Whiplash: Música y obsesión

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Sangre sobre los parches

Quien ha visto el trailer de “Whiplash” ya puede sentir cierta atmósfera cercana a la de “El Cisne Negro”, pero en el entorno de la exigente escena de jazz neoyorquina, o peor aún: en el mundo de los conservatorios, desde que la antigua música de la clase trabajadora afroamericana se convirtió en un objeto de la más fina formación académica, no diferente en su lógica al de la música clásica. Lejos estamos de pianistas proxenetas como Jelly Roll Morton, y de “perseguidores” extáticos y adictos como el Charlie Parker reconstruido por Julio Cortázar.

El monstruo interior

“¿Por qué hablamos de música si el protagonista es un baterista?”, bromearía más de un músico amigo. La batería es el instrumento que eligió Andrew Neimann, abandonado por su madre, hijo de escritor frustrado devenido en docente, para consagrarse. Tan simple como eso: este fanático de Buddy Rich sabe que quiere estar entre los grandes nombres del jazz, y está dispuesto a forzar los límites de su mente y su cuerpo para lograrlo. Así también no tiene amigos (“nunca vi realmente el uso”), y la escena en que sacrifica su noviazgo incipiente por su carrera es de una violencia quirúrgica.

Pero desde el trailer se intuye una contraparte. Se trata de Terence Fletcher, el director de la Banda de Estudio del conservatorio Schaffer, el número uno de los varios grupos académicos (Andrew toca en uno llamado Nassau Band). El estricto y temido Fletcher verá potencial en el joven y lo reclutará, para luego someterlo a presiones psíquicas y físicas extremas a fin de que dé lo mejor de sí. La historia irá subiendo en un crescendo de intensidad, hasta una primera explosión y una última performance, casi sacrificial, dignas de películas de Darren Aronofsky como “El luchador” y “El Cisne Negro” (con el mismo grado de ribetes “exagerados”, para muchos).

La comparación con el filme de la bailarina no es casual. Porque aunque aparezca la abominable figura de Fletcher, en realidad estamos sólo ante un catalizador. El verdadero monstruo es Andrew, capaz de sacrificarlo todo por un ideal, salpicando la batería de su sudor y de la sangre de sus llagadas manos: no hay demonio peor que los interiores. Y tampoco hay “vida civil” posible por fuera de la obsesión.

Intensidades

Damien Chazelle, guionista y director, se basó en sus propias experiencias: él fue baterista y también temía a su profesor. Esa pertenencia se nota en la fruición con la que muestra el entorno de la música: el humedecimiento de las cañas, el calentamiento de las boquillas, la afinación de los vientos. Y en especial de la batería: el set de baquetas, la llave para afinar el redoblante, los platillos Istambul, los parches Remo.

Todo esto no se podría lograr sin el trabajo que Miles Teller (en la piel de Andrew, quien ya sabía los rudimentos del instrumento) realizó junto a Nate Lang (quien interpreta al también baterista Carl Tanner), su entrenador baterístico durante meses: gracias a eso se logró que las escenas de interpretación de obras complejas luzcan creíbles en la pantalla, y al mismo tiempo poder actuar la escena con sus diálogos. Pero el trabajo de Teller va mucho más allá, pasando del gesto mínimo (ese segundo en que su rival erra en el tempo y esboza una microsonrisa, sabiendo que tiene una nueva chance) y los momentos de estallido emocional y (auto)violencia.

Por su parte, J.K. Simmons quizás haya encontrado el personaje de su vida (su papel más visible había sido el de J. Jonah Jameson en la saga de “Spider-Man” de Sam Raimi): él interpretó el mismo rol en el primer corto que Chazelle presentó en el Festival de Sundance hace dos años (que le permitió conseguir los fondos para realizar el largometraje) que lo llevó a la nominación al Oscar al Mejor Actor Secundario. Su gesto de reprobación al decir “no es mi tempo” ya nos mete en el universo del obsesivo profesor, que irá subiendo de intensidad hasta convertirse en una especie de irascible sargento instructor. Él es quien maneja la montaña rusa en la que Andrew es nuestro compañero de carrito.

Valga una mención para el veterano Paul Reiser, como Jim (padre de Andrew) y la sencillamente bonita Melissa Benoist (Nicole, su interés romántico), dos anclajes a tierra en medio de la locura.

Aquella música

No podemos dejar de hablar aquí de la música: todo el tiempo se toca y se escucha jazz. Debemos destacar el trabajo de Justin Hurwitz en la partitura y de Tim Simonec en la composición de las obras originales de la banda, que por supuesto se suman a clásicos como el que le da título al filme (compuesto por Hank Levy) y “Caravan” (la creación de Juan Tizol para la banda de Duke Ellington).

Flecher aducirá en un pasaje de la cinta que hace lo que hace para encontrar un nuevo Charlie Parker, y Andrew preguntará si no es la forma de espantarlo y que no aparezca. Quizás sean las condiciones alienantes de las que ambos participan, lo que los aleja definitivamente de una era en la que el jazz era sinónimo de creación y libertad.