la saga El juego del miedo. Se trata de un retorno a la “casa embrujada”, con algunos elementos que le aportan una identidad más contemporánea (subyace en la historia la violencia de género) y la intención de apuntalar el lucimiento de una actriz con recursos: Rebecca Hall. Su personaje es Beth, una profesora de escuela secundaria cuya vida da un giro tras el suicidio de su esposo. Nada hacía suponer que ese amoroso marido terminaría con su vida, más aún cuando poco tiempo antes había logrado construir el hogar en medio del bosque que tanto él como su esposa habitarían juntos. Una serie de indicios (dispositivos electrónicos que se encienden solos, sueños demasiado vívidos, encuentros con personajes enigmáticos, etc.) llevarán a la viuda a indagar sobre el por qué de aquella trágica decisión. Y las preguntas no tardarán en hacerse cada vez más explícitas, enunciadas a personajes confidentes (su mejor amiga, su antiguo vecino) como para que la cosa quede bien clara. Desde que esas inquietudes se subrayan, la película recurre a algunos recursos holgadamente transitados (efectos de sonido, retornos al pasado que permiten encajar las piezas), al mismo tiempo que nos recuerda que es un filme de horror, pero “climático”. La actuación de Hall, como se ha dicho, eleva el nivel, aunque esta historia se cuenta con retazos que ya hemos visto antes.
Luego de Mía (2011), su interesante ópera prima, Javier Van de Couter presentó diez años después Implosión (2021) en la Competencia Argentina del 22° BAFICI. Su film aborda la vida de dos de los sobrevivientes de la “Masacre de Carmen Patagones”, quienes ponen el cuerpo en este relato ficcional que toma como premisa sus propias historias. El 28 de septiembre de 2004 las vidas de Rodrigo Torres y Pablo Saldías cambiaron para siempre. Rafael “Junior” Solich, un compañero de 15 años de la escuela donde estudiaban, ingresó al colegio armado y con una pistola que pertenecía a su padre, un suboficial de la prefectura, mató a tres alumnos e hirió a otros cinco. Pasaron 17 años de aquel trágico episodio, conocido desde entonces como la “Masacre de Carmen Patagones”. Javier Van de Couter, oriundo de aquella ciudad ubicada al extremo sur de la Provincia de Buenos Aires, regresó y tomó contacto con los dos jóvenes que hoy tienen más de treinta años y que se convirtieron en los protagonistas de su nueva película. La pregunta que orbita en ella es: ¿qué ocurriría si se encontraran con el asesino? Sin ningún tipo de atisbo moralista, el guión se concentra en el ficticio viaje que emprenden una vez que escuchan que Junior vive en un lugar de La Plata. En ese viaje se irá develando el presente de Rodrigo y Pablo, pero también sus diferencias respecto al acontecimiento que les cambió la vida y, claro, el deseo de enfrentar a quien efectuó los disparos. La idea de ajusticiarlo ronda, con diferente profundidad, en la mente de ambos, quienes en el camino se encontrarán con un grupo de chicos más jóvenes que ellos que, de alguna manera, harán que sus deseos y sus contradicciones salgan a la luz. Van de Couter propone con Implosión no solo una revisión de los hechos y una indagación en la mente de los protagonistas de su historia. Busca, además, trazar un mapa afectivo y generacional, en el que los jóvenes de hoy son interpelados por una tragedia que ocurrió hace muchos años pero que bien podría repetirse. Para contar este momento, el realizador privilegia las escenas de enfrentamiento (verbal y físico) más que la consecutividad de las secuencias propias de una “trama tradicional”. Su película, en ese sentido, cumple con la construcción de una atinada sordidez que se instala en ambientes nocturnos, urbanos, llenos de jóvenes que, sin revelarlo explícitamente, parecen tener cierta reticencia a ingresar a lo que conocemos como “vida adulta”, con todas las ambigüedades que ese término tiene. El resultado de este trazado generacional es un relato conciso pero de aristas complejas, en donde late la pregunta de qué hace una comunidad cuando un hecho de tamaña magnitud la golpea y cómo opera la memoria para sobrellevar el peso de ese acontecimiento.
