Vincere

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Bajo el signo del melodrama

A partir de una tragedia desencadenada por el amour fou, Bellocchio, a la manera de un cine italiano que se creía perdido, articula magistralmente un discurso en el que se van enhebrando distintos niveles de análisis: psicológico, político y social.

Es una injusticia que el cine de Marco Bellocchio esté casi olvidado en Argentina, donde su última película estrenada en salas comerciales fue La nodriza, casi una década atrás. Contemporáneo de Bernardo Bertolucci, a partir de mediados de los años ’60 ambos fueron líderes de una revolución en el cine italiano moderno que luego de los Fellini, Antonioni y Visconti llegó para aportar una visión aún más compleja y dinámica de la realidad, influidos por la nouvelle vague en general y por Jean-Luc Godard en particular. Prolíficos ambos, sus respectivas carreras fueron dando múltiples giros a lo largo de estas décadas, pero ahora se viene a confirmar que quizá Bellocchio fue de los dos el más consecuente con sus ideas, el más riguroso y actualmente quien está todavía en magnífica forma, a diferencia de Bertolucci, que ha ralentado mucho su producción al mismo tiempo que parece haber perdido su rumbo artístico. Con Vincere (el título alude a una palabra-eslogan del fascismo), Bellocchio confirma esa diferencia, entrega su mejor film en