Drive my car

Crítica de Diego Maté - A Sala Llena

NADAR DE NOCHE

Una mujer empieza a contarle una historia a un hombre en la cama. La escena se repite y la extrañeza crece de a poco. Los dos están casados pero atraviesan una crisis. Él hace teatro y ella escribe guiones para televisión. La vida de pareja se reduce al sexo y a gestos de cariño casi espectrales, como si todo lo que vemos sucediera en una especie de inframundo amable. La trama avanza y conviene no revelar los giros del relato. De todas maneras, Drive my Car pertenece a ese grupo de películas que establecen un sistema propio, un orden que no busca involucrar al espectador en lo que se narra sino sumirlo en la perplejidad.

La película de Ryusuke Hamaguchi está basada en un cuento de Haruki Murakami. No leí el cuento, pero es relativamente fácil identificar los climas de desconcierto de otros libros del escritor en los que todo toma la forma de una pesadilla tenue que contamina lentamente el relato y a los personajes. En la película, el director observa a sus protagonistas de cerca pero manteniendo una distancia prudencial. El protagonista viaja en su auto y escucha grabaciones de los diálogos de Tío Vania hechas por su esposa; el hombre ensaya mientras maneja, según lo dicta el método actoral desarrollado por él mismo, que consiste en memorizar una obra y en poder interpretarla sin esfuerzo, sin pensar.

Pero enseguida ese ejercicio adquiere dimensiones fantasmales: a veces, durante los viajes, Yusuke no parece tanto actuar como conversar con la esposa, y los fragmentos que se escuchan sugieren comentarios sobre los hechos de la ficción. Las relaciones, primero frías y distantes, del protagonista con la joven conductora y con su ayudante en el teatro y su esposa muda, se transforman a un ritmo incomprensible. Es la vacilación del sentido que asociamos con la literatura de Murakami y que en la película instala un aire de serenidad un poco inquietante.

La película dura tres horas y tiene partes muy desiguales. Son los momentos en los que a Hamaguchi le falla el pulso, y se tiene la impresión de ver los tics que el cine contemporáneo filmó una y mil veces. Por ejemplo, cuando la conductora lleva al protagonista a una planta de procesamiento de basura y, mostrándole una pinza mecánica que junta los desechos y los mueve, le dice que eso se parece a la nieve; nada más gastado que la alienación triste.

En la primera mitad Hamaguchi todavía tiene la libertad para narrar con lagunas, explotando los abismos que el relato abre y muestra al espectador. En la segunda parte, cuando empieza el ensayo de Tío Vania que tiene a su cargo Yusuke, algo de ese extravío se pierde: el director se entusiasma con los juegos de la ficción dentro de la ficción y la fuerza anterior se encauza hacia el terreno más previsible del drama. Sin embargo, el director tiene sus razones: los ensayos, que alternan el japonés con el coreano y lenguaje de señas, están cargados de una extraña tensión que no proviene de la obra de teatro de Chejov sino de la forma en la que los actores se adueñan de sus papeles en la ficción y construyen escenas completas en apenas un par de minutos.

La película entra entonces en un letargo. De nuevo, la pesadilla, un sueño que se arrastra y del que no se puede salir. La mayoría de las escenas de hecho transcurren de noche, o tienen una respiración decididamente nocturna. El vínculo retorcido que une a Yuduke con Koji, el actor prodigio, caracterizado por una mezcla de reverencia y desprecio, de odio y de necesidad de saber, se enrarece en las salidas a bares después de los ensayos.

El final anuncia alguna forma de catarsis que parece que no pudiera eludirse, y que el director ejecuta con respeto pero sin demasiado entusiasmo, como quien cumple con un encargo a desgana. La exteriorización de las emociones del drama atenta contra el programa de la película, que hasta ahora gravitó explícitamente alrededor del carácter inescrutable de los sentimientos, un poco como las historias que primero cuenta y después escribe la esposa de Yusuke sobre chicas solas que se meten en habitaciones de chicos y recuerdan sus vidas anteriores como peces. Esas historias quedan colgando en la película, son una telaraña que los protagonistas intentan sin demasiado éxito de interpretar, de darles sentido. Pero de lo que se trata, en última instancia, es de abismarse en la espesura de relatos de una inquietud insondable, de aceptar el misterio que rodea a una chica que recuerda que fue un pez pero que olvidó cómo murió.