Estrenada en escasas salas a causa de la política de exhibición de Netflix, llegó a los cines argentinos El irlandés (The Irishman, 2019), última gema de Martin Scorsese que, desde esta semana, integrará el catálogo del gigante del streaming. - Publicidad - A partir de su exhibición como film de clausura del reciente 34° Festival de Cine de Mar del Plata, la crítica local decretó a El irlandés como la última obra maestra de Martin Scorsese, quien tuvo grandes films en los últimos años, pero que sin embargo no lograban alcanzar los picos de Buenos muchachos, La edad de la inocencia y Casino, por citar apenas tres ejemplos de su obra. Con esta incursión en la figura central de Frank Sheeran (Robert De Niro) y, de modo más tangencial, en la del líder sindical desaparecido Jimmy Hoffa (Al Pacino), Scorsese revisita tópicos nodales de su filmografía como la violencia, los códigos mafiosos, la escisión entre la ética particular y la familia, las ambiciones y traición. La estructura de El irlandés está organizada a partir de los recuerdos de Sheeran, a quien conocemos al comienzo como un anciano en mal estado físico; al borde de la decrepitud, cuenta (más aún: elije qué contar) buena parte de su biografía, centrada en lo que ocurrió tras haber participado de la guerra. Una de las premisas de la película sostiene que Sheeran volvió como una máquina de matar, un hombre que puede disparar con precisión para más tarde salir caminando como si nada hubiera pasado. Claro que esta cualidad será aprovechada por otros más poderosos que él, inicialmente Russell Bufalino, interpretado por Joe Pesci, quien al igual De Niro y Pacino entrega una actuación formidable, de esas que hacen pensar que ese rol no pudo haber sido jamás para otro actor. Esta suerte de épica paradojalmente anti heroica sigue el camino de Sheeran, desde su perfil de padre de familia integrada casi íntegramente por mujeres (de algún modo, el “grado cero” de la moral recae aquí sobre ellas) hasta su devenir como mano derecha de Bufalino y de Joffa. Son recurrentes en la película los cócteles, las mansiones de estilo veraniego, los bares ambientados con hermosas lámparas que delinean climas sugestivos en los que se tejen los acuerdos y desacuerdos entre las distintas mafias (en ese sentido, no es tan errada la idea de que El irlandés es una suerte de reversión de El padrino “alla Scorsese”). De a poco, se prefigura la ominosa figura de la traición, que ocupará de forma más central la última media hora del relato. La estructura temporal propuesta por el guion (escrito por Steven Zaillian y basado en el libro I heard you paint houses) le permite enfrentar al Sheeran del presente con el de al menos dos líneas de pasado distintas; en ese contraste, la película cobra una fuerza mayor y los personajes adquieren una dimensión más compleja, lo que produce que sus 210 minutos de duración no pesen. Desde ya que hay marcas autorales identificables, como los extensos diálogos (al principio intrascendentes pero, de repente, reveladores), el montaje disruptivo para enfatizar el efecto de violencia, los estilizados planos secuencias. También es destacable la banda sonora, telón de fondo para las tres décadas que recorre el film (desde los ’50 hasta fines de los ’70) y que entrega algunos clásicos inoxidables de jazz, rock y otros estilos. Finalmente, El irlandés resulta un film excesivo pero a la vez de una prolijidad exquisita, producto de un creador que se sabe clásico y entrega a Netflix una película cinematográficamente potente, lo que dice mucho de los tiempos que vivimos. Casi un testamento cinematográfico que nos recuerda un cine que probablemente ya no se hará, pero que es lo suficientemente valioso para dar cuenta del presente y, sin dudas, convertirse en un clásico para el futuro.
