Wall street 2 - El dinero nunca duerme

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Ciencias económicas.

Gordon Gekko sale de la cárcel y entre las pertenencias que le devuelven hay una cosa enorme, un objeto arcaico y de aspecto risible. ¿Se trata del monolito de 2001: Odisea del espacio? No, es un teléfono celular. El tiempo vuela y algunos bienes pasan a ser piezas de museo en un abrir y cerrar de ojos. O en lo que dure una temporada a la sombra, en este caso ocho años. Al personaje de Michael Douglas también se le entrega, en tan ceremoniosa ocasión (bien codificada por el cine americano: el Estado deja en claro que no se queda con lo que no es suyo) un clip para sostener billetes; “sin billetes”, como informa rigurosamente el encargado de la sección de la cárcel. Después, Gordon Gekko sale a la luz hiriente del día y, mientras algunos compañeros de fortuna se van con sus respectivos familiares, se queda parado en la puerta. Por supuesto, no lo viene a buscar nadie. Ese hombre es un canalla, pero solo lo saben quienes vieron la película de la cual ésta es continuación. Wall Street es en parte la historia de ese hombre. Está presentado el personaje y su situación desventajosa. A partir de ahí, solo queda para él una carrera de obstáculos. Hay que ver qué destrezas despliega, con qué artilugios es capaz de torcer su infortunio. ¿Cómo hace Gekko para no ir a parar al rincón menos visitado del museo? Es la economía, estúpido. La clave está en la economía, que siempre da oportunidades.

A Oliver Stone le gusta la historia y le gustan los héroes. O, para decirlo de un modo que sirve también para describir una parte nada desdeñable del cine clásico, el héroe como parte ineludible de la historia. El hombre inscripto en una trama de coordenadas reconocibles, que acentúan su heroicidad al tiempo que reclaman para él un cierto espesor político. Mi personaje heroico de Stone preferido es el del fiscal Garrison en JFK. Particularmente me gusta la escena en la que, como si fuera un experto en balística, el tipo se pone a explicar de qué modo tendrían que haber entrado los disparos en el cuerpo de Kennedy si el tirador hubiese sido uno solo como sostiene la versión oficial. Aunque poco tenga que ver con el cine, me impresiona el esfuerzo descomunal que se advierte detrás de esa escena. Cuando lo veo a Kevin Costner, bien compenetrado en su papel, estoy viendo también peritos, supervisores, técnicos, una voluntad que organiza todo eso y que dice “No, pará. No es como dicen, acá pasó otra cosa, vamos a explicarlo para que se entienda bien”. Y está bien que sea así, es correcto eso, porque para inmiscuirse en la historia de manera directa, como le gusta a hacer a Stone, hay que tomarse un trabajo, hay que hacer los deberes; hay que investigar y asesorarse, aunque sea para lograr un efecto de verosimilitud lo más contundente que se pueda.

Y es que Stone, huelga decirlo, no es un cineasta refinado. Es un tipo con una misión. Liberal o antiliberal, da igual. La verdad es que nunca queda del todo clara la ideología real del director, pero el hombre juega a eso. Digamos, entonces, “liberal” en Estados Unidos y antiliberal fuera de allí, que vendría a ser más o menos la misma cosa. A Stone siempre le gusta contar que sus ex camaradas, combatientes en Vietnam como él, lo llamaban “nuestro bolchevique”. En todo caso, lo suyo suele ser el intento de desenmarañar “la otra historia”. A través de la saga de Gordon Gekko, el director pretende mostrar la trastienda del mundo de las finanzas. Como se ha dicho, su cine es de intervención. Qué mejor entonces que la hecatombe económica del 2008 para resucitar a Gekko, para hacernos ver que hay un sustrato inamovible allí, una placa tectónica que da cimbronazos, que se reacomoda pero que termina siendo fiel a sí misma. Para Stone, el capital especulativo es la base de la economía en su forma moderna. La historia se repite: la primera vez se da como tragedia, la segunda también. En los primeros minutos de Wall Street, después de la presentación de Gekko, una empresa está a punto de ir a la quiebra y su principal responsable termina por propia voluntad bajo las ruedas del subte. Jake, que revista en la empresa y está de novio con Winnie, hija del célebre Gekko, se siente devastado, como si acabara de perder a un padre. Por lo que enseguida busca a uno nuevo nada menos que en su suegro, figura que alcanza la estatura de mito para los jóvenes emprendedores como él. La chica, por su parte, es una periodista de izquierda (digamos liberal en el sentido americano, para no exagerar) y repudia al padre con todas sus fuerzas. Wall Street también es una historia de familia.

Stone no es fino pero es ambicioso: hace películas de tesis que están a menudo imbuidas de un aliento mítico, como se trasluce a partir del cuadro de Goya que se exhibe en el despacho de uno de los peores personajes de Wall Street: Saturno comiéndose a uno de sus hijos. Pero Saturno es Cronos, y el tiempo aniquila a los hombres. En cambio, el capital queda, reproduciéndose y regenerándose. El dinero nunca duerme, asegura el subtítulo de la película.

“A mí me gusta Stone porque es grasa”, me dice un amigo a la salida del cine. Pero esta película no le gustó. ¿Stone no es lo suficientemente grasa, acá? ¿Se puso reflexivo en contra de su propio cine? Seguramente no tanto, aunque tal vez se acentuaron su puritanismo y su costado sentimental. Pero también su pesimismo. Gekko vuelve como un pobre diablo y en el camino solo le va quedando lo diabólico. Se hace pasar por una cosa, después por otra. Luego tiene un gesto con el que parece redimirse definitivamente. Pero para que el diablo exista entre los hombres con un rostro humano debe haber complicidad, un sistema de creencias que disimule su existencia o que, por lo menos, simule no verlo como lo que realmente es; por lo que a la persistencia del mal se le suma la ingenuidad o, simplemente, la mala fe que hace que esa continuidad sea posible. Para el final, Stone da un salto hacia adelante en el tiempo y muestra la fiesta de cumpleaños del retoño de la joven pareja conformada por Jake y Winnie. La hija díscola parece que aceptó a su padre y todos contentos. ¿Se acabó la crisis? ¿Vuelven con todo los negocios inmobiliarios? Finalmente, Gekko es el paradójico héroe de Wall Street. Él sabe que la dicha y la bonanza son provisorias: son burbujas, como dice en algún momento. Y vemos burbujas entonces, que flotan en el aire, tan frágiles. Se ve que el director no abandonó la cursilería después de todo, pero la imagen del final feliz es tan falsa que la burbuja que asciende al cielo de Nueva York termina obrando, por oposición, como un símbolo más que pertinente del carácter pasajero de toda felicidad.