Luego de una larga caminata por un campo lleno de yuyos, una adolescente y un hombre llegan a destino. Es una casa que parece abandonada, y la muchacha y su padre fueron contratados por el dueño para refaccionarla. Enseguida el espacio comienza a tensarse y los hechos se ciñen a un tic tac real, exactamente el mismo que marca nuestro segundero interno. Ahí advertimos que la cámara lleva algunos minutos sin cortar. Estamos adheridos a esa chica, Laura, que nos hará recorrer la casa con su curiosidad suicida. Adentro todo es oscuro. El primer paso consiste en orientarse en esa negrura quebrada cada tanto por un sol de noche. Los ojos pugnan por hallar algún resquicio de nitidez en una batalla inútil, porque sólo encuentra sombras, polvo, cenizas. La boca de lobo se adivina invencible, pero aun así el desafío resulta atractivo, porque las manchas sobre la imagen surgen y se van continuamente, y la incertidumbre nos obliga a atrapar el grado cero de la luz, la base mínima desde la cual accedemos a las formas. Distinguir un rayito en el imperio de la nada: debería ser un entrenamiento cotidiano para la mirada. Hasta que llega el primer golpe de efecto, y uno se prepara entonces para el segundo paso, que implica aceptar el pacto de género y dejarse asustar, no importa cómo ni con qué lógica. La propuesta de La casa muda indicaría que hoy el espectador de terror se sigue conformando con el ruido de unos pasos sospechosos, o una silueta que corre veloz de un cuarto a otro, o un cochecito de look tenebroso (como aquel de The Changeling, con George C. Scott, o el de la mismísima Rosemary). Y no, esas simples palancas narrativas no alcanzan. Tampoco los virtuosismos técnicos. La película pretende justificar su arbitrariedad de manera retrospectiva, una vez que conocemos la motivación de Laura y podemos dar coherencia a su accionar. Pero el problema reside en el durante, el trayecto central del relato que muestra a Laura deambulando por el circuito cerrado y reiterativo de la cabaña embrujada. A pesar de la excelente actuación de Florencia Colucci, al film le falta desesperación real, especialmente en su tramo inicial, cuando el personaje tiene que ganarse nuestra preocupación. Si las puertas están todas cerradas, ¿por qué no probar con las ventanas? Que la heroína se llene de furia, que destroce todo con su guadaña, que demuestre que está verdaderamente atrapada. Verla hacer el intento, eso es todo lo que pedíamos para creer en ella. Porque cuando la oportunidad se presenta, ya es tarde. Nuestras palpitaciones abandonan la sincronía con la ficción. Aunque el estilo del film logre sostener ciertas vibraciones, llega un punto en el cual el futuro de la protagonista ya no nos importa demasiado. Porque el personaje dejó de ser persona para tornarse frío artefacto.
Otra película que está muy bien filmada es Three Monkeys (Tres monos), el nuevo trabajo del turco Nuri Bilge Ceylan (de quien hace poco se estrenó Climas). Tan bien filmada está, tan estilizada, tan milimétricamente calculada en sus encuadres, colores y cadencias, que la película termina agobiando por exceso. El conflicto involucra a un político poderoso que una noche atropella a una persona en la ruta y luego huye. El irresponsable le propone a su chofer hacerse cargo del crimen y pasar un período en la cárcel, a cambio de una suma de dinero que recibirá cuando salga. La mujer del chofer, que queda sola con un hijo resentido y está desesperada, acudirá al político en busca de ayuda, y se enamorará y todo se complicará. Con actores de presencia fuerte y una trama bien planteada, el interés por la historia se va agotando en medio una atmósfera densa, cargada de planos contemplativos, apoyada en una fotografía “quemada” en donde resaltan los tonos amarillos, los marrones y los grises, todo esto mostrado con una imagen de grano grueso que delata hasta la última gota de sudor de los cuerpos. La belleza provoca indiferencia cuando sólo se sostiene en la pose estética.