La nueva película de Paula Hernández (Herencia, Un amor) aborda los conflictos familiares que se potencian durante una estadía en la casona familiar, cercana a las fiestas de fin de año. - Publicidad - Luisa (Érica Rivas) es una traductora que se encamina junto a su marido Emilio (Luis Ziembrowski) y su hija adolescente Ana (Ornella D’Elía) a la quinta familiar en la que vive Meme (Marilú Marini), madre de Emilio y también de sus dos cuñados, Sergio (Daniel Hendler) e Inés (Valeria Lois), quienes también van con sus hijos. De esta manera, el lugar se llena de personas que, supuestamente, irán a descansar y a compartir un momento, aunque lo que sucede allí dista mucho de ser un encuentro feliz. La de por sí tensa situación entre Luisa y Emilio (por lo visto, los años han desgastado la convivencia) se potencia cuando ella descubre que Ana tiene un episodio de sonambulismo que, al parecer, se remonta a antecedentes hereditarios. En este ambiente en donde también se discute sobre cuestiones editoriales (actividad que desarrolla parte de la familia), no tardarán en aparecer otros núcleos de tensión, derivados al mismo tiempo de la intención de Meme de vender la bella casona. La llegada del Alejo (Rafael Federman), el hijo mayor de Sergio (todo un bom vivant) introducirá el eje de la seducción y, claro, surgirán nuevos motivos para que nada termine bien. Del cuadro antes descripto, Hernández se interesa por generar fuertes encuentros personales en los que, como si se trataran de capas geológicas, se superponen recuerdos, cruces, pequeñas revelaciones. Poco a poco, la violencia heteronormativa pasará a ser uno de los temas de la película y alcanzará su pico en un final abrupto y en buena medida polémico (pero absolutamente funcional con lo que vimos antes). Su cámara se interesa por capturar los rostros y extraer así todo el pathos que el relato amerita, pero a la vez se percibe un delicado trabajo de encuadre y de abordaje de las luces (sobre todo, en los momentos nocturnos) que hacen que el ingrediente más dramático encuentre una correlación con la forma de graficarlo. En suma, Los sonámbulos es un drama puro y duro, una nueva mirada a la familia que encuentra a una directora en su mejor forma.
Destinada a ser amada u odiada (dos apreciaciones que surgieron en la crítica mundial), Guasón (Joker, 2019) presenta un universo hasta ahora pocas veces bien explorado por el cine: la génesis de un villano y el vínculo que entabla con la sociedad que le da forma. - Publicidad - ¿Quién podía esperar de un director como Todd Phillips –responsable de las comedias Viaje censurado y la trilogía de ¿Qué pasó ayer?- una película capaz de poner a la cinefilia a hablar sobre ella? Luego de consagrarse con el León de Oro en la Mostra de Venecia (presidido, ni más ni menos, por esa gema del cine de autor que es la salteña Lucrecia Martel), Guasón tuvo su estreno en Estados Unidos y generó una ola de admiradores y detractores; entre los últimos, aquellos que sostienen que este relato sobre el hombre de la sonrisa siniestra más famoso del mundo podría arengar a que surjan episodios de violencia social. La idea es desmesurada, desde ya, pero señala en buena medida su cualidad especular; el relato funciona como una radiografía de las entrañas de una sociedad corrupta, en donde los pobres y los locos ven a los ricos construir su propio poder gracias a sus sentidas, profundas desgracias. Ya se sabe: cualquier similitud con la realidad… Mucho también se habló sobre las variables en torno al personaje, tal vez el más famoso archienemigo de Batman, que fue interpretado con euforia kitsch (César Romero, de la serie de los ’60), histrionismo macabro (Jack Nicholson) o a partir de una vinculación con el imaginario en torno al terrorismo (Heath Leadger, quien obtuvo un Oscar póstumo por su actuación). Hay que decir que el trabajo de Joaquin Phoenix es único: no se parece a ninguno. Más allá de que configura un verdadero tour de force emocional (de esos tan cercarnos a la aprobación de jurados), lo que hace el intérprete de Gladiador y Los amantes, entre otros trabajos, es prodigioso. Los momentos más álgidos en términos dramáticos quedan plenamente justificados, porque emergen de las propias premisas con las que trabaja el relato. No hay golpes bajos, ni maniqueísmos; hay una perfecta organicidad entre este descenso al infierno que atraviesa Arthur Fleck (tal es su nombre ahora) con el espacio en donde se desarrolla; una Ciudad Gótica llena de almas en pena. Su progresión va desde la precariedad más sórdida hasta