“Ya no percibimos la realidad, sino la representación televisiva de la realidad”. Michael Haneke “Robar, huir... y matar”. Con este homenaje a Woody Allen Telenoche anunciaba en un videograph la denominada “Masacre de Pompeya”. No importó que aquel famoso film de los ‘70 fuera una comedia y esta noticia fuera una tragedia. “Esta película de horror comenzó…”, rezaba la voz en off del cronista del noticiero, otra obvia apelación a las etiquetas del cine, en cuyas formas nobles pretende escudarse el discurso televisivo. Pero es la pantalla chica la única responsable de parir y modelar cada día el subgénero del morbo policial. “Un grupo de delincuentes”. “Tres malvivientes”. “Un amoral que jugó con la vida ajena”, protestaba Julio Bazán. Los locutores parloteaban sin tener idea de nada. Años después aplaudieron a los jueces por la “condena ejemplar”. El Rati Horror Show parte de estas imágenes y las edita como si estuviéramos saltando entre fragmentos de YouTube que tocan la misma historia pero están llenos de incongruencias. Las imágenes circulan, pasan, saturan, y como dice Domènec Font, “traducen una carga pulsional inmediata para la vista o para la manipulación táctil, pero no exigen mayor calado que su evidencia.” (1) Estamos acostumbrados a muchas cosas que no cierran y sin embargo “no nos inmutamos”, como dice el abogado de Fernando Carrera. Cuando Enrique Piñeyro recaló en esas incongruencias, no se limitó a gruñir por “lo mal que está este país, qué cosa”. El Piñeyro-espectador se preocupó, ató los cabos y actuó en consecuencia, porque advirtió enseguida que con la condena a Carrera lo que está flagrantemente en juego es la presunción de inocencia, “la piedra angular de la aplicación del Derecho en la Argentina y en la mayoría de los países democráticos”. (2) En su cuarto film como director, Piñeyro hace una rotunda denuncia contra el sistema policial y judicial, además de exponer la volubilidad mediática cotidiana. Y también hace una película repleta de recursos atractivos que reconstruyen el hecho a la vez que intentan explorar eso que llamamos “percepción”. Una investigación rigurosa y una reflexión sobre la relatividad de lo que creemos ver y oír. Un film gratamente tecnológico que imprime movimiento a las impalpables conjeturas. Un relato que analiza, contrasta y aporta datos mientras nos seduce evocando los trazos de diversos géneros. Climas de ciencia-ficción cuando el film despega en el espacio exterior, cual ojo extraterrestre que aterriza en la Tierra (y los dispositivos ultramodernos de la oficina de trabajo tienen mucho de nave especial). Pedacitos de western cuando de repente todos se van al campo (western híbrido, en verdad, porque luego veremos a un hombre de color azul en un granero). Un chispazo de humor político a cargo de Tato Bores corona los pasos de comedia cínica ensayados por el realizador-orador-guía y su inefable dicción. Con todos estos cruces, algunos más pertinentes que otros, El Rati Horror Show pretende ir más allá del llano informe periodístico, y lo logra, principalmente porque desde el inicio tiene muy claro su objetivo. Porque el drama de Fernando Carrera no es simplemente un caso alarmante o curioso o potable desde lo cinematográfico. Al asociarlo, en el comienzo del relato, con los asesinatos de Kosteki y Santillán, Piñeyro exhibe una idea de la Historia, eligiendo unir dos hechos supuestamente distanciados para armar una narración, una trama de responsabilidad política que no se agota en el acontecimiento individual. Los medios de comunicación sí, todo lo agotan cuando se “seca” el espectáculo, y si acuden a los antecedentes es sólo para atizar el fuego en vez de ayudar a comprender su raíz. En una era colapsada por los acontecimientos efímeros y olvidables, el film rescata las conexiones de sentido que identifican a una sociedad. Es el cine el que todavía puede detenerse a hilar y pensar la trama profunda. Claro que la justicia no siempre puede darse el lujo del tiempo.