Más allá de la vida (Hereafter) es un blanco fácil para las lecturas arrojadas desde la soberbia y la precipitación. Mary Ann-Johansson, por ejemplo, dice en su reseña que lo único que explica la existencia de esta película es que Clint Eastwood se está volviendo senil. Muchos críticos se confiesan asombrados frente al nivel de “ridiculez” de Hereafter, pero en vez de detenerse a desmenuzar los matices, se quedan en el rechazo irónico, ese acto reflejo tan cómodo y tan extendido en este oficio. Algún mandato periodístico internalizado -aunque no demasiado discutido- nos apura a establecer juicios conclusivos que demuestren la “seguridad” del ojo entrenado, y en este automatismo mucha veces se eluden los grises, esas zonas que quizás contengan lo más complejo de la obra, la puerta que invita a transitar las formas. Ya que empieza un nuevo año, y este blog sigue con ganas de seguir interrogando al cine, espero sintonizar cada vez más con esta idea de hurgar en las dudas antes de alojarme en los diagnósticos cerrados. (Atención: se revelan algunos aspectos del argumento del film). En Hereafter Matt Damon es un médium que se comunica con personas recientemente fallecidas. Tiene ese don desde su adolescencia, cuando una enfermedad lo dejó al borde de la muerte. Le alcanza con tomar un instante las manos de un allegado al muerto para conectarse con la voz que le habla desde el otro lado. También puede ver el rostro del muerto en una especie de flash fugaz y muy artificial (y sí, el cine depende de la figuración). La comunicación dura un par de unos minutos, pero aporta suficiente información como para que el familiar en pena se quede conforme. Nada de esto es demasiado nuevo para el cine. Es más, resulta llamativamente elemental la manera en que Eastwood expone estas “intervenciones paranormales”, con una discreción que nos deja un poco helados, quizás porque al tópico lo tenemos muy asociado a otros géneros y otros contextos. Y aquí está el desafío del film, porque justamente la primera barrera a romper es nuestro escepticismo, la jactancia de creer sólo en aquello que puede probarse. Hereafter demuestra un enorme respeto por lo que no conocemos. Es una película sobre la fe, un intento por recuperar el espacio de lo metafísico en la vida cotidiana. Este anhelo debe ser lo que a muchos críticos les resultó absurdo. Otra vez, lo que más cuesta es vencer el prejuicio. “Al final, no te explican bien qué pasa después de la muerte”, dijo una señora ansiosa cuando terminó la proyección. Es que hacer una gran revelación no es el objetivo de la película. Nadie sabe qué pasa después, salvo a través de los numerosos “testigos” que confirman el cliché: quien se acerca a la muerte ve una luz y se siente invadido por la paz. Luz brillante, siluetas espigadas, imágenes repetidas que se han convertido en lugar común, el único lugar que tenemos, por eso el relato insiste con esos túneles blancos. Lo demás es silencio. No pretendamos inventar el reverso. Aceptemos que la Razón no puede penetrar lo más esencial. Asumamos los límites, partamos de lo que conocemos -la tierra firme del clasicismo- a ver si al menos algunas emociones genuinas logran compensar el vacío radical. Estas son las motivaciones de Eastwood en Hereafter, un film fallido pero más inquieto y complejo que otros tropiezos recientes del director (como Changeling o Invictus). Aunque es clara la atmósfera de solemnidad que baña la película, por momentos parece no tomarse demasiado en serio a sí misma, como en la secuencia de la feria del libro, en donde se evidencia cómo la producción editorial lucra con las experiencias en catástrofes, ya sea con un ensayo espiritual como el que publica el personaje de Cécile de France, o con un relato de supervivencia en apariencia morboso como el que presenta el autor que la sucede en el mismo stand. Existe toda una industria cultural dispuesta a explotar el temor a la muerte, y Hereafter no esconde que es parte del juego. Lo más triste del film es que se queda en el romanticismo de la redención individual. De acuerdo, no tiene sentido pedirle a Eastwood una mirada más amplia sobre el mundo si no le interesa ofrecerla, pero entonces uno se pregunta si el contexto del drama realmente importa o es sólo una excusa para el impacto. Me refiero al tsunami, las explosiones en el subte y los despidos en la empresa donde trabaja el personaje de Damon, hechos que pasan pero no pesan, que quedan suspendidos en la trama como notas inconclusas. Finalmente, el médium deprimido decide poner buena voluntad para empezar a ver la vida en colores en lugar de atarse a la muerte, y así el film cierra con la ética de un manual de autoayuda, género que minutos antes amagaba con cuestionar. Lo más intenso es la historia de los hermanos gemelos ambientada en un barrio humilde de Londres. La escena que reúne a uno de ellos y a Damon en el hotel es probablemente la más significativa de la película. Porque allí se impone una diferencia: las palabras que vienen desde el más allá no son suficientes. Es el ser viviente, y no el fantasma, el único capaz de encontrar las palabras justas para el consuelo.
