Whiplash: Música y obsesión

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Magistral duelo de dos personalidades obsesivas y los actores que las encarnan

El cine de Hollywood todavía puede dar sorpresas. Gratas sorpresas que en realidad no son otra cosa que la confirmación del axioma por el cual se rige casi toda la historia del cine comercial de ese país: "Dale una buena historia al espectador y éste aplaudirá y volverá por más”.

“Whiplash: música y obsesión” tiene todos los elementos necesarios para convertirse en una de esas obras que uno recuerda por mucho tiempo, y no necesariamente por la originalidad del argumento sino por cómo éste está llevado a cabo.

Andrew (Miles Teller) es un joven aspirante a baterista profesional. Ensaya, toca, prueba, se equivoca y vuelve a empezar. Una corchea mal tocada es motivo de enojo consigo mismo. Cursa en un conservatorio. En ese lugar, como en casi todos los conservatorios de cualquier arte, los profesores organizan grupos, talleres, muestras, o como en éste caso una banda para interpretar clásicos del jazz. El director de orquesta es Fletcher (J.K. Simmons), un hombre de oído exquisito, sensible, tirano y superexigente. En el proceso de la formación de la banda escucha a Andrew ensayar y decide convocarlo como suplente. A medida que el talento del muchacho se deja ver, la conexión entre ambos se vuelve peligrosamente obsesiva. Se va construyendo una relación amor-odio entre ambos (algo simbiótica tal vez) en función del motor que los impulsa a seguir adelante. En este punto precisamente está la clave del magistral duelo entre ambos personajes (y ambos actores), porque la temática de esta pequeña obra maestra es la ambición ciega enmascarada por un instinto de auto superación.

Andrew tiene poderosas razones para querer sobresalir en lo suyo, Fletcher también (y no son causas menores), pero estamos frente a dos personalidades opuestas en sus capas externas. Sin embargo, el nivel de exigencia y maltrato al que está dispuesto a someterse el joven encastra perfectamente con el que está dispuesto, y es capaz de propinar, el instructor. Por momentos remite a aquél tremendo Sargento Hartman de “Nacido para matar” (Stanley Kubrick, 1987). Se muestran como el agua y el aceite, pero en realidad son como el agua para la electricidad. Fletcher es misógino, altanero y soberbio. A los efectos de empujar a sus músicos hasta el límite su discurso (impregnado de humor negro, muy ácido) roza los comentarios de todo tipo, desde despectivos hasta racistas, excepto tal vez por el hecho de que nunca se las agarra con ninguno de los afro-americanos que integran la banda.

Este entramado de obsesiones paroxísticas está subido sutilmente a ese nivel cuando en la primera escena de ensayo el director arranca con “Whiplash”. Ahí descubrimos que ninguno de los temas que conforman la banda de sonido está por casualidad. La utilización de este tema de Hank Levy es una muestra superlativa de cómo enlazar un arte con otro en pos de la coherencia del planteo. Levy era fanático de las partituras raras y complejas (el tema en cuestión está en 7 x 8), además de un gran exponente del contrapunto, ergo, si una banda de principiantes aborda esa pieza musical dirigidos por un hombre obsesionado con la perfección cada intento es un suplicio y cada fracaso un padecimiento.

En su segundo largometraje (el primero fue “Guy y Madeline en un banco del parque”, presentado en el festival de Mar del Plata, en el 2010), Damien Chazelle insiste con el jazz y es evidente que no es una simple coincidencia. Viendo ambas se puede trazar un paralelo entre la dificultad para tocar (y leer) las notas en las partituras de este género musical y la complejidad de las relaciones humanas.

Resumida “Whiplash: música y obsesión” suena simple, pero para el ojo (y el oído) atento hay mucho más por descubrir en esta película, y otro tanto que se sigue rumiando días después de haberla visto. Igual que con el jazz cuando algunos arreglos o melodías siguen rebotando en la mente y salen en forma de silbido caminando por la calle.

Esta cinta (es lindo llamarla así todavía) no sería lo mismo sin (al menos) tres rubros destacadísimos: la compaginación de Tom Cross (nominado al Oscar por éste trabajo), la música de Justin Hurwitz, y esta dupla actoral. Como R. Lee Ermey en la película citada anteriormente, J.K. Simmons entrega un trabajo estupendo, memorable. Esta actuación quedará en los anales de la historia por ser un catálogo de gestos, un ejemplo de contención emocional, y una demostración de lo que significa “estar” en la escena. Por su lado, Miles Teller opone un trabajo casi neutral pincelado con pequeños atisbos expresivos, como por ejemplo cada vez que siente haber llegado a un nuevo logro en su afán por convertirse en el mejor para su puesto. Cada uno en su registro le entrega al espectador la sensación de que en cualquier momento explotan.

Esta producción se originó en un cortometraje y terminó compitiendo por el Oscar 2015. Vaya si es merecido el camino, porque estamos frente a una gran película.