Pensé que tú eras un ancla en la corriente del mundo; pero no; no existe ancla en ninguna parte. William Bronk Jean es albañil. Anne-Marie, su esposa, trabaja en una imprenta. Jérémy es el hijo de ambos. Los conocemos mientras hacen un pic nic y el pequeño resuelve la tarea del colegio: análisis sintáctico. Mamá y papá intentan ayudarlo, aunque a los tres les cuesta reconocer el “objeto directo” en las oraciones. Consultan el manual, la norma, y entonces comprenden que primero deben distinguir el verbo transitivo y luego hacerse la pregunta: ¿Qué? Por ejemplo: "Verónique toca el violín". ¿Qué toca Verónique? El violín: éste es el objeto directo. Aunque resulte un poco extraño, así comienza la película de Stéphane Brizé: con una lección de gramática. En el film, Verónique es quien le enseña estas cosas a Jérémy. Es su maestra, la Mademoiselle Chambon del título. La señorita. Una vez por mes, ella invita al padre de algún alumno para que hable sobre su trabajo. “Estoy en la construcción. No creo que sea muy interesante”, responde un tímido Jean cuando la maestra le propone participar en una clase. Ella dice que sí, que seguramente tiene mucho para contar. Casas, paredes, cimientos. “Necesitamos una base sólida para que la casa se mantenga firme. Si no construimos una base sólida...”, relata Jean a los chicos mientras Verónique lo observa cálidamente. En esta escena el espectador no puede esquivar la alegoría, porque es demasiado explícita: aquí la casa es la familia. Pero a esta altura de nada sirve conocer las figuras retóricas, ni la sintaxis, ni las conjugaciones. La maestra ya está enamorada. Jean también. Adiós a los ladrillos y a las reglas del idioma. El manual de lengua indica que el verbo desear es transitivo. Es decir, necesita un complemento hacia el cual dirigir la acción. Pero el ser humano puede pasarse la vida, los siglos, toda la Historia, sin identificar qué es lo que realmente desea. Esta es la frustración ontológica que jamás podremos aprender en la escuela porque no existe señorita capaz de transmitirla. Nos enseñan las buenas formas del lenguaje verbal sin advertirnos que resultan absolutamente impotentes cuando se trata de amar. Por eso Mademoiselle Chambon es una película sobre las otras gramáticas, las evanescentes, las que nacen y mueren cada día, las que están implícitas en el silencio, en las miradas, en las ventanas que se rompen, se abren y se cierran. En la manera de acomodar las masitas en un plato. En la paz que irradian unos pies dormidos. En la pose fingida de los amantes que dicen sentir la música cuando lo único que pueden escuchar son sus propios latidos, que ya no dan más. También están los frágiles códigos de la cobardía que las mujeres leen a la perfección (no, Jean, no tenías que montar la escena del cumpleaños para “hablarle” a tu mujer). Y aún más extendidos están los códigos de la resignación y los de la fantasía romántica. ¿Pero qué resignamos exactamente? ¿Qué anhelamos? ¿Podemos definirlo acaso? De nuevo la paradoja, el deseo que no puede hacerse de su objeto. Porque cuando lo consigue, ya dejó de ser deseo.
A Elizabeth (Brenda Blethyn) le gusta cantar mientras camina hacia la iglesia. Vive tranquila junto al mar, tiene una granja y cultiva un jardín. No muy lejos de ahí, en algún lugar de Francia, Ousmane (Sotigui Kouyate) se arrodilla y reza hacia la Meca. Muy pronto ambos se cruzarán en Londres, tratando de contactar a sus respectivos hijos. La acción del film se sitúa en julio de 2005, en los días signados por las bombas que explotaron en la capital inglesa, tres en el subte y una en un colectivo. En total murieron 56 personas. Pero siempre que pienso en esos atentados sólo puedo recordar a aquel inmigrante brasileño que murió semanas después, abatido por policías del Scotland Yard que lo confundieron con un terrorista. Cuestión de piel, también conocida como racismo. Delicadamente, London River se aleja del efectismo de las crónicas periodísticas para concentrarse en el drama individual, acopiando los pequeños gestos que definen la convivencia con los otros en el día a día. En este paisaje tan rico como caótico, Elizabeth no logra hacer pie. Nunca termina de caer. No concibe que su hija le alquile un departamento a un comerciante árabe. Recorre la ciudad desconcertada y temerosa ante la diversidad de culturas y nacionalidades. La Historia le pasó por encima mientras ella vivía refugiada en su isla. Cuando conoce al viejo Ousmane, lo primero que le nace es la sospecha. En su reseña para la revista Variety, el crítico Jay Weissberg cuestiona el guión por apelar a "estereotipos simplistas" para tejer un mensaje políticamente correcto. Es cierto que la actriz de Secretos y mentiras se acerca a cierto perfil cerrado de "madre campesina y prejuiciosa", pero no puede decirse que el personaje de Kouyate cumpla con un canon. Ousmane luce ajeno, inescrutable por momentos. Su aspecto es tan inofensivo que los miedos de Blethyn resultan desmesurados, incluso irritantes. Del pasado del hombre sabemos poco y nada. ¿Por qué abandonó a su hijo? Queremos empatizar, pero el film no da respuestas. Ousmane llama la atención, sin duda. Es un ser deliberadamente raro, o al menos eso pensé mientras miraba la película. ¿Por qué me lo hacen tan críptico? ¿Y por qué no? ¿Por qué no tomar sin rodeos lo que la película propone? ¿Por qué reclamar un supuesto deber ser del personaje? Caí en la trampa. Me quedé en la piel, especulando sobre la superficie, en lugar de aceptar a Ousmane tal como es. El director Rachid Bouchareb tiene que haber sido consciente de esta estrategia al elegir la intrigante máscara de Sotigui Kouyate. La película no sólo narra la historia de dos extraños unidos por la compasión. También muestra cómo un espacio devaluado, el del culto religioso, todavía funciona como puente para quienes necesitan un oído (es gracias a los contactos en una mezquita londinense que los personajes se informan, mientras que las demás instituciones aumentan la incertidumbre). También habla de padres que nunca llegaron a conocer realmente a sus hijos, y de hijos que se juegan por otros caminos a pesar de las vallas ideológicas imperantes. London River bien podría leerse como una reverencia al espíritu de esos dos jóvenes, dignos representantes de una etapa de la historia de la humanidad con la que por ahora sólo podemos fantasear.