Discípulos de Michael Haneke Algo curioso me sucedió en el Festival, entre la noche del sábado 8 y la mañana del domingo 9 de noviembre: con una diferencia de pocas horas, me encontré con dos películas notoriamente deudoras del cine del austríaco Michael Haneke. Me refiero a la mexicana Los bastardos, dirigida por Amat Escalante, y a la sueca Involuntary, de Ruben Östlund. Son los segundos largometrajes de ambos realizadores. No vi el film anterior del joven Escalante, Sangre, pero según leo en Internet ya podía palparse allí la influencia del creador de Caché . Los bastardos arranca con un registro seudo documental que muestra a un grupo de obreros mexicanos intentando conseguir alguna changa -aunque sea por jornal- en la ciudad de Los Ángeles. Luego de una secuencia en donde un norteamericano contrata a un puñado de ellos para un trabajo (y los humilla un poco, de paso), dos de los inmigrantes (Fausto y Jesús) se despiden y siguen su propio camino por la ciudad. De golpe, el film cambia el punto de vista y vemos a una mujer que prepara la cena para su hijo, un adolescente apático con quien ella no puede entablar un diálogo. El chico se va, la mujer calma su angustia fumando un poco de crack, cuando de repente irrumpen los dos mexicanos, armados. Es entonces cuando la anécdota recuerda a Funny Games (1997), y uno comprueba que incluso el cartel inicial de títulos de Los bastardos es casi idéntico al del film de Haneke: letra catástrofe blanca sobre fondo rojo mientras suena un rock pesado bien chirriante. ¿Acaso Escalante lo hace para blanquear su fuente de inspiración? Nada parecía anunciar que la película derivaría hacia esta situación claustrofóbica en donde los atacantes someten a la víctima a una tensa espera del peor final. La diferencia con Funny Games es que sus dos jóvenes psicópatas montaban un juego de sadismo autoconsciente, mientras aquí lo que motiva a los marginales no es otra cosa que el hambre. Sin embargo, el concepto estético que guía a ambos títulos es el mismo: la provocación. Los bastardos se apoya en el shock que producen las acciones brutales de sus últimos minutos. Con el corazón en la boca luego de los mazazos, al salir de la sala uno cree haber visto una obra mucho más “trascendente” de lo que la película es en realidad. Quiero decir: sospecho que hay más efectismo que verdadera crítica social. Quizás el cine de hoy no pueda ofrecer mucho más que eso: dedicarse a sacudir al espectador para que por fin reaccione frente a la naturalización de la violencia. Por su parte, el sueco Ruben Östlund construye su film calcando la matriz narrativa de 71 fragmentos de una cronología del azar (1994), de Haneke. Involuntary (Involuntario) desarrolla cinco historias en paralelo que jamás se cruzan (en la película del austríaco los distintos personajes sí confluían en una resolución común). Lo que es igual es la elección de planos-secuencia con cámara fija, separados por imágenes en negro, que pretenden inscribirse como tajadas representativas de una realidad más amplia (realidad que aquí no es precisamente atractiva ni original). No es solo el relato fraccionado lo que remite a Haneke -de hecho, la fragmentación y la discontinuidad son marcas de toda la ficción desde el siglo XX en adelante- sino su ostensible distanciamiento en toda la puesta en escena, así como su necesidad de exponer la decadencia moral de la sociedad europea. Involuntary esboza reflexiones sobre la conducta, la dignidad y la ética; si bien tiene algunos logros esporádicos, la propuesta resulta despareja y nunca llega a despegar como película concreta. En comparación, la forma fílmica de Haneke sigue siendo más rotunda, y eso se debe a que es coherente con su mirada nihilista sobre el mundo. Una mirada más entrenada, por supuesto, y también más cruel (aunque a quienes lo admiramos a veces nos cueste admitirlo). Todavía hay un poco más. Hasta luego.