su coronación como amo y señor de la sublevación popular. En Guasón, la cosmovisión de Batman queda acotada al rol de su padre, Mister Wayne, un empresario multimillonario que se postula como alcalde de esa ciudad afeada, deslucida, en donde las ratas gigantes amenazan como una plaga de difícil extinción. Es un mérito que una major como Warner haya habilitado una faceta más oscura y renovada del imaginario del hombre-murciélago, yendo mucho más hacia atrás de lo que ya había hecho Cristopher Nolan con su trilogía. La imagen deforme de la familia Wayne es la familia Fleck, con una madre demente (la gran Frances Conroy), a quien Arthur cuida y de la que parece haber heredado su condición enferma. Lo singulariza una risa que es (como le advierte a la gente, con una tarjeta) “incontrolable”; una suerte de acto reflejo que se prolonga y mezcla patetismo, fragilidad y dolor. Sobrelleva su vida con la ayuda de siete psicotrópicos y la asistencia de una asistente social que dejará de atenderlo (aunque él le diga que no lo escucha) cuando el Estado desfinancie el área de su incumbencia. Parte de la dialéctica entre la forma (del villano) y el contenido (establecido a partir de las diferentes formas de constricción que le impone la ciudad y el núcleo familiar) se nutre del cine norteamericano de los ’70, al que la crítica señaló –con justa razón- muy próximo a dos de las mejores películas de Martin Scorsese: Taxi driver y El rey de la comedia. No es casual, entonces, la elección de Robert de Niro en la piel de un personaje que funciona como bisagra, como puente entre una sociedad enferma y el poder, aquí resuelto bajo la fórmula de un conductor de talk-show tan admirado por Arthur porque representa todo lo que él querría tener. Esencialmente, fama y la posibilidad de ser respetado, de dejar de ser ese payaso que porta el cartel de un anuncio (con el que un grupo de matones lo golpea, para luego robarle y seguir golpeándolo) y convertirse, por primera vez, en alguien admirado. Pero, claro, nada de eso ocurrirá. Un encuentro bastante casual con un revólver aquí funciona como la mecha de una bomba que se enciende y hace explotar la contenida ira social. Lo más interesante de la propuesta de Phillips (también co-guionista) es que el personaje en pocas ocasiones demuestra tener un contacto con la realidad que él mismo generó; apenas lo hace, lo celebra, pero cuesta determinar cuán consciente es de ese afuera enardecido, si realmente comprende que inauguró un movimiento o tan sólo “disfruta su número” y baila. Guasón deja al espectador afectado; tal vez, indagando en qué hubiera pasado si el personaje no daba ese “paso más”. Si la mecha no se hubiera encendido. Mirá también nuestro comentario de Guasón durante el Festival de Venecia
En colaboración con Jean-Claude Carrière, Louis Garrel escribió el guión de esta película que recupera el espíritu del cine de François Truffaut. En su segundo film, Garrel interpreta a Abel, un hombre que se reencuentra con la que fue su novia Marianne (Laetitia Casta). Aquel romance no había terminado de la mejor forma: tras anunciarle que estaba embarazada de su mejor amigo y que en diez días se casaban, Marianne lo abandona. - Publicidad - El tiempo pasa, el marido muere y ahora Marianne es una joven viuda con un niño al que debe cuidar sola. Abel decide volver a conquistarla; pero si la historia ya de por sí coquetea con el absurdo, se suma la hermana del muerto, la joven y bella Eve (Lily-Rose Deep), quien estuvo siempre obsesionada por él y pondrá todos sus esfuerzos para “arrebatárselo”. L’homme fidèle vuelve a la figura del triángulo amoroso (nodal dentro de la cinematografía francesa) con desparpajo pero, al mismo tiempo, cuidando la fibra más sentimental. El hijo de Marianne le agrega al relato un condimento sórdido, cuando revela -con plena convicción- que su madre envenenó a su padre. De allí en adelante, se suceden más situaciones de humor negro, tanto en espacios cerrados como en exteriores; de nuevo, París como una protagonista más, aunque –por suerte- alejada del pintoresquismo turístico. Comedia sentimental, al fin de cuentas, L’homme fidèle –en sus concisos 75 minutos- vuelve al tópico del amour fou; un desajuste para el universo burgués, una forma de recordarnos que las relaciones amorosas desordenan la vida pero, al mismo tiempo, la hacen más vivible, más intensa. L’homme fidèle, del actor Louis Garrel, resultó la ganadora del premio a la Mejor Dirección de la Competencia Internacional del XXI BAFICI. Esta nota se publicò originalmente en ocasion del BAFICI 2019 y se publicò el 14-04-2019