Transposición de La rosa, obra teatral de Julio César Beltzer, Algo con una mujer (2019), de Mariano Turek y Luján Loioco, llega a la plataforma Cine.ar. Entre el policial noir y la mirada sutilmente crítica sobre el relegamiento doméstico de la mujer durante la década de los ’50 transcurre este relato de elaborada dirección de arte. - Publicidad - Al comienzo de Algo con una mujer, Rosa (sólido trabajo de María Soldi) le cuenta a su frío, distante marido, que poco antes de que él llegara de viaje ella fue al cine a ver Días de odio (1954), verdadero clásico del cine nacional. Es la transposición del cuento policial Emma Zunz, de Jorge Luis Borges, dirigida por Leopoldo Torre Nilsson. Y al igual que ese personaje, Rosa mentirá para distorsionar algunos aspectos vinculados a un crimen del que -en su caso- fue solamente testigo. Aquella película también refiere al clima de época: las postrimerías de la presidencia de Juan Domingo Perón ante el avance de la denominada “Revolución Libertadora”, contra la que el esposo de Rosa milita. En medio de un clima social convulsionado, esta película de cuidada ambientación (ni pintoresca ni desmedida: cuidada) se detiene en cierto bovarismo que define a Rosa, mujer esperanzada con quedar embarazada y dedicada al cuidado de su esposo, quien está más preocupado por la avanzada militar y algunos hechos de dudosa ética también. Algo con una mujer es una película infrecuente para la “factoría FUC”, en donde estudiaron Turek y Loioco. Y lo espor varios motivos; en primer lugar, porque respira el aire de cierto policial poco frecuentado hoy en día. En segundo lugar, porque si bien en la historia hay pasiones (maritales, políticas, criminales), el relato se caracteriza por su estilizado equilibrio. Es, a la vez, una bienvenida revisión de un periodo significativo de la historia argentina, percibido desde un universo cotidiano, intimista. Aunque por momentos se haga evidente su origen teatral, estamos frente a un filme singular en donde la ambigüedad del personaje principal se destaca y le da una dimensión más interesante a la historia entera.
El realizador de Plan B (2009), Ausente (2011), Un rubio (2019), entre otras, entrega con El cazador (2020) un relato de aristas complejas en donde el deseo vuelve a estar en primer plano. - Publicidad - Los relatos de Marco Berger son, en su amplia mayoría, historias sobre el deseo entre varones. Esta cualidad lo ha ubicado como un referente del cine LGBTTI. Y si bien esto es correcto, sería un reduccionismo quedarse con esa nomenclatura y perder de vista que el eje, más allá de la temática, está puesto siempre en el acto de desear y en las múltiples contradicciones que entabla con la mirada de quien desea y de quien es deseado. En El cazador, Ezequiel (correctísimo Juan Pablo Cestaro) es un adolescente de clase media que se quedó solo en su casa, luego de que su familia se fuera de viaje. En búsqueda de conquistas afectivas y sexuales (o ambas a la vez) conoce al “Mono” (Lautaro Rodríguez), otro chico algunos años mayor que él. Lo que comienza como un affaire en plena ebullición hormonal deriva en trama en donde la pornografía infantil –territorio ríspido si los hay- deja entrever parte de su circuito. A partir de ese primer encuentro otros dos personajes clave ingresarán dentro de la órbita del film; precisamente, los extremos de una cadena de extorsión y negocios espurios. En el medio, el ojo atento de Berger se posa sobre las derivas afectivas y éticas de Ezequiel y lo hace sin medias tintas pero con sutileza, sin necesidad de verbalizar aquello que es de difícil traducción. El cazador vuelve a confirmar el talento de su director a la hora de problematizar el deseo. Como ingrediente nuevo, aparece hacia el final el lugar de los “adultos responsables”, pero en ningún momento se plantea una tesis; como siempre, lo que importa es el drama interno, las contradicciones entre lo que se quiere y lo que se puede. En este caso, todo en medio de un aura de tensión que oscila entre el erotismo y el horror.