Escurrir la trama hasta que sólo queden las gotas más elocuentes. Dejarlas que suban como negro vapor, que espesen el aire donde se coagula la culpa. Cada movimiento es confinado a la sospecha. Pero si nadie sabe qué forma tiene lo escondido, ¿cómo capturarlo? ¿Existe el remordimiento en soledad, sin la mirada del otro? ¿Se sufre por saber que uno hizo daño, o sólo se sufre por temor al castigo, a ser descubierto? Ellos son marido y mujer, profesionales, socios. Nadie controla las elipsis mejor que una entrenada conciencia de clase. Hipócrita armonía funcional al sistema. Una cámara los desnuda creyendo que puede vencerlos. Los deja manchados, sí, lo vemos al comienzo. Pero… ¿vencerlos? Hoy igual que ayer, como siempre, son los ojos de la víctima los que están en juego.
Las torres fantasmas “Lo real es lo que se nos escapa, lo que no puedo nombrar o calcular.” Jean-Louis Comolli. Devil (La reunión del diablo) comienza con tenebrosos planos de los rascacielos de una ciudad. No importa que el film haya sido rodado en Ontario, porque lo cierto es que parece Nueva York. Ante una película norteamericana, cuesta no pensar en Nueva York cuando la imagen muestra altos edificios bordeando una costa, a menos que algún cartel aclare que se trata de otra ciudad, o que alguna construcción muy reconocible nos ubique en otro lado (por ejemplo, el Golden Gate de San Francisco o el Harbour Bridge de Sidney). Además de las nubes ominosas y de la música ídem, los planos iniciales de Devil toman a los edificios al revés, con la cámara que se acerca rápidamente a un rascacielos y se introduce por un hueco de ventilación. Todo indica que son subjetivas del diablo que -¡oh!- viene en vuelo invertido. (Deducimos que es el diablo porque, bueno, así se titula el film). Pero esos movimientos sólo son ostentosas piruetas, fútiles manierismos que buscan en vano desplazar a las otras tinieblas que encapotan la ciudad desde hace ya nueve años, porque nada puede competir con ese pavor existencial que troqueló los sentidos aquel 11 de septiembre. Frente a cualquier toma aérea de Nueva York en cualquier película reciente, al menos a mí me resulta imposible no recordar las torres que ya no están, con toda la complejidad histórica que implica esa ausencia. Martin Scorsese enseguida aprovechó el poderío simbólico de esos gigantes devenidos fantasmas, por lo cual incluyó al World Trace Center al final de Pandillas de Nueva York (2002), tentación que tampoco eludió Steven Spielberg cuando concibió Munich (2005). Desde ya que el atentado a las Torres Gemelas no es el tema de Devil (film de terror-suspenso demasiado elemental dirigido por John Erick Dowdle, con idea y producción de M. Night Shyamalan), pero su apertura inevitablemente recupera lo siniestro de aquel día, con esos edificios colgando como estalactitas sobre el vacío, una imagen que convierte a la ciudad en una cueva en cuyas paredes siguen rebotando los ecos del espanto, la desesperación ante lo que se adivina inconmensurable. Hasta ahora, la película que mejor ha plasmado estas sensaciones es Vuelo 93 (United 93), de Paul Greengrass. Posterguemos para otro momento la discusión sobre las imprecisiones históricas de la película y su lectura idealizada de los hechos ocurridos en el avión que cayó en Pennsylvania, porque en definitiva United 93 no deja de ser una recreación. Ya desde el afiche se hace carne la amenaza, con ese avión flanqueado por los picos de la corona de la estatua. Difícil es pensar en la libertad o en los “siete continentes” que esa corona supuestamente representa. Esos picos son barrotes, son cuchillos, son misiles. Y allí va el segundo avión para estrellarse en la otra torre. Es impecable la forma en que Greengrass narra ese segundo impacto, ya que elige mostrar lo que registraron las imágenes televisivas, sin abusar de efectos especiales. Además, ¿cómo pretender imitar un hecho que superó todo espectáculo? Tras la explosión en la torre sur, se escucha algún grito ahogado y algún insulto, pero todos los testigos en el film quedan mudos, absortos por un instante, hasta que cae sobre todos el peso de la fragilidad. De la confusión a la certeza de ser un blanco de ataque. La inminencia de una guerra jamás imaginada. Vuelvo a esta secuencia una y otra vez, y cada vez experimento el mismo extrañamiento, la misma angustia, el agobio -y la necesidad- del silencio frente a eso que no se puede poner en palabras. Podemos ver muchas películas y comprobar que las torres aparecen y desaparecen, e incluso llegar a acostumbrarnos. Podemos recordar los atentados de memoria y regresar continuamente al análisis político del porqué. Pero hay algo que se nos escapa, siempre. Ese lugar adonde tal vez sólo pueda llevarnos el arte: ni más ni menos que lo Real. “Lo real existe, pero no lo conocemos.” También lo dijo Comolli.
