Ennio, el maestro

Crítica de Diego Maté - A Sala Llena

THE SOUND OF MUSIC

Empieza una nueva Semana de Cine Italiano, y las mejores películas son dos documentales, uno filmado por un gigante, Bellocchio, y otro dedicado a un gigante, Ennio Morricone. Hay que decirlo sin temor al efecto deformante de la nostalgia: lo mejor del cine italiano quedó muy detrás suyo (aunque lo mismo seguramente pueda decirse de casi todas las cinematografías del planeta). Porque el documental dedicado a Morricone produce un disfrute secundario, tal vez involuntario pero no por eso menos poderoso: la revisión de la carrera del compositor termina teniendo por objeto también el propio cine italiano. A diferencia de otros músicos que trabajaron en películas, Morricone nunca trazó para sí nada parecido a un cantón o un safe space, sino que se movió por cuanto género, registro o tema hubiera, siempre dispuesto a medirse con materiales desconocidos con los que pudiera poner a prueba su música. Si las bandas sonoras de Morricone son inmediatamente reconocibles, eso es porque el hombre supo ceñirse a toda clase de límites y requerimientos, llevando una concepción personal de la música que debía poder reunirse con la historia de ocasión y realzarla, sin dejar de recordarle al espectador que el cine es también música y que las películas se escuchan.

Esa idea del oficio de compositor, cuenta Tornatore en Ennio, el maestro, le valió a Morricone un conflicto de origen: observado con desprecio por sus compañeros de conservatorio (que no creían que una banda sonora fuera una obra musical), Morricone se va a trabajar en cine y, casi sin darse cuenta, quema las naves de su carrera académica. Con el paso de las décadas, sin embargo, sus antiguos compañeros y maestros realizan desagravios públicos y reciben nuevamente al hijo pródigo, que los acepta más que satisfecho, como quien puede finalmente volver al hogar perdido.

Para ese momento, Morricone escribió ya de todo, desde banda sonoras hasta arreglos para cantantes italianos que se beneficiaron de su técnica aparentemente inimitable, un misterio que solo el músico parecía conocer, aunque no dejara de desparramarlo por cuanta canción y película hubiera. Resulta inevitable el paso por la sociedad que Morricone mantuvo con Sergio Leone, buscada y sostenida siempre a expensas del segundo, que no parecía imaginar ya no sus westerns sino el cine sin su música. Algunos de los compositores más importantes del cine crecieron aliándose con directores: Herrmann con Hitchcock, John Williams con Spielberg, Badalamenti con Lynch, Simonetti con Argento. Morricone no sentía que tuviera que aliarse con nadie; iba y venía aceptando encargos que podían oscilar entre un spaguetti western, un drama histórico, un cuento nostálgico o un giallo. Ningún género o director le resultaba esquivo, cualquier historia podía proveer el desafío necesario de encontrar nuevas melodías y sonidos, desde la América aborigen de La misión hasta Investigación sobre ciudadano libre de toda sospecha, de Elio Petri, que tiene una de las melodías más pegadizas que yo recuerde. Por eso, la sociedad Morricone-Leone tuvo como accionista mayoritario al primero, que dejó su sello indeleble en las historias y las imágenes del socio.

Tornatore no sabe bien a dónde ir con Morricone: la estatura del músico, su escala bigger than life lo desborda y no deja elegir un eje, un ángulo desde el cual entrarle. En consecuencia, Tornatore quiere contarlo todo, aunque sepa que no puede, que las casi tres horas de duración no le van a alcanzar, pero igual trata, como si la desmesura de la personalidad forzara a la película a adaptarse a ella y no al revés. El director se mete con todo: la infancia y la imposición de la trompeta por parte del padre, el ingreso a la academia, el paso por la música pop, las primeras películas, la maduración de un estilo, el momento del reconocimiento, el salto a Estados Unidos, los Oscars perdidos, etc. Todo esto Tornatore lo reconstruye con una cantidad impresionante de entrevistados, varios de los cuales murieron hace poco: además del propio Morricone, salen Bertolucci y Lina Wertmüller. Después hay de todo, desde gente del cine hasta cantantes, críticos, músicos y académicos. El tamaño del homenajeado pareciera demandar ese coro interminable de testimoniantes. Aunque el principal atractivo del documental sea que se puede ver y escuchar extensamente al propio Morricone, que habla de su trabajo con una distancia justa, que sugiere el orgullo del artista pero sin ostentarlo. Hay una generosidad extraña en la pedagogía de Morricone, que tararea sus melodías o las toca en el piano, explica sus procedimientos compositivos y hasta sus fuentes de inspiración, muchas veces canciones tradicionales de diferentes regiones, como si el reconocimiento de la apropiación, lejos de menoscabar la obra, le confiriera un valor adicional o la alimentara con el espesor de la Historia. Tornatore no habrá pensado que Morricone iba a morir antes de estrenarse el documental: así las cosas, tal vez gracias a ese error de cálculo, la película elude cualquier posible tentación funeraria y se dedica durante casi tres horas a realizar un retrato infatigable y vital.