Con una narración concisa y austera (cualidades que no siempre están aunadas), El maestro (2019) recrea un caso real sobre un docente de pueblo discriminado por su sexualidad. Los realizadores Cristina Tamagnini y Julián Dabien retoman la historia del maestro cordobés Eric Sattler y la trasladan a un pueblo de Salta. Los hechos narrados transcurrieron en los ’90, pero por las situaciones descriptas (y, más aún, en el ámbito en el que se desarrollan) el relato de la sensación de tener una penosa vigencia, aún en pleno auge de los múltiples debates sobre identidades sexuales y la reciente implementación de la Educación Sexual Integral. Natalio (Diego Velázquez) es un dedicado maestro que pasa sus días entre la realización de su trabajo y el cuidado de una madre enferma y despótica. En su casa trabaja una mucama (excelente trabajo de Ana Katz, en un rol infrecuente para su carrera) que, a su vez, es madre de uno de sus alumnos, víctima de bullying y con un padrastro marcadamente machista. Cuando llegue inesperadamente un amigo de Natalio, interpretado por Ezequiel Tronconi, comenzará a activarse todo un dispositivo de miradas, susurros, comentarios amparados en la órbita de la denominada “heterosexualidad obligatoria”. Tamagnini y Dabien logran construir en poco más de una hora (el tiempo justo que necesita el filme para cumplir con su propuesta y alcances) un sentido homenaje que va más allá de la denuncia, por más de que en algunas escenas se note cierto subrayado que atente contra el resultado final. Sin altisonancias y con una gran capacidad de observación (tanto en el ámbito escolar –con sus miserias institucionales-, familiar y comunitario), El maestro conmueve gracias a su construcción austera y, al mismo tiempo, convincente, consciente de que narra una injusticia que necesita ser contada. https://vimeo.com/397524697
Este jueves 23 de enero se estrena Parasite (2019), del notable realizador de Memories of a murder (2003), The host (2006), Mother (2009), Snowpiercer (2013) y Okja (2017), . Humor negro y crítica social en el último opus de Bong Joon-Ho, ganadora de la Palma de Oro en Cannes y nominada a 6 premios Oscar de la Academia. - Publicidad - Tras haber dirigido dos películas fuera de su Corea del Sur natal, Bong Joon-Ho regresó a su mejor forma. Su cine (meticuloso, implacable, cómico) tiene indudablemente una impronta popular, entendiéndola como una apuesta capaz de interpelar emociones primarias (no por eso menos profundas) en una amplia porción de la sociedad. En Parasite el relato muestra dos mundos: el de los ricos y el de los pobres, cuyo epicentro es Gi Woo, el hijo mayor de una familia que vive hacinada y subsiste armando (mal) las cajas de una cadena de pizzerías. De forma absolutamente casual, el muchacho llegará a ser profesor particular de los hijos de la familia adinerada (fraude de un título de grado mediante). Bong no es condescendiente ni con unos ni con otros; su nivel de mordacidad y de detallismo se percibe en el retrato de las dos familias, exponentes de la desigualdad social de su país. Son múltiples los puntos de giro que tiene la película, esencialmente concentrados en la forma en la que toda la familia de Gi Woo (madre, padre, hermana) comete pequeñas pero contundentes estafas para ser contratada por los ricos, en distintos roles. El momento más álgido en términos dramáticos aparece cuando se revela un secreto que estaba ahí, a escasos metros de todos, un “as bajo la manga” del guion que resignifica lo visto y desestabiliza el clásico esquema dual al que apela buena parte de la película. En esta despiadada guerra de ricos contra pobres (en definitiva, una metonimia de la sociedad y su eterna lucha de clases) hay espacio para el humor negro, el erotismo y la corrosión que el film explora sin dejar adoptar una postura crítica sobre los modos de mirar, de distribuir espacios, incluso de olfatear (prestar atención a este aspecto) en el universo capitalista. En definitiva, una oportunidad para reencontrarse con el mejor Bong Joon-Ho, quien compitió en Mar del Plata años atrás con Mother, otra de sus grandes obras. Esta nota se publicó durante el 34 Festival de Mar del Plata
El prolífico y exitoso Ariel Winograd entrega con El robo del siglo (2019) un atrapante relato clásico sobre uno de los actos criminales más originales y sorprendentes de nuestro país: el robo al Banco Río. A pocos días de su estreno, ya es posible decir que El robo del siglo es una de las películas argentinas más convocantes de la historia. Solamente superado por Metegol (2013), la película animada de Juan José Campanella, el filme del responsable de Mi primera boda (2011) y Sin hijos (2015), entre otros, logró capturar la atención de un público amplio, convocado por este relato sobre un robo (todo un sub-género explotado por Hollywood) en donde la audacia fue la línea rectora de sus ejecutantes. Corría el año 2006. A siete años de la “masacre de Ramallo” y cinco del “corralito” (medida del gobierno de Fernando de la Rúa que había dejado un fuerte sentimiento de repulsión hacia las entidades bancarias), un grupo de ladrones liderados por Fernando Araujo y Luis