Todavía no terminamos de acomodarnos en la butaca cuando comienza el temblor. Alguien nos deposita justo en el pico de un diálogo decisivo entre madre e hija. Las escuchamos pero no las vemos, pues la pantalla aún está en negro. "¿Qué pasa con Nora?", pregunta mamá Estela (Claudia Lapacó), y su hija Ruth (Virginia Inocenti) responde que Nora es su pareja desde hace catorce años. Así lo dice, sin más, con perfil bajo. Sin un cultivo previo del "gran momento", sin transiciones narrativas ni hipérboles interpretativas. Pisamos un suelo singular. Nuevamente, como ya lo había hecho en Por sus propios ojos, el timón de Liliana Paolinelli nos marea con convicción. Y eso hay que agradecerlo. Sucede que habíamos creído con perezoso automatismo en la estampa que el afiche pretendía vendernos: una comedia de enredos quizás grotesca con una madre conservadora en proceso de descubrir que tiene una hija lesbiana. Uno imaginaba que Lapacó recopilaría indicios y enfrentaría escenas incómodas hasta llegar finalmente al grito de ¡Oh! que el póster pondera con su costumbrismo a todo color. Uno suponía que iban a contarnos el camino hacia esa revelación. Y resulta que la confesión es apenas el inicio de otro arco, una curva que en vez de revelar prefiere confirmar un principio conocido y comprobado por todos: nada es seguro en este mundo. La "noticia" impone sus síntomas. Primero Estela se desmaya, luego le cuenta el caso al cura del barrio y más tarde le pide a una vecina que la acompañe a un boliche gay. Ella quiere investigar, y ciertos acordes de ritmo marcial que surcan la banda sonora parecerían escoltar una actitud policial que la hija no tardará de reprochar. Y es entonces cuando asoma, otra vez, esa extrañeza con la que Paolinelli sella el devenir de sus criaturas. Si bien Estela luce descolocada, en la relación con su hija y su pareja no exhibe ningún rastro de pánico o vergüenza, mucho menos de malicia. Todo lo que hace en la ficción es absolutamente comprensible dentro del marco que propone la película. Con exquisita precisión, Lapacó y la directora nos conducen hacia una lectura irrebatible: esta madre está haciendo lo que puede como puede. Y por sobre todas las cosas, no quiere ver a su hija sufrir. Habría que preguntarse hasta qué punto Estela no era realmente consciente de esta verdad que ahora su hija viene a explicitar. Pero llega un momento en la historia en donde el tema de la orientación sexual ya no es lo importante. Lo verdaderamente difícil es acompañar a un hijo en el amor, reto que la protagonista no había experimentado hasta entonces. Por allí pasa Lengua materna, por esa estación que no por visitada o incluso previsible resulta menos dolorosa. En definitiva, la película nos prepara para un golpe. Tan clásico como real y fulminante.