Dos hombres se columpian entre el hoy y los 70, van y vienen en su cabeza mientras viajan en sendas limusinas hacia el mismo lugar. Ambos fueron contratados por un programa de televisión para ser protagonistas de una “reconciliación”. Antes del show, lo que la cámara encuadra una y otra vez es el espejo retrovisor: quiénes fueron y quiénes son. Estamos en Irlanda. Uno de los hombres (Liam Neeson) parece un empresario de camino a algún negocio. Sereno, piel tirante, piernas cruzadas. En su adolescencia adoraba calzarse una chaquetita negra que apenas ocultaba su arma, revólver que guardaba junto a viejos juguetes. Apenas un muchachito preocupado por su acné. Pero para ser aceptado en el grupo, tuvo que matar. El otro hombre (James Nesbitt) es un manojo de nervios. Mira para todos lados con el semblante molido. Increpa a Dios y todavía tiene fuerzas para preguntarle por qué. A su hermano lo masacraron hace 30 años. Él estaba a pocos metros en el momento fatal, jugando a la pelota en la calle, muy concentrado en batir su propio récord. Pateaba contra la pared y la devolvía, una, dos, tres, cuatro… cien. Jamás imaginó que seguiría contando hasta hoy, aguantando la furia, noventa y ocho, noventa y nueve… y vuelta a empezar. Una condena de por vida para no explotar. Los espejos, otra vez. O su imposibilidad de reflejar. Cinco minutos de gloria (Five minutes in heaven) es una película sobre esas imágenes que nunca se podrán capturar. Si le damos poco crédito al alemán Oliver Hirschbiegel (director de despareja trayectoria), es probable que el film nos resulte por lo menos estrambótico. Pero, justamente, ésa es la idea: sacudir las formas y las formalidades, sabiendo que la culpa no se puede curar. Por eso el relato descoloca, pega volantazos, lleva y trae histrionismos típicos para luego lanzarlos por la ventana. (En lo que sigue, voy a revelar detalles). A ver: ya pasó casi una hora de película y todo indica que asistiremos a un reality show con suspenso, una performance vistosa entre un hombre que pide perdón y otro que quiere venganza. Pero no, ese lugar común queda abortado por un arrebato, un portazo que desnuda la grotesca simplificación mediática de la memoria político. Luego el relato se entusiasma con una batalla cuerpo a cuerpo, algo más “cinematográfico” que la propuesta televisiva anterior, para lo cual monta una inesperada coreografía de acción (o de western, como sugirió Horacio Bernades), una escena tan animosamente inverosímil que nos deja un poco frustrados. Y hay más reversos de la trama: el ex guerrillero a quien creíamos un ejecutivo aburguesado, hoy no es más que un pobre tipo sumido en el vacío, mientras que el otro personaje, con todo los tics de un border para el hospicio, en realidad tiene una linda familia que se convertirá en su última y necesaria palanca. ¿A dónde llegamos con todos estos giros? Quizás a la poco espectacular conclusión de que en tragedias como ésta la redención no existe, como tampoco la catarsis definitiva, aunque la televisión y el cine insistan en narrarlas. El duelo es pesado, pedestre, demasiado inabarcable como para dejarse fotografiar. Aunque tal vez, algún día, se pueda empezar a poner en palabras, de allí que John (Nesbitt) se anime por fin a probar la terapia de grupo. “Compré unas sandalias para venir, porque lo vi en una película. Vi que todos se sentaban en círculo y usaban sandalias”, bromea John con sus compañeros, otro guiño autoconsciente sobre el propósito del film: descreer de las imágenes prefabricadas para salir a pisar lo real. No se trata de conciliar, porque queda claro que la sutura es imposible. La Historia deberá seguir supurando su malestar.
