X-men: Primera Generación

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Mutantes politizados

El cine norteamericano suele exprimir sus productos hasta agotar sus más ínfimas gotas: la era contemporánea parió así a las “precuelas”, invento sintáctico que intenta nombrar a aquellas películas que narran hechos acontecidos antes de una serie original, como ocurrió ya con Batman o La Guerra de las Galaxias. El problema suele ser que estos productos no buscan más que aprovechar los últimos dividendos de series ya agotadas, que en su momento tuvieron su cuarto de hora, pero cuyo tiempo ya pasó: la idea de narrar “cómo llegaron los personajes a ser lo que son” no suele ser suficiente para conseguir una buena película, que se justifique por sí misma, sobre todo teniendo en cuenta que sus responsables casi nunca son los mismos que los de la serie inicial. Ejemplos sobran, pero para el caso viene a cuento la primera X-Men Orígenes: Wolverine, un bodrio insoportable que despilfarró todo el prestigio acumulado por las primeras tres películas de la serie, que acaso estuvieron entre las mejores adaptaciones de cómics de la historia. Pero Hollywood siempre da revancha, y ahora nos llega X-Men: Primera generación (primera clase en el original, una diferencia que podría resultar significativa), una película bastante más digna, que consigue retomar el espíritu original de la serie (y de su respectivo cómic) y levantar su calidad.

El centro de todo en X-Men siempre fue el problema filosófico del Otro: la adaptación, o no, de sus protagonistas mutantes a la sociedad, o cómo enfrentar la discriminación y el desamparo que ejercen los humanos, cuando encima se posee la fuerza suficiente como para sojuzgarlos. Se trata de un problema eminentemente político, que divide a los mutantes en dos bandos, aquellos que pregonan una integración pacífica con los humanos, aquellos que quieren dominarlos, incluso exterminarlos, con la idea de que los mutantes son una etapa superior en la evolución de la vida en la tierra (y lo interesante es ver cómo funciona la traducción política de esta dicotomía: el capitalismo norteamericano, con su darwinismo social, sólo puede ser entendido en esta segunda categoría, aún con Barack Obama en la Presidencia). El gran acierto de la nueva entrega de X-Men (dirigida por Matthew Vaughn, pero comandada tras bastidores por Bryan Singer, el responsable de las primeras dos películas) es retomar este núcleo central de la serie, y desarrollarlo aún más en la exploración de sus orígenes, que coherentemente la película encontrará en la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. No casualmente el inicio será el mismo que el de la primera entrega de la serie: los campos de concentración nazis, donde el niño Erik Lehnsherr, que en su madurez se convertirá en Magnetto, será primero separado de su madre, y luego testigo de su asesinato a manos del jerarca Schmidt (un excelente Kevin Bacon), que ha descubierto los poderes excepcionales del pequeño, y pretende utilizarlos a su favor. La película saltará a los años ´60, con Erik embarcado en una cruzada vengativa como cazador de nazis (lo que lo traerá a una Villa Gesell inusualmente fría y montañosa, pues fue confundida con Bariloche y Villa General Belgrano), que lo llevará eventualmente a cruzarse con Charles Xavier (James McAvoy), joven profesor especialista en genética, avezado mentalista, que se convertirá en su mejor amigo. Xavier y Erik formarán un equipo especial de la CIA que se enfrentará a Schmidt, escondido ahora bajo el nombre de Sebastian Shaw, que también lidera su propia tropa de mutantes y está operando para que se desate la Guerra Fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Sus visiones, sin embargo, no son las mismas, y aquí comenzará el germen de su futuro enfrentamiento.

Narrada de manera eminentemente convencional, aunque sabiendo utilizar los efectos especiales en función del desarrollo dramático (y no como meros fuegos de artificios, como nos tiene acostumbrados Hollywood, ver si no la versión de Wolverine), la nueva entrega de X-Men vuelve a ganar espesor y simpatía en la fusión de la historia real con la ficción (algo que se traduce además en cierta preocupación por reflejar el espíritu de época y engarzarlo con la narración a través de la puesta en escena), en ciertos dilemas filosóficos-políticos que se anima a replantear, en cierta voluntad por trascender los límites de la fórmula y desafiar mínimamente al espectador (que podría preguntarse ¿quiénes son los malos?), aunque también persistan los típicos defectos del cine del norte (psicología elemental para explicar personajes y conflictos, cierta incontinencia narrativa que afecta los desarrollos dramáticos, visión manierista que vuelve a instalarse hacia el final). Se trata quizás de requisitos mínimos exigibles para cualquier película (asumirse política y atravesada por la historia), aunque quedará al lector decidir si es suficiente.

Por Martín Ipa