“Como marxista, me criaron diciendo que ‘el revolucionario no llora ni se arrodilla. Que no debe ser sentimentalista’. Pero ésas eran mentiras. Yo a veces lloro mucho.” Oscar Huaravilo, padre de “Taro”, desaparecido en 1977. No creo que exista imagen para lo infinito. No se lo puede pintar, ni fotografiar, ni filmar. A lo sumo se lo podrá intuir, presentir, quizás tantear, ya sea en la vida o en el arte, pero cuesta pensar que se pueda definir lo infinito en una imagen (material o mental). En todo caso, si llegamos a atisbarlo, es porque hacia él nos arrastran millones de imágenes y sonidos y músicas y palabras, un mural mutante ensamblado en la conciencia, una red precaria que nos mantiene suspendidos sobre al pozo ciego de lo que nunca conoceremos. Hablo de infinito porque una vez más comprobé que esa es la sensación que genera la tragedia de los desaparecidos en la Argentina. La certeza de lo inconmensurable. Crecimos escuchando testimonios, leyendo informes periodísticos, viendo documentales, y fueron muchos, muchos de verdad, y sin embargo cada nueva obra parecería reubicarnos en el inicio del camino, para que no nos acostumbremos jamás, para obligarnos a apreciar lo universal y lo particular en cada desgarro, en cada voz, en cada silencio. Nunca será demasiado. Entonces, frente a la imagen imposible, que es la imagen del duelo, este documental ya desde el título nos propone diez humildes recorridos posibles. Tan sólo aproximaciones, cruces, desahogos. Diez padres con diferentes miradas políticas, de distintas clases sociales, cada uno con su propia manera de lidiar con la ausencia. En la primera parte del relato los protagonistas no son identificados por sus nombres: son un colectivo, los “Padres de la Plaza”, tan importantes en la lucha por la justicia como lo fueron las madres, aunque ellos nunca se organizaron como sí lo hicieron las mujeres. Luego el film le da una identidad a cada hombre y lo invita a describir su profesión o los ámbitos cotidianos que suelen cobijarlos, detalles todos que nos permiten conocer a cada padre como individuo, y dibujar mejor los nidos en donde se acunaron los hijos. No hubo imagen del cuerpo final, por eso sólo queda acudir a las formas vicarias. Uno de los padres confiesa que se angustia mucho al soñar que su hijo está vivo, mientras otro hombre dice que no hay mayor felicidad que encontrarse con su hijo en un sueño. Otro retiene la presencia en un retrato del hijo pintado por Alberto Bruzzone. Otro admira la dignidad que transmite la foto de su hijo en una pancarta. Y otro cuenta que tuvo que vender la casa familiar porque le hacía daño recordar a su hijo en esos cuartos, al tiempo que otro exhibe orgulloso la habitación del hijo, que hoy es un santuario en cuyo armario se lee una frase anotada por el joven: “Es preferible morir de dolor que de vergüenza”. Sí, es una película necesariamente triste, pero a la vez tiene escenas de una inesperada vitalidad, como sucede durante la visita al colegio, en donde la voz del padre resulta por momentos opacada por el bullicio alegre de los alumnos. Y no es casualidad que sea una adolescente la que recorra el Parque de la Memoria: allí es donde los realizadores hacen su sigilosa apuesta. Aprender: ése es el único recorrido posible para las generaciones que vienen. Este film fue estrenado en octubre del año pasado, y recientemente participó en la sección Competencia Argentina en el Primer Festival de Cine Político de Buenos Aires.