El prólogo. Antes de los títulos, una serie de imágenes anuncian la tragedia. Un tiro en la noche anticipa que esta historia no terminará bien. En una crítica de la película publicada en Página/12, Luciano Monteagudo sostiene que la decisión de empezar por el final representa el “primer rasgo de honestidad en un film modesto pero sincero”. Estamos de acuerdo. Partir es una película cristalina, breve, pragmática. La directora Catherine Corsini no aspira a otra cosa que narrar sin ambages las delicias y los costos de un amor apasionado vivido en la madurez. Aunque la fábula no sea original, uno puede dejarse llevar por los amantes y sus arrebatos, anzuelo que funciona en la primera parte del film. Hasta que la protagonista comienza a adoptar actitudes que distorsionan la simpatía. La dama, el vagabundo y el villano favorito. Alguna vez un crítico escribió que en el cine actual no existe boca más perfecta que la de Kristin Scott Thomas. Yo añadiría que no hay muchas actrices que impongan tanta elegancia como ella, aun cuando le toca pilotear un film a cara lavada y gris como lo hizo en Hace mucho que te quiero (dirigido por Phillipe Claudel, melodrama atractivo pero no del todo logrado, estrenado en 2009). Scott Thomas es la finura hecha mujer. Aquí interpreta a Suzanne, una mujer casada, aburrida, con ganas de retomar su trabajo como kinesióloga, abandonado hace años para dedicarse a ser madre y esposa. Quien aparece para despabilarla es Ivan (Sergi López, ¡obvio!), un inmigrante español que estuvo preso y ahora recorre Francia haciendo changas. La primera vez que Suzanne lo ve, Ivan luce una remera gastada y una mosca revolotea sobre su cabeza. Un albañil que emana todas las fragancias de la fantasía. Del marido (Yvan Attal) se puede decir que es un médico prestigioso, tiene un dinero interesante y llega a la violencia cuando lo sacan de quicio. Que sea tan (innecesariamente) brutal es el único motivo por el cual uno se pone un poquito del lado de la protagonista. Hasta ahí. El anexo. En Partir todos los días son soleados. Suzanne habita una casa moderna y hermosa, con pileta, amplios ventanales, paredes de una blancura relajante. Los obreros están refaccionando un cuarto para que sea un espacio de ella, quizás el inicio de un proyecto personal. Un anexo, un palpitar alternativo en su estructurada rutina burguesa. Hacía mucho tiempo que el plan estaba en danza. “Si ya esperaste quince años, un mes más no importaría”, propone el esposo, y así uno confirma que esta mujer creció a la sombra de un cacique proveedor y despectivo. Dejar esos almohadones no será nada sencillo para ella, y sus intentonas de adolescente enamorada resultarán un tanto extravagantes para una dama de su estilo. Lejana. De todas maneras, el gran descuido dramático del film es la relación entre Suzanne y sus hijos. Se entiende que ella esté sumida en la desesperación, pero el problema es que se la muestra demasiado ciega, con nulo registro del dolor que está causando. No, no es cuestión de juzgarla ni de pedirle un proceder más racional: es solo la impresión de que la protagonista se nos va tornando fría, necia, ajena, para comprobar hacia el final que se trata de un personaje débilmente construido, una heroína con un pasado cómodo, con una identidad tan obturada que ni siquiera logra conquistarnos con el precipitado amor fou de su presente. No le echemos toda la culpa al marido.
“¿Me puedes acunar?”, le pregunta Mousse (Isabelle Carré, pura suavidad) al señor que acaba de seducir en un bar con mesas al sol. Ante la perplejidad del hombre, cuya intención tan solo era encamarse con la apetecible joven, ella aclara: “Te pones ahí, te sientas detrás de mí… y me acunas”. Él accede, ella le toma las manos y ambos comienzan a recorrer la enorme panza. Porque dos manos no alcanzan para abarcar todo ese mundo. Si una película puede definirse a partir de una escena, en El refugio (Le refuge) me quedo con ese encuentro pasajero entre la protagonista y ese hombre desconocido que se confiesa adorador de las embarazadas. Ella acepta acompañarlo a su casa, pero en la intimidad no consigue relajarse. Hasta que ruega un abrazo, y llega el abrazo, y el rostro de la mujer se enciende de paz, con las manos del otro templando ese vientre que ella venía acariciando en soledad. La piel luce brillante y tensa, tal vez vidriosa, como ojos que no se lanzan del todo a llorar. Una piel que nos recuerda que algo falta, que es muy difícil ser sola y a la vez caminar firme hacia el abismo que significa parir una vida. Que se necesitan dos, no importa quienes conformen el par. Mousse no habría sobrevivido sin la sensibilidad de su cuñado Paul (Louis-Ronan Choisy). En esos cuerpos que la cámara imanta, con todos sus roces, ansiedades y temblores, François Ozon fecunda su utopía: recuperar la idea de que de a dos la aventura puede ser mejor. Más dulce y más divertida. Basta conocer un poquito la obra del director francés para adivinar