Volando alto

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

Elogio de la terquedad

Recuerdo que en ocasión del último ascenso del equipo de básquet Quilmes de Mar del Plata a la Liga Nacional, Mex Faliero -que es hincha fanático y me terminó contagiando su pasión- escribió un artículo titulado Elogio de la terquedad, donde hacía hincapié en cómo Quilmes nunca había permanecido más de un año en la segunda categoría, retornando inmediatamente a la Liga Nacional, en ascensos con más de un componente ligado a las épicas tan sorpresivas como inolvidables. Como si ese club al cual todo y todos le dicen que es inferior, se empeñara en reclamar un lugar que en cierta forma es incómodo pero que no deja de corresponderle. No había caso: les gustara o no a los demás equipos e hinchas, que siempre los miraban con cierto desprecio, Quilmes y su gente seguían diciendo en cada gesto y acción, en cada ascenso inmediato, contra viento y marea, que eran de la Liga Nacional y que los descensos eran apenas estados meramente temporarios.

Me viene esto a la cabeza porque el protagonista de Volando alto, Eddie “The Eagle (El Aguila)” Edwards -estupendo Taron Egerton, disolviéndose en el personaje- bien podría haber sido de Quilmes de Mar del Plata: un tipo terco como una mula, empeñado en cumplir su sueño, reclamando su lugar en el mundo, aunque todos se lo nieguen o lo miren de costado. El desde chico quiso participar de un Juego Olímpico y encuentra en el salto de esquí -una peligrosa disciplina que consiste en descender sobre esquíes por una rampa para agarrar velocidad y luego iniciar el vuelo con el objetivo de aterrizar lo más lejos posible- el deporte que puede llevarlo hacia el objetivo tan ansiado. Claro que todo está en contra suyo: su físico va a contramano de todos los requerimientos básicos y encima empieza a practicar a los 22 años un deporte que normalmente empieza a ejercitarse desde la infancia. Todo está en contra suyo, excepto él mismo, porque es tenaz hasta la médula y está dispuesto a vencer todos los obstáculos posibles.

Lo que viene a continuación es previsible y está enmarcado en todos los arquetipos y estereotipos de las películas deportivas que toman como base hechos reales: la voluntad contagiosa del personaje principal, la manera en que es capaz de contagiar su esperanza a los que lo rodean, los avances y retrocesos, las burlas de los escépticos, la persistencia frente a todo, la sucesión de hechos fortuitos que desafían la lógica, el momento donde se alinean los planetas y el sueño se concreta. Pero Volando alto encuentra la brecha justa y precisa de la autoconsciencia, del despliegue del artificio, del juego con los códigos genéricos y el evidenciar el potencial impacto en los espectadores lejanos de una historia personal, haciendo un lúcido hincapié en los sonidos (musicales) y las imágenes de fines de los ochenta como marco indispensable de lo que se cuenta. En esto quizás sea clave la figura del productor Matthew Vaughn, realizador de Kick-Ass y Kingsman, el Servicio Secreto, pero si en esos films lo que se terminaba imponiendo era la mirada canchera, acá la modalidad autoconsciente del relato confluye de manera espléndida con una notable sensibilidad.

En eso último es clave el personaje de Bronson Peary, que le permite a Hugh Jackman seguir explorando a esos típicos perdedores que encuentran una última chance para redimirse, como en Gigantes de acero. Peary es el campeón que no fue, la decepción del entrenador leyenda, el tipo que no terminó de explotar su potencial por su falta de disciplina y que Edwards encuentra ahogando sus penas en alcohol. El dúo que irán armando Peary y Edwards, primero a las patadas, luego como amigos de hierro -y que se traslada a las actuaciones, porque Jackman y Egerton conforman una pareja actoral maravillosa-, irá mostrando las capas que constituyen Volando alto, que giran alrededor del amor por el deporte: ahí tenemos la alocada escena donde Eddie contempla a Peary haciendo un salto desde la altura máxima -nada menos que noventa metros- totalmente borracho, que posee características cuasi oníricas. O las secuencias de entrenamiento, con referencias orgásmicas a Bo Derek incluidas.

Volando alto, que ya desde el principio, desde el minuto uno -utilizando la acumulación de anteojos rotos como perfecta metáfora de los esfuerzos fallidos de Eddie- causa simpatía y captura la atención del espectador, va hilvanando un relato que trae a consideración la diferencia entre probabilidad y posibilidad: si el primer concepto refiere a estadísticas y porcentajes, a la fría matemática contra el deseo humano, el segundo plantea la chance de que el objetivo se concrete, de que se haga tangible. Porque así es toda la película, desde su puesta en escena vigorosa hasta sus permanentes giros narrativos, pasando por su estética repleta de colores: nos dice todo el tiempo que es una fábula, una exageración de la anécdota real y aún así verosímil, algo que podría considerarse improbable, pero que no deja de ser posible.

Lo de Eddie, que se atreve a volar como un águila, es eso: ir contra las probabilidades, dejar de lado las abstracciones, ponerse por delante la meta como una posibilidad palpable, llevándose a sí mismo al máximo de lo que puede dar (en eso el diálogo que tiene con el campeón finlandés es sumamente ejemplificador). Concreta como es en su arrojo, en su honestidad que mezcla lo real con lo fabuloso -y que hasta le permite sortear algunos defectos en la configuración de un par de personajes secundarios-, Volando alto nos termina conmoviendo hasta las lágrimas y logra lo que toda película deportiva busca: hablarnos a nosotros, espectadores, proponiéndonos dejar de lado los cálculos probabilísticos -que enmascaran nuestros temores- y confiar en la posibilidad de alcanzar lo que deseamos. Con terquedad, embistiendo, haciendo de los lugares incómodos nuestro hogar.