Vivir al límite

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

El suspenso, por sobre todas las cosas

Es un filme visceral, que traspasa el género de la película bélica.

Difícil encuadrar a Vivir al límite en un género, pero si se pudiera, habría que definirlo como superior. Kathryn Bigelow toma uno o varios temas como el valor, la solidaridad, el miedo, que rondan los filmes bélicos, pero no construye un filme de guerra en el sentido lineal. Vivir al límite se sitúa en la guerra de Irak, pero la traspasa. Su protagonista está bajo fuego, pero no es presentado necesariamente como un héroe, sino como un especialista -en desactivar bombas- que llegado el caso obrará con heroísmo. Pero el sargento William James actúa con valentía porque así se lo exige la situación que lo rodea.

Bigelow tiene un pulso maestro en elegir los planos y en la edición de las escenas de acción. En ellas el suspenso está por sobre todas las cosas, la espectacularidad, el dramatismo o el regodeo técnico -del que da muestras de sobra-. Una buena película de acción es aquélla en la que la cámara fluye, no se delata. Bigelow construye una secuencia para el recuerdo en medio de un desierto. Para entonces, el espectador ya ha pasado sufriendo por un par de desactivaciones de bombas, por lo que sabe que lo que está por venir no será sencillo.

Sin llegar al extremo de Redacted, de Brian De Palma -con la que compitió en Venecia... 2008, Bigelow denuncia la locura de la guerra, pero se queda con el comportamiento de los soldados del escuadrón. Allí donde Oliver Stone los dividía en buenos y malos en Pelotón, o Kubrick mostraba la demencia del entrenamiento que llevaba al suicidio en Nacido para matar, la directora opta por mostrar al comando de élite tanto desprotegido como ansioso. Y allí donde Spielberg se pondría patriótico, para Bigelow no hay banderas sino hombres.

Otro tema -al margen de qué lleva a James a vivir sin miedo todos los peligros- es el de la confianza: si James es quien se juega el pellejo, sus ojos no son los que ven alrededor y lo cubren, sino los de Sanborn, quien vigila el perímetro. De eso también trata Vivir al límite: cómo en el peligro uno no es nada, aunque puede creerse mucho, sin la ayuda, el soporte de quienes lo rodean.

Metáforas al margen, la película es de lo más visceral, en el sentido estricto del término. Bigelow no ahorra crudezas, pero se entienden y se las ve en su justa medida. En una guerra hay cadáveres, y entre éstos suele haber inocentes -léase civiles- y allí donde parece que va a derrapar un clisé (con un niño de Bagdad), recupera el mando, y el tono.

El filme es como un cuchillo que se introduce en la carne y va hasta la esencia. De la moral, del perdón, de la demencia de la guerra, pero con la maestría de quien cuenta y no sermonea.

Con cámara en mano, imágenes ralentadas y planos detalles, Bigelow sabe cómo seducir al espectador y llevarlo adonde quiere. La mentada masculinidad que suele atravesar las películas de Bigelow está más que latente aquí, en la que es su mejor película y que merece todos los reconocimientos que ha tenido y -cabe esperar- tendrá.