que su nuevo film no es una cruzada contra la libre elección de criar a un hijo sin tener pareja, ni es tampoco una defensa del matrimonio tradicional (el relato prueba que un homosexual ostenta las mismas condiciones que cualquier madre o padre hetero). Lo que sí le interesa a Ozon es frenar un poco este tren en el que todos viajamos colgados, sin mirar, blandiendo la muletilla de que “hoy las cosas son así”, y nos convencemos de que no tenemos muchas opciones porque la soledad es un saldo de la época, y nos decimos que a pesar de estar solos no deberíamos privarnos de ser padres, o madres, o todo junto, etcétera, etcétera. (Hablo de ese hipotético "nosotros" que nos arrastra y que también llamamos "opinión pública"). Ozon duda de que todas estas sumisiones al destino moderno-monoparental resulten tan naturales. Su cine nos obliga a formularle preguntas al presente a partir de estrategias narrativas tan ambiguas como agudas (recordemos la desconcertante Ricky). ¿Por qué una mujer llega a ser madre soltera? ¿Qué miedos la abrazaron antes? ¿Qué la lleva a decir que "no existe" el papá del bebé? ¿Por qué un muchacho necesita escapar clavándose heroína en la vena del cuello? Este es el látigo de Ozon, una estética que lastima incluso en la que se presenta como una película luminosa, plena. Y todas son preguntas que engendra la sociedad de hoy, angustias que nos tumban antes de que podamos empezar a procesarlas. Para Ozon el hombre aún está muy lejos de ser ese "sujeto programador de los deseos" que el individualismo cree haber moldeado a gusto y piacere. Apenas somos cachorritos hambrientos de ternura.
Los buitres no esperan. Atacan. Los heridos no pueden esperar. Los médicos tampoco, aunque corran por pasillos que sólo dan a otros pasillos, a los sótanos, a las cloacas. La muerte no puede esperar. Es un negocio. Lo que Sosa espera es de otro orden, romántico y voluntarista, una fantasía propia de otra época, cuando se creía que la Historia era una flecha a la que valía la pena seguir. Porque seguro que adelante encontraríamos algo mejor. Pero para eso es necesario avanzar. O retroceder un poco para distinguir el horizonte real, y entonces sí, volver a intentar. Pero en este mundo no hay pasos atrás ni adelante, ni líneas de fuga, ni perspectiva alguna. Se gira en círculos. Círculos desesperados, automáticos, mareantes. Una ruta en caracol llena de brasas y sangre en la que sólo se puede ir hacia abajo. No hay otro lugar. (Anestesiame, Luján. Dejame algo que no doy más). Es una cámara en círculo la que enlaza a Luján y Sosa cuando se ven por primera vez, como si una liana providencial hubiera deseado unirlos y sostenerlos en medio de la selva, el inicio de un vínculo que podría haberlos salvado, en otros tiempos, cuando todavía había historias de amor. Pero no acá, no hoy. Porque ya no hay Historia. Algo estalló y no nos dimos cuenta. Porque estalló adentro nuestro. Es compacto y abrumador el cuadro que pinta Pablo Trapero en Carancho, un film tensado como una malla de corrupción imposible de desarticular, en donde cada pieza resulta clave para toda la red de acciones, montadas con una precisión y un fluir que recuerdan a la excelente Gomorra, de Matteo Garrone. El relato escamotea los indicios de un fuera de campo mayor, como si un cierre hermético nos ciñera a esa zona infernal del conurbano cuyo núcleo es el hospital. Aunque Sosa sueñe con irse a otra parte, no parece existir un afuera de San Justo, si bien queda claro que esa porción de tierra bonaerense funciona como metonimia de un sistema, de un país, de una política. No hay sonidos de televisores ni radios emitiendo noticias, ni referencias en los diálogos a un período histórico determinado. (¿En qué tiempo estamos? ¿Vieron que nadie usa teléfonos celulares?) Los personajes están condenados a escuchar siempre la misma música, hecha de sirenas, choques, tiros, insultos, gritos de dolor. Algunos, los sabios miserables, también llegan a oír ese rugir de sierra filosa que escupe la máquina de contar billetes. “Destruir la individualidad es destruir la espontaneidad, el poder del hombre para comenzar algo a partir de sus propios recursos, algo que no se puede explicar a base de reacciones del entorno y las circunstancias”. (1) Hannah Arendt Es que a los sujetos se los ha tragado el sistema, con su lógica desquiciada de obligaciones, papeleo y estafas. No hay cuerpos evidentes detrás de las firmas. Luján firma recetas vacías para obtener las drogas que la calman y a la vez la destruyen. Más de un colega lo sabe pero para qué meterse. Las víctimas de accidentes firman poderes para que otros dispongan de su carne y su voluntad. Así funciona la máquina. Sin individuos, sin identidades. Cuando Sosa quiere ensayar una firma sincera, cuando quiere ser un sujeto responsable, sin escaparle a la historia sino tomándola por fin en sus manos, para zafar, para cambiar, por Luján, por él mismo, Sosa no puede. No lo dejan. No vamos a