Los estruendos El documental Proyecto 55 (2017) de Miguel Colombo abre interrogantes sobre un hecho en apariencias “cerrado”: el Bombardeo de Plaza de Mayo de 1955. El origen, como la mayoría de los orígenes, fue multiforme, sentido, profundo. Ya sea gracias a los sueños, a la memoria familiar, o a la simple avidez de comprender la historia, el Bombardeo aparecía como un suceso sobre el que valía la pena construir un relato. Ese relato es Proyecto 55, el documental de Miguel Colombo que en sus mejores secuencias se aproxima al ensayo audiovisual. El tristemente famoso Bombardeo de Plaza de Mayo costó la vida de más de 300 personas, causó destrozos y dejó una huella indeleble en la historia de la violencia política en Argentina. El objetivo era asesinar al Presidente Juan Domingo Perón, hecho que no se cumplió. No obstante, se transformó en la antesala de una nueva dictadura. Colombo (que no había nacido en el ’55, pero que vivió su primera infancia durante un gobierno de facto) no pretende hacer una reconstrucción minuciosa, pero sí ofrece material de archivo y relata algunos aspectos centrales. Su película no tiene aspiraciones informativas; más bien aspira a interpelar al espectador a partir de su propia historia e imaginario. El realizador articula su interés sobre el Bombardeo con el trabajo que emprende junto a un grupo de artistas, creadores de un proyecto que aborda, de forma interactiva, el acontecimiento, con una especial atención al componente sonoro. De este modo, a la perspectiva personal se le agrega una de carácter procesual, artística, fértil para desplegar nuevas reflexiones. Proyecto 55 gana cuando es la historia de Colombo la que adquiere protagonismo. No hay en su vida un momento puntual en donde se haya gestado esta obsesión o avidez por saber. Hay múltiples aristas y la presencia de su pequeño hijo sirve para indagar sobre qué va a pasar con esa historia que lo acompañó desde siempre, ¿se puede transmitir? ¿Qué nuevas formas de aproximarse a la historia serán las de las nuevas generaciones? Es gracias a esos interrogantes que su documental adquiere un significado mucho más amplio, polisémico y de carácter abierto.
Desde Plan B (2009), Marco Berger construyó una filmografía en donde predominó el deseo entre varones. Deseo postergado, deseo contenido, deseo encendido pero siempre atenuado por encontrarse bajo la órbita de la heteronorma. De forma paralela, cierta crítica fue recurrente a la hora de señalar que cada película de Berger “es siempre la misma”. - Publicidad - Si bien es cierto que tanto en su ópera prima como en Ausente (2011), Hawaii (2013), Fulboy (2014, en co-dirección con Martín Farina), y Taekwondo (2016) el foco es el deseo entre hombres, resulta un reduccionismo aplicar esa sentencia. Más bien corresponde pensar cada nuevo opus como una variación; de conflicto y de tono, sobre todo. Lo que se mantiene es, por un lado, la puesta voyeur sobre el cuerpo masculino, y, por otro, la postergación en la consumación del deseo físico. En (2019), Berger reduce esta postergación a la media hora de metraje. Lo que sigue es una pregunta nodal: ¿cómo sobrellevar ese deseo? En su nuevo film, Juan (Alfonso Barón) le alquila una habitación a Gabriel (Gastón Ré), un compañero de la fábrica en donde trabajan. El contexto es el conurbano sur; trenes atestados de trabajadores, hombres que nunca han escuchado hablar de sororidad ni reflexionan sobre el género. “Minita”, “puto”, “torta” son lexemas que se confunden entre litros de cerveza –la bebida barrial por excelencia- y partidos (partiditos) que se ven en el living, en donde de tanto en tanto se cuela algún melodrama maniqueo. Gabriel tiene una hija que vive lejos, con su abuela. Nunca perdió la mirada tierna y afectuosa sobre ella. Berger consigue que a partir de ese vínculo lateral (pero no por eso menos importante), el personaje se recorte del resto y comiencen a operar otras asociaciones afectivas en el relato. Gabriel también colecciona figuras de conejos y lee, se percibe mucho más sensible que el resto. Lleva consigo ideas que no vocifera; por algo lo apodaron “el mudo”. En una tarde, el deseo que se acrecienta a fuerza de roces y miradas con Juan se desata. Y ya nada será igual. Un rubio tiene otra marca distintiva; incorpora como pocas veces en el cine de Berger a la figura de la mujer como una amenaza. Pero a no confundir con un planteo machista; todos –ellos y ellas- circulan bajo un régimen heteropatriarcal, en el que la subjetividad queda subsumida a una lógica tribal. Tanto en el cuerpo presente como en el cuerpo rememorado, la mujer dentro del film puede operar dentro de aquel régimen, recordándole al varón la necesidad de no salir de la norma, de reincidir en la construcción de la familia tradicional. El final de la película se concentra en una mujer con un cuerpo “no deseable” para la consumación sexual, pero con el foco puesto en la amplitud, en la aceptación de lo diferente no como un desvío sino como la apertura hacia nuevos territorios de subjetividad, más plenos y menos constreñidos. En suma, más felices.