Mario Vitete (Diego Peretti y Guillermo Francella, respectivamente) llevaría a cabo uno de los robos más audaces de nuestro país. El primero, una suerte de artista hippie chic, capaz de aportar el ingenio, la “chispa”; el segundo, un ladrón hecho y derecho, útil para financiar el robo. La confluencia de estas dos mentes y el aporte de un grupo de criminales de menor rango (pero igualmente dúctiles a la hora de llevar a cabo el acto) sumaron la fuerza y la inteligencia necesaria para componer esta suerte de mecanismo de relojería que sí, claro, funcionó, aunque hoy sabemos el destino de todos ellos no fue el inicialmente planificado). A partir de este caso real, Winograd se las ingenió (con el guión escrito por Alex Zito y el propio Araujo) para generar una película atrapante, en la que la identificación con la platea (como en todo relato clásico) resulta nodal. El aporte y la química de sus dos enormes protagonistas solucionan en amplia medida este aspecto, pero analizados por separado cada uno de los componentes se integra a la propuesta de forma cohesiva; desde la fotografía de Félix Monti, la edición de Pablo Barbieri (que jamás cede ante la impostura videoclipera), la impecable dirección de arte de Daniel Gimelberg y la música de Darío Eskenazi (que se complementa con una banda sonora de lujo en donde se destacan The Kinks, Frank Sinatra y Andrés Calamaro). El director también cuenta con un efectivo elenco de secundarios (Pablo Rago, Rafael Ferro, Luis Luque, Mario Alarcón, Johanna Francella y Magela Zanotta) que le da cuerpo a la historia. Winograd conoce la “fibra sensible” de la heterogénea platea convocada por su película y –exceptuando algunos pasajes que ameritaban un mayor desarrollo- acierta por partida doble: por un lado, cuando necesita afianzar el plano sentimental de los que están detrás del robo; por otro lado, al hacer que el plan criminal sea, al mismo tiempo, el motor del deseo de los espectadores. El robo del siglo comienza y termina con una sesión de psicoanálisis. Y tal vez porque el robo al poderoso sea una fantasía latente para buena parte de los ciudadanos, es posible que estemos frente a un clásico que nos hará alentar, en silencio, a este grupo de ladrones que, además de no ser violentos, nos dan una lección de logística.
Tras su ópera prima Cómo funcionan casi todas las cosas (2015), el realizador Fernando Salem transpuso en La muerte no existe y el amor tampoco (2019) “Agosto”, la novela de Romina Paula. - Publicidad - Además de desempeñarse en el teatro y ser una frecuente actriz en cine (y reciente realizadora, con su ópera prima De nuevo otra vez), Romina Paula publicó tres novelas: “¿Vos me querés a mí?”, “Agosto” y 2Acá todavía”. Su prosa se destaca por aunar reflexiones de tipo filosóficas con el universo cotidiano, sin que haya un desbalance o, mucho menos, la búsqueda de una didáctica. De ese modo, los personajes reflexionan y al mismo tiempo trazan un mapa de sus emociones, de sus derroteros personales. El desafío de llevar “Agosto” a la pantalla grande era no resolver ese aspecto de forma específicamente cinematográfica. En La muerte no existe y el amor tampoco conocemos a Emilia (Antonella Saldico), una joven psicóloga que tiene una vida sin mayores sobresaltos. Más allá de los momentos intensos que le toca vivir con los internados del neuropsiquiátrico en donde trabaja, pasa el tiempo con su novio y no demuestra tener nuevos planes. Hasta que de repente llega Jorge (Osmar Núñez), el padre de su mejor amiga fallecida algún tiempo atrás y le propone volver al sur para participar de la ceremonia íntima en la que esparcirán sus cenizas. Una oportunidad para reencontrarse con esa parte que dejó atrás, cuando era habitante de un lugar de clima hostil y paisajes de enorme belleza (muy bien fotografiado, sin premisas turísticas). Salem consigue, a partir del material primigenio, una película austera en el mejor sentido; sin grandilocuencias, con diálogos muy bien construidos y con un tono medio que sirve para profundizar en las emociones encontradas que genera todo duelo. Emilia tomará contacto con la madre de su amiga (Susana Pampín), la hermana (Romina Paula), su propio padre (Fabián Arenillas) -quien ha formado otra familia- y finalmente con Julián (Agustín Sullivan), con quien quedó trunca la promesa de un futuro compartido. El principal problema de la película (se diría, el único) es la convivencia entre Emilia y Andrea (Justina Bustos), quien se le presenta apenas llega y la acompaña en varios tramos del film. Más allá de que la película desaprovecha a Bustos (una muy buena actriz), esta decisión señala la potencia introspectiva que tiene la novela, al tratarse de un texto en primera persona que se dirige en buena parte a la joven muerta. Potencia que no logra transcribirse en la película; su tono melancólico y aletargado (una marca de la escritora) queda así relegado. Pese a ello, La muerte no existe y el amor tampoco es un buen segundo film de un realizador que parece estar interesado por esa clase de historias mínimas y contenidas, a las que se les agradece su presencia en una cartelera tan plagada de fuegos de artificio.