Wakolda

Crítica de Daniel Cholakian - CineramaPlus+

Wakolda cuenta desde la perspectiva de una niña el encuentro con un misterioso hombre alemán que se relaciona con su familia y viaja con ellos hasta instalarse en la ciudad de Bariloche, en el marco de la comunidad alemana en la ciudad en el año 1960, cuando la identidad nazi entre sus integrantes era un dato insoslayable. Ellos se instalan en una vieja hostería familiar para recuperarla y ponerla en funcionamiento. El médico, que como cobertura monta un laboratorio para mejorar el crecimiento del ganado, no es otro que Josef Mengele. La atracción que ejerce inmediatamente la niña sobre Mengele se debe a que ella tiene claros problemas de crecimiento. La fantasía de la investigación en pos de lograr el cuerpo perfecto, armonioso se manifiesta en la insistencia de este misterioso médico en tratar a la pequeña Lilith.

La madre había sido educada en la escuela alemana y su familia pertenecía a esa comunidad, mientras su padre es ajeno a ella. Los niños irán al mismo colegio que fue su madre. La tensión entre la atracción que la condición alemana produce en la madre, el sueño de ver crecer a su hija más allá de su desarrollo normal y cierto temor por esa presencia misteriosa, especialmente en el padre de la niña, son los elementos que articula la tensión dramática. Sobre la misma, Lucía Puenzo expone ideas complejas con gran sutileza y profundidad. En todo momento la realizadora evita la brutalidad narrativa de los juicios morales.

¿Qué mirar al mirar Wakolda? No hay dudas que la trama se sustenta en la presencia de Mengele y esa relación con la niña. Sin embargo la intromisión del jerarca nazi en la familia pone en evidencia condiciones particulares de los personajes que permiten pensar mucho más complejamente la historia lineal que surge del cuentito “Mengele ve una nena hermosa con problemas de crecimiento y recupera su sueño de lograr el cuerpo perfecto”. Lo que se abre allí es la situación del cuerpo de la niña, como un cuerpo capaz de desear. He aquí un nudo que explica y justifica perfectamente la adopción de un estricto clasicismo formal por parte de Puenzo. Ella apuesta a hacer evidente lo oscuro, lo hace visible, lo pone en el espacio de la ciencia, de lo luminoso, de lo racional. Todo lo que se oculta está visible. Puenzo apuesta a desarrollar el mundo de la “normalidad” y está allí, en la misma construcción de un espacio luminoso, donde se montan los sueños legítimos y los ilegales o las frustraciones parentales, donde el espectador logra ver lo que se esconde en el mundo cristalino y racional. Por otra parte, si la realizadora renunciara al clasicismo formal la perversidad de la relación entre la niña y Mengele oscurecería al resto de las ideas puestas en juego en la película. Esta decisión formal es la que permite que el espectador pueda encontrarse con las situaciones para pensarlas, descubrirlas y ver como en los entresijos de esa historia aparece la Historia y lo hace con mucha más naturalidad y sin la valoración moral que imponga una lectura única de la complejidad.

Por supuesto que aparece el sueño de perfección del nazismo. Lo interesante aparece cuando se entrelaza en una relación especular entre el propio Mengele y su deseo de la belleza absoluta y el padre de la niña, que hace muñecas artesanales, cada día más reales, cada día más perfectas. Él diseña un corazón para sus muñecas. Mengele –en esta suerte de racionalidad banal y burocrática- le propone fabricarlas en serie. Y será ese padre que se resiste a aceptar al médico alemán el que se fascine al poder armar la primera de las muchas muñecas salidas de su propio sueño de perfección. El relato del doble –de algún modo el doppelgänger de la tradición alemana- es aquí una puesta en cuestión del sueño de la inmortalidad.

El deseo que la madre proyecta sobre su hija, su pasado vinculado a la sospechada colectividad alemana y su admiración por el médico que parece dominar el saber del cuerpo, constituyen la tensión interior que vive este personaje. Ello permite a Natalia Oreiro desarrollar ese gran conflicto interior con una gestualidad serena, con una actuación rica en matices, que asume el temor maternal de la imperfección del cuerpo de sus hijos (la pequeña Lilith y los mellizos que están por nacer).

Controlada, capaz de sostener la tensión más sobre las tramas personales que a partir de la historia real de la persecución de nazis en nuestro país, “Wakolda” cuenta con muy buenas actuaciones, especialmente la de Natalia Oreiro, que compone un personaje entre siniestro y maternal. Esos amores maternos que pueden producir marcas inolvidables aun sin quererlo.