Luego de haber integrado la Selección Oficial de Cannes (en donde Antonio Banderas se alzó con el premio al Mejor Actor), se estrenó el último opus de Pedro Almodóvar, Dolor y gloria (2019), considerada -con toda justicia- como una de sus mejores películas. - Publicidad - La primera imagen de Dolor y gloria nos presenta a Salvador Mallo (Banderas) sentado y sumergido en una piscina. La quietud -veremos con el correr del metraje- lo acompaña aún fuera del agua. Aquejado por múltiples dolores, Mallo ha visto su carrera como cineasta agotarse, quedarse anclada en los títulos que lo convirtieron en un artista valioso. Hasta que un día el pasado golpea su puerta: la Cinemateca lo busca para rendirle un homenaje, a partir de la exhibición de Sabor, una de sus primeras películas. Dubitativo al comienzo, finalmente decide presentarse luego de la proyección para dar un coloquio, pero para eso debe reencontrarse con Alberto Crespo (Asier Etxeandia), el actor que protagonizó aquel film. El detalle –no menor, por cierto- es que con él las cosas terminaron muy mal. “Desavenencias artísticas” que los alejaron e hicieron que no se volvieran a dirigir palabra. Treinta años atrás. Dolor y gloria se conecta temáticamente con La ley del deseo (1987) y La mala educación (2004), dos películas que también hacían foco en el derrotero de un cineasta. Las tres tienen como epicentro el deseo (nombre de la productora de los hermanos Almodóvar y Esther García) en sus múltiples estadios: desde la infancia (con el descubrimiento del placer merced a la contemplación del otro), la adultez joven y el acercamiento de la vejez, en donde -a partir de los recuerdos y del tránsito por el arte- el placer perdido puede ser recuperado. Desde este punto de vista, tal vez Dolor y gloria sea la película más proustiana del director de Todo sobre mi madre (1999). Con esta última también guarda puntos de conexión, vinculados al tiempo en el que el personaje protagónico formó su personalidad y sus afinidades afectivas, en una niñez austera que lo encontró rodeado de mujeres. La presencia de la madre (compuesta aquí por Penélope Cruz) retorna también en la adultez, en uno de los flashbacks más justificados en términos dramáticos de toda su carrera. Almodóvar encuentra en esta película (que tiene mucho de sinfonía, porque cada elemento resulta significativo y entabla un vínculo sensorial con el entorno) un equilibrio notable. Por un lado, recupera su pasión por el melodrama sin dejar de sellar su estilo en cada fotograma (están, claros, esos acordes tan almodovarianos y la predilección por los colores primarios), pero por otra parte se contiene en pos de no correrse de la subjetividad de su criatura. Banderas está estupendamente bien; preciso, sobrio cuando debe estarlo y más álgido cuando el dolor o el placer tocan su cuerpo. Pero sería injusto no decir que está estupendamente bien dirigido. Con esa economía (gestual, pero también de puesta), la película entrega secuencias conmovedoras, como por ejemplo la inicial (de gesta lorquiana), en donde un grupo de mujeres cantan mientras lavan la ropa en la orilla del río; o el momento del reencuentro de Mallo con un ex amante interpretado por Leonardo Sbaraglia, una muestra de cómo puede haber erotismo a flor de piel sin necesidad de exponer cuerpos al desnudo. Dolor y gloria resulta, finalmente, un film hecho de reminiscencias, de segundas oportunidades, pero también de “autoficciones” (como se dice en determinado momento) que ligan inevitablemente a Mallo con su creador, Almodóvar, un realizador que también supo vivir y explotar la “movida” y coquetear con el infierno de los excesos. Es también un relato sobre cómo instalarse –pese a todo- en la cordura, aún cuando debajo haya un volcán a punto de estallar. Como dice el personaje de Banderas a su otrora enemigo, “no es mejor actor el que llora, sino el que logra contener las lágrimas”; una máxima que bien podría graficar la esencia de esta delicada y sentida película.
