Vivir al límite

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La última película de Kathryn Bigelow es un milagro de guerra. La acción tiene lugar durante la ocupación norteamericana en Irak y podría tratarse, hasta el momento, del único efecto benéfico del que se tenga conocimiento producto de dicha intervención. Como en otras películas de la directora, la acción física está por encima de todo: una vez que se ha asumido el hecho de que ese humor oceánico secretado en algún rincón del cuerpo en situaciones de peligro llamado adrenalina es el mejor amigo del hombre (como de manera incansable se nos invita a hacer en sus películas), resulta evidente entonces que hay algo (una cosa más) del orden de lo humano que no se deja atrapar del todo por la razón, una porción de sensibilidad inhollada cuya sospechada existencia plantea la posibilidad de un prodigio por lo menos a la misma altura que el del instinto de supervivencia. Bigelow transforma esa aparición en un enigma, un jeroglífico. A la vez, como quien no quiere la cosa (las películas de la directora , hechas de golpes, de caídas, de balazos, de corridas, de saltos al vacío, aparecen imbuidas de una rara elegancia aun por investigar), hace de ese enigma el centro de su película.

El sargento James, experto en desarmar bombas, conjuga la doble condición de ser un misterio y un peligro para todo el mundo. Resistido de entrada por su comportamiento desaprensivo y en apariencia irresponsable en el desempeño de su trabajo, consigue brevemente el aprecio de sus compañeros cuando vuelven de una misión que ha resultado particularmente riesgosa. Bigelow filma en esa ocasión a tres hombres borrachos y hastiados, que se golpean y se aman al mismo tiempo en una especie de danza demente cuya melancólica vitalidad parece alzarse como un conjuro contra el terror del mundo circundante. No por casualidad, los tres protagonistas hablan en algún momento de la noche de sus relaciones familiares, lejanos fantasmas que esa repentina calidez humana les trae provisoriamente de vuelta. Pero James es un paria: hay que ver el desconcierto de ese hombre cuando se mete en una casa buscando a los que cree son los asesinos de un niño, único ser en Irak con el que ha entablado algo parecido a una relación de cariño. El dueño de casa lo invita a tomar asiento y le ofrece algo para tomar. James duda ante el tremendo televisor encendido, la música de fondo, la mesa dispuesta. El olvidado calor que emana de un hogar burgués lo golpea. Enseguida, aparece una mujer y entre gritos empieza a pegarle con una cacerola: el sargento se vuelve débil, se asusta, no sabe qué hacer, como si toda la escena se le antojara de una incongruencia mayúscula, indescifrable. Más tarde, de regreso en los Estados Unidos, un plano desolador lo muestra en un supermercado, parado casi en estado catatónico delante de una variedad inconmensurable de marcas de cereal. Como si una porción del universo se le hubiera revelado irremediablemente ajena, un diagrama extraterrestre cuya extrañeza corriera pareja con su capacidad para anularlo, para dejarlo estupefacto, el sargento descubre que solo tiene para sí mismo el miedo, la adrenalina, aquello que le devuelve su capacidad para reconocerse un hombre entre los hombres. En definitiva, James es un enfermo irrecuperable, un adicto a las drogas duras con síndrome de abstinencia.

La cámara de la directora se pega a los cuerpos, los sigue sin descanso, es como una mosca, un picor que nos recuerda a los espectadores, una y otra vez, su carácter material (y también el nuestro), su condición irreductible de bichos arrojados a la mugre y al desamparo. En ese escenario hostil de polvo y de calor, sin embargo, como si algo se activara dentro suyo, el sargento James aúlla en cada oportunidad en la que debe calzarse el traje que lo protege de las esquirlas, su sonrisa resplandece ante la perspectiva de encontrar una bomba sobre la que abalanzarse para estudiar y desmenuzar los meandros de su sistema, su amasijo innoble de cables. Es que el terror lo acicatea, es como si prácticamente le hablara al oído como solían hacer los daimons, esos demonios tan comunes entre los griegos antiguos. En medio de dos poderosas fuerzas en pugna, el instinto de vida y el tánatos, Bigelow ha decidido exponer el resplandor insondable de una tercera fuerza (con menos prensa que las otras) que sus películas anteriores no dejaban de insinuar pero que acaso no terminaban de delinear del todo. Pero resulta que ese impulso feroz es un misterio, no cabe en ningún discurso bienpensante, no se deja denominar como no sea con el mote de locura. Que el más eficaz de los soldados norteamericanos destacados en Irak esté poseído en su película por ese espíritu insensato podría ser una muestra nada desdeñable de la secreta sofisticación de Bigelow como cineasta.