Sin retorno toma el camino inverso. Muestra los hechos con nitidez para que, desde el inicio, uno sepa quién hizo qué cosa. El eje del film es un accidente en la vía pública que activa una trama de mentiras, irregularidades y suposiciones erradas. Ya sabemos qué ocurrió: ahora hay que ver qué actitud adopta cada personaje ante la posibilidad de un castigo. Y cómo nos posicionamos nosotros. La película inquieta porque nos incrimina. Desde afuera, desde la serenidad del deber ser, es sencillo decir que ante el hecho existe una única reacción posible: la ética. Pero basta con dudar por una fracción de segundo para comprobar que en nuestro entorno ya no operan las reacciones “normales”, precisamente porque hoy la norma es la impunidad. El film anuda los recorridos individuales con la lógica de un sistema mayor, por eso la angustia que transmite se potencia con el recuerdo todavía humeante de Carancho y El Rati Horror Show. La película tiene un punto débil en ciertos actores secundarios, como los que interpretan al amigo del adolescente y a la esposa del acusado, cuyas imprecisiones resaltan frente a los impecables trabajos de Martín Slipak, Leonardo Sbaraglia, Luis Machín y Ana Celentano. Pero más allá de esto y algún otro detalle menor, estamos ante un film riguroso que sabe aprovechar los recursos más llanos de la narración clásica. En principio, organiza el punto de vista múltiple con transparencia y economía. Por ejemplo, en la primera parte, mientras el relato se concentra en la familia de Slipak, no necesita acudir a Sbaraglia para forzar la tensión venidera. En el cine de hoy abundan las historias corales que abusan del montaje paralelo y apuestan al impacto de las casualidades. Con la excepción de la secuencia del accidente, Sin retorno evita el ir y venir entre un personaje y otro, y se limita a dar informaciones precisas sin crear falsas expectativas. Otro aspecto interesante es la ausencia de psicologismo. No le interesa al realizador fabricar la subjetividad de sus personajes para hacerlos más sensibles, como sí lo hace el director francés apelando a la estilización. La cámara de Cohan expone, enuncia, sin duda elige desde dónde mirar, pero hace todo lo posible por no imponer moldes ni adjetivaciones a sus criaturas. Por eso el relato es sobrio, lineal, seco. La decisiones tienen consecuencias, los hechos se precipitan. Queremos frenarlos y no podemos. Será por eso que nos angustian tanto las elipsis en esta película. Creíamos que la historia no llegaría a ciertas instancias, y sin embargo llega y las rebasa. Pensábamos que íbamos a comprender ciertas cosas que, finalmente, no tienen explicación. Es nuestra responsabilidad inferir los procesos más íntimos de los personajes. Quisiéramos creer que la culpa siempre perseguirá a los impunes, pero es evidente que son muchas las personas capaces de limpiar su conciencia con un simple fundido a negro.
Al joven director de No se lo digas a nadie lo vimos hace un par de años en la comedia dramática Juntos, nada más. Parece que Guillaume Canet tiene un buen respaldo en la industria, ya que si algo sorprende en su película es la cantidad de rostros conocidos que la pueblan (¿y a éste dónde lo vi hace poco? Creo que el film funciona mejor como mnemotec de estrellas francesas que como policial). Ganadora de cuatro premios César, muy taquillera en su país, la película se estrenó aquí con varios años de demora, para quedar a la sombra de una opera primera argentina presentada el mismo día. Ambas tienen en un centro un dilema similar: un hombre es acusado de homicidio, aunque los indicios suministrados por el relato indicarían que ese hombre no es el culpable. Basado en la novela “Tell no one” del norteamericano Harlan Coben, la historia tiene algo de El fugitivo, solo que la huida del marido de la víctima no se produce luego del crimen, sino ocho años después, cuando se reflotan ciertas pruebas que lo involucran. Lo definiría como "thriller cool", una superproducción con toques suntuosos pero poca pasta, como esa persecución callejera que no tiene nada que envidiarle a la saga Bourne, pero que a la vez resulta intrascendente, puro alarde técnico. O el gesto très sofistiqué de insertar "With or whithout you" de U2 en el momento menos esperado, en medio de una psicosis que no cuaja con el recato de Bono, y todo porque se supone que deberíamos leer el conflicto del protagonista en clave romántica. Pero no, la veta romántica no alcanza densidad, como tampoco se sostienen los hilos de la conspiración, y el problema no pasa tanto por el verosímil sino por la forma caprichosa en que se le ofrece la información al espectador. Al principio se habían ocultado las circunstancias del crimen, y ahora se trata de reconstruirlas acatando los datos sueltos como vienen, a la marchanta, con un punto de vista narrativo repartido en mil trozos, uno más volátil que el otro. En el tramo final, vueltitas de tuerca mediante, empiezan a caerse las caretas, aunque para esa altura ya no nos importa quiénes estaban detrás de ellas.