El sonido me hace libre El documental de los hermanos Javier y Juan Zevallos se concentra en la labor musical de Matías, un joven recién salido de la cárcel. Si no fuera porque lo explicita la síntesis argumental (accesible a todo aquel que se sumerja en la variedad del FIDBA), no todos los espectadores sabrían que Matías acaba de salir de la cárcel. No obstante, hay algunas claves para saberlo. Claves que, afortunadamente, los realizadores ofrecen de forma orgánica, casi “ambiental”, en virtud de que lo que en Estilo libre (2017) importa es el devenir del tiempo, la búsqueda creativa, el interés por iluminar desde el arte determinadas zonas de la libertad y la redención. Freestyle rap es un término perteneciente a la jerga musical, un estilo que se apoya sobre la improvisación y la búsqueda de rimas. Para quienes están habituados al transporte público (subte y tren, sobre todo), el “estilo libre” es cada vez más reconocible dentro del ámbito urbano. Los realizadores se corren de ese centro al que comúnmente se lo asocia y hacen foco en la génesis de un disco. El ambiente elegido es Santa Clara del Mar, fuera de temporada, además de algunos momentos que transcurren en la cercana Mar del Plata. Matías pasa tiempo solo, en una casa frente al mar, recibe visitas de familiares, también de amigos. Se anima a improvisar en la rambla, se tatúa, pasa un tiempo con sus seres queridos. En ese ambiente cercano y coloquial se consolidan vínculos que ya parecen sólidos, y que en el tiempo y espacio retratados adquieren un matiz confesional, íntimo. De forma inteligente, en este documental el trabajo sonoro tiene un espacio central pero casi nunca se parece a la música que Matías hace. La banda sonora oscila entre la gravedad y la melancolía, pero desde otro género. Se trata de un acompañamiento, casi un comentario sobre el cotidiano del joven, a tono con sus movimientos y la singularidad dada por un espacio turístico fuera de temporada. En concisos 62 minutos, Estilo libre concentra los sentimientos del músico no sólo en su quehacer artístico, sino también en las secuencias que lo retratan a tono con lo que lo rodea; la mortecina luz de la costa, las olas que se rompen, la alegría de un carrusel pensado para niños pero reconvertido en escenario amoroso.