explicar por qué, porque lo sabemos. Pero pensemos cómo narra Trapero este giro de la trama. En Carancho prácticamente no aparecen niños ni adolescentes en su primera parte, reforzando esa sensación de historia detenida en la que no surgen nuevas generaciones (como en la novela "Hijos de los hombres", de P.D. James, que Alfonso Cuarón llevó al cine). Hasta que irrumpe la fiesta, ese cumpleaños de quince al que asisten Luján y Sosa, el momento más feliz de la película, porque ambos bailan, se abrazan y ríen como locos (tanto que luego necesitarán ver el video del festejo en su casa, una y otra vez). En esa escena hay adolescentes, colores, un esbozo de esperanza. Difuso, pero está. Sosa quiere ayudar a esa familia, de verdad, sin trampas. Le creemos, Luján también. Alguien cumple años. La historia quiere recuperar un sentido, una dirección. La ética busca su espacio. Minutos antes habíamos visto el encuentro entre el abogado y la mujer, sentados a lo lejos en el banco de una plaza. En el plano siguiente los dos personajes son mostrados de frente, con niños que de repente cruzan la imagen, jugando. Por primera vez, niños en primer plano. La natalidad, como dice Hannah Arendt, sigue siendo una capacidad propia de los seres humanos “de dar origen a comienzos, a nuevos procesos, que abren caminos impredecibles”. (2) Pero Trapero no suaviza la tragedia, ni pretende aquí finales inspiradores como los de Nacido y criado y Leonera. Desde los primeros minutos veremos a los protagonistas atrapados, enrejados en el encuadre. Incluso las dos escenas recién comentadas se oscurecen cuando volvemos sobre ellas. Porque esa placita en la que juegan los chicos es apenas un triángulo verde rodeado de camiones y colectivos, una imprudencia absoluta. Y también resulta inquietante la canción que bailan Luján y Sosa en medio de la fiesta, porque cuando todos los demás se mueven con pasos de cumbia, ellos se acurrucan en un ritmo propio, desfasado, tarareando su destino en forma de serenata: "Si yo muero primero, es tu promesa, sobre de mi cadáver, dejar caer todo el llanto que brote de tu tristeza y que todos se enteren de tu querer..." (3) Carancho es una audaz film de denuncia y también un efectivo film de género, pero antes que nada es un cine físico que parte del cuerpo como basamento para la conexión con el relato. Porque el cuerpo es lo único que nos queda cuando ya no existen marcos racionales ni afectivos que nos contengan, ni en la ficción ni en lo real. Porque parecería que todo puede pasar en este sistema caníbal, montado sobre un terrorismo cotidiano cuyo fin es tornar superfluos a los seres humanos. Para sacudir, para llegar, Trapero debe instalarse en el límite de la resistencia perceptiva, aun sabiendo que muchos no lo soportarán. Golpes al estómago, agujas hurgando en venas, sangre chorreando a mares, huesos quebrados, autos que impactan de frente, de costado, casuales, deliberados. Imágenes brutales que nos repliegan sobre nuestros propios cuerpos estremecidos, todavía vivos a pesar de un presente que nos dice que no. Imágenes que nos atraviesan como puntadas y nos dejan cosidos a la pantalla, si es que elegimos mirar. Porque en esta película mirar implica sufrir. Pero también implica apreciar una serie de planos secuencia magistrales, delineados con una pericia técnica pocas veces vista (y no sólo en el cine argentino). No, no son los planos templados y pulcramente escenificados de Orson Welles, aquellos que en su continuidad capturaban la “ambigüedad inmanente” de lo real, como quería André Bazin. En Carancho se hace muy difícil mirar en perspectiva, porque aunque haya profundidad, falta nitidez (ya sea por la oscuridad de la noche, como en el accidente de Vega, o porque el fondo de la imagen surge borroso, como ocurre en la antológica escena final). El director no puede esperar. No puede detenerse a ver si hay horizontes cuando acá nomás las personas se están jugando el pellejo. Los planos secuencia de Carancho son extraordinarios precisamente porque son discretos, justificados por el relato, por la ética de la obra. Aquí no hay un autor que busque ostentar su genio por encima de los hechos representados. Recién después de unos segundos de iniciada la secuencia, caemos en la cuenta de que no hubo cortes. Simplemente, fuimos cautivados por los personajes y sus acciones. Acciones que sí, tienen un objetivo. Tienen una motivación, un desarrollo y sus consecuencias, y es el director quien decide enhebrarlas y darles un sentido, acotándolas a un ojo que se hace cargo y no parpadea. En esos minutos se produce una extasiada comunión con el cine, a pesar del horror y la violencia. Porque en esos instantes de acción pura vuelve el peso de la historia, porque el sujeto confirma su centralidad, porque es la coherencia de su cuerpo la que determina la integridad de la situación, su veracidad, su sustancia. Gracias, Pablo Trapero, por recordarnos que el cine nació para rescatar al hombre.