Tras haber desarrollado una interesante carrera en el documental (sobre todo, en el dedicado a la música, como en los casos de Rerum Novarum y Mundo alas) y haber dado un primer paso en la ficción con El patrón (2014), el realizador Sebastián Schindel estrena El hijo (2019). Se trata de la transposición del cuento “Una madre protectora”, del escritor Guillermo Martínez. - Publicidad - El rumbo que tomó Sebastián Schindel para su segundo largometraje de ficción es muy distinto al de su primer film. Si en El patrón el relato se ajustaba a un realismo naturalista, óptimo para mostrar con crudeza el maltrato que sufría su personaje protagónico (un casi irreconocible Joaquín Furriel), con El hijo Schindel le da forma a una película que se distancia de la denuncia para amoldarse a una situación pesadillezca. Furriel compone en esta oportunidad a Lorenzo, un ex alcohólico y pintor de obras que rememoran el arte de Goya. Su esposa, Sigrid (Heidi Toini), es una bióloga noruega con la que convive en una casa imponente. Su frialdad tal vez refleje la zona más oscura de su marido, reservada al pasado y la pasión con la que impregna la tela de sus cuadros. Lorenzo tiene también otro problema; tras haberse divorciado de su primera esposa, perdió contacto con sus hijas cuando se fueron a vivir a Canadá. Su deseo, entonces, pasa por tener una paternidad presente. ¿Pero eligió a la persona correcta? Como contrapunto de esta pareja, está la que componen Martina Gusmán (una abogada que supo ser su novia y alumna) y Luciano Cáceres. Ellos lo asistirán cuando, luego de ser padre, comiencen a sucederse una serie de eventos que lo dejan al margen del cuidado de su hijo. Ya como madre, Sigrid seguirá siendo asistida por la compatriota que la ayudó a parir (en su propia casa y a espaldas del padre: dato no menor): una mujer de mirada y actitud dura que encuentra en la máscara de Regina Lamm a la actriz ideal. No conviene adelantar más sobre esta trama que tiene sus puntos de giro y que toma contacto con algunos aspectos de El patrón, como por ejemplo la imposibilidad de actuar en un contexto opresivo (social en aquel film, más íntimo y siniestro –en términos freudianos- en este otro). La síntesis temática de El hijo parece reposar dentro de los lazos entre arte y ciencia, cordura y locura; ejes que condensan el derrotero de Lorenzo. En sus mejores secuencias, la película de Schindel traslada el pesar del pintor hacia la platea y la obliga a repensar cuánto hay de verdad y cuánto de mentira en las presunciones que el relato va tejiendo. El final, a tono con esta observación, reduplica la ambigüedad y deja de este modo la posibilidad de que cada espectador imagine su propio Mal.
La épica del cinéfilo Un cine en concreto (2017) aborda la pasión por el cine de un humilde albañil entrerriano. Se trata de una película sobre la persistencia y la fe en el arte como espacio de contemplación y reunión. Se define como “cinófilo” pero eso no quita que sea un cinéfilo de pura cepa. Omar, un albañil del pueblo entrerriano Villa Elisa, es el protagonista de este documental que tiene la virtud de acompañarlo en su recorrido y jamás ponerse por encima de él. Esta película de la realizadora Luz Ruciello nos interpela como espectadores, a partir del trabajo de Omar y de algunos apuntes biográficos que él ofrece en primera persona, en donde se vislumbra su bonhomía e interés por compartir su pasión sin esperar nada a cambio. El hombre fotocopia los anuncios que él mismo hace, los distribuye, selecciona las películas que proyecta en un proyector oxidado, limpia la sala (que él mismo construyó, dato no menor), oficia de acomodador. Menos de la producción de las películas, se encarga de toda la cadena que va desde el producto audiovisual hasta el espectador. No comprende las nuevas modalidades de visionado de films (jamás menciona la palabra “Netflix”) porque es consciente de la importancia de asistir a una sala y compartir un relato audiovisual. “Yo no entiendo a la gente que iba todos los fines de semana al cine y que hoy ni siente nada por el cine”, dirá en algún momento. Un cine en concreto pertenece a ese sub-género del documental que hace foco de una “persona singular”, sólo que aquí la singularidad recae sobre el propio dispositivo audiovisual. La “empresa” de Omar es también el testimonio de una época que deja de ser algo para transformarse en otra cosa, y tal vez por eso su oficio se enaltece; resulta conmovedor ver cómo con los recursos que tiene a mano hace lo que, en definitiva, también debería hacer el Estado en todo el territorio (ya sea una gran ciudad o un pequeño pueblo). Es decir: garantizar el acceso al cine, promoverlo como un espacio nodal para la construcción y el progreso cultural. Tal vez, el documental pudo adentrarse un poco más en las concepciones del cine que tiene Omar, de una forma más minuciosa; ¿qué tipo de material considera el más indicado para su sala? ¿Cuál descarta? ¿Por qué? Son preguntas que quedan sin respuestas más bien cerradas, pero que no opacan este retrato conciso y amable sobre un hombre que hizo de su amor por el cine su propia y austera épica.