Mucho se habló de la primera secuencia de esta película, quizás porque tiene una elocuencia concisa que bien podría hacerla funcionar como un cortometraje autónomo. Vemos a una mujer que está cocinando, apresada por una cámara tan cercana que termina fusionándose con su rostro, sus manos, el delantal, los bollos recién amasados, el pollo esmerilado. Cuesta un poco calibrar los ojos frente a esos primerísimos primeros planos, porque la imagen se va de foco, o porque es la mujer la que se va de la imagen, muy concentrada ella en su labor, acostumbrada a que nadie se digne a observarla en esos momentos. Hasta que llega el cine para recordarnos que, tal vez, aún no hemos aprendido a mirar. (“Tengo un catalejo, con él la luna se ve, Marte se ve, hasta Plutón se ve, pero el meñique del pie no se me ve”, cantan los cubanos del grupo Buena Fe). Porque nadie presta atención al mundanal hábito, aun cuando el hábito engendra continuas obras de arte efímero, que van del horno a la bandeja para extinguirse al instante en la boca de algún lobo. Y no, no es el snobismo de la nouvelle cuisine y sus insípidas pocas nueces, porque la mujer sabe que los suyos todavía adoran lo clásico, o sea, los platos generosos y sabrosos. Y lo que en los segundos iniciales parece ser una cena de todos los días para la familia, enseguida se revela como un gran festejo con amigos y parientes, en donde ella renueva sin cesar el reparto de pizzas y empanadas, y su hijo le grita que se acabó el salame, y su suegra le dice que esta vez la carne mechada sí le salió rica. Alguien por ahí la llama Carmen o María del Carmen, mientras ella sigue con los malabares, de la cocina al comedor y viceversa. La vemos sacar una pizza del horno mientras con la otra mano escribe un Feliz Cumple de dulce de leche sobre una torta. Jamás pierde el cronómetro en sus tareas, pero es la cámara la que muestra cómo ella se pierde entre los otros, confundida con los otros, como si los contornos de su ser no pudieran separarse de la mesada, la harina o la escoba que barre los trozos de un plato roto. Ella y los otros son un todo, una unidad a partir de un rol social. Hasta que un día, jugando, descubre lo que siempre supo: que un todo se forma a partir de pequeñísimas piezas. De cómo perderse con los años y volver a encontrarse sin dejar de ser esencialmente el mismo todo, el mismo ser. Eso es lo que la directora Natalia Smirnoff quería contar en Rompecabezas. Que no es, y esto hay que remarcarlo, la historia de una victimización. Porque a María del Carmen (una esquiva y a la vez terrenal María Onetto) no le interesa dejar de ser madre y esposa. Ahora es, simplemente, un poco menos anónima para el mundo (su mundo, el que ella sola se armó, y eso es lo que importa). Ahora ella es una parte fundamental de su propio paisaje. Y el próximo año volverá a dedicarle un día entero a la cocina para invitar a todos y celebrar el mejor de los cumpleaños. Que no será el de su hijo o el de su marido, como el montaje pícaro de la primera escena nos quiso hacer creer. Será ella quien sople las 51 velitas. Y los cumplirá feliz. “En el arte, no se trata exactamente de saber lo que las cosas son sino, más bien, de sostenerse ante el hecho prodigioso de que sean…” (Santiago Kovadloff)
Dichosos aquellos que se acerquen a esta película sin saber absolutamente nada sobre su argumento. Yo lo ignoraba todo y la disfruté mucho. Los medios han revelado demasiado, así que les sugiero leer lo que sigue sólo después de haber visto el film. La historia que narra Ricky podría ser un sueño. Ese hueco que necesitamos cavar en la realidad para no morir aplastados. Un delirio, un desesperado mentís a lo rutinario de la vida. Katie (Alexandra Lamy) ya no soporta el día a día, por eso en la primera escena la vemos pedir auxilio con su rostro cansado, los ojos suplicantes. Katie llora como nunca, porque no puede pagar el alquiler ni seguir cuidando a sus hijos. Recién después comienza el relato lineal, concreto, sin remisiones a esa escena inicial. ¿Por qué arrancar con ese prólogo, entonces? Probablemente para que lo olvidemos a los pocos segundos. Para que nos desconcertemos aún más con lo que está por venir. Así es François Ozon. Juguetón. Astuto. Goza al vernos encerrados en la disyuntiva: o lo creemos un farsante, o nos convence para que indaguemos un poco más allá. En varias de sus películas, las imágenes se construyen desde un punto de vista angustiado. Los protagonistas de Tiempo de vivir, La piscina y Bajo la arena, por ejemplo, son seres perturbados que necesitan habitar sus propios espacios mentales, ya sea acurrucándose en los recuerdos, en los deseos sexuales o en la llana fantasía. Nadie podría tolerar lo real sin emprender estas fugas, túneles alternativos que son imprescindibles aunque nos pierdan, aunque nos avergüence un poco ser sus gestores (como pasa con las pesadillas más íntimas y extrañas). Pero el director no da pistas. O mejor: da pistas falsas. En Ricky, Ozon jamás descuida el barniz realista. No impone marcaciones formales (lingüísticas, como podría ser un fundido entre planos) que anuncien el pasaje a lo puramente imaginado. Tampoco ofrece una almohada delatora de lo onírico, como la que inserta David Lynch al inicio de Mulholland Dr. La madre de Ricky no parece vacilar demasiado frente el hecho extraordinario. Se preocupa pero sigue adelante, alienada y feliz con su hijo prodigio. Ahora tiene una distracción que la evade de la soledad, la fábrica, el descascarado monoblock. Me permito especular: Katie un día cae desmayada de cansancio, consciente de que Paco (Sergi López) acaba de dejarla, como su primer marido. El eterno retorno. Otra vez sola con su hija, más un bebé inesperado. Katie empieza a soñar para escapar (¡si hasta se gana la lotería!). Suele decirse que los hijos se van de casa cuando ya pueden "volar solos". Ozon toma esta idea en su literalidad y la precipita desde el absurdo, inspirándose libremente en el cuento "Moth", de Rose Tremain. Algunos se engancharán con las simbologías religiosas de la anécdota, pero creo que esa es sólo otra posibilidad que el director aprovecha para desviarnos. Porque, en el fondo, no importa mucho si se trata de un sueño, una fábula fantástica o una simple rareza que se le antojó al joven realizador francés. Lo que prevalece es la mirada sobre la familia, los gestos cotidianos, los socorros mutuos, esa red que cada tanto se rearma, aunque en cualquier momento puede volver a quebrarse, porque alguien se aleja o porque llega un bebé que todo lo convulsiona. Los adultos ya no aspiran a entender el mundo; sólo sobreviven. Pero en este mundo también están los otros, los niños relegados, obligados a constituirse como personas sin la atención que merecerían, como la pequeña Lisa (Mélusine Mayance, espléndida). Detrás de los revoloteos de Ricky, es Lisa la que intenta tejer sentidos en la oblicua realidad. Pronto descubrirá que en los vínculos humanos no existen fórmulas mágicas, que cada mañana hay que despertar en medio de la incertidumbre. Además de despertar a mamá, que se quedó dormida y tiene ir a trabajar.
Dos hermanos levanta vuelo en el momento en que Susana (Graciela Borges) empieza a cansarse del disfraz que la hace odiosa. Mientras su hermano Marcos (Antonio Gasalla) aprende a tallarse un lugarcito en el mundo, Susana se ciñe aún más a las paredes de su atolladero existencial. Entonces la vemos recluirse en su casa, en bata y con el whisky en la mano, lejos de la siniestra careta kitsch. La vemos real. Alguna foto asoma por allí, en donde se la ve abrazada a un hombre del que nada sabremos (es la clase de discreción que se agradece). Quizás alguna vez Susana fue feliz. Cuando la película se vuelve realmente áspera, Daniel Burman gana contundencia y cercanía. Pero para llegar a ese punto tuvimos que atravesar más de una hora de cine hecho a reglamento, un film algo desvaído solo sostenido por dos presencias que son mucho más que la historia. (Hay que reconocer que Gasalla está muy bien, mientras que la Borges está sencillamente magnífica.) Ella es opresora y finge una alcurnia que no tiene; él se resigna a acompañarla y quererla como puede. Detrás de ambos personajes se acumulan décadas de soledad, orgullos dañados y deseos cajoneados, un pasado que el guión apenas esboza y que sin embargo pesa mucho, al punto de borronear los pasos de comedia. Burman busca el gag pero sólo produce algunas sonrisas amargas, ya que aquí no bulle la espontaneidad que destilan otros trabajos suyos como Derecho de familia o El nido vacío. Es que en Dos hermanos se intuye una negrura larvaria que el director no se atreve a investigar por completo, tal vez porque la necesidad de liviandad es más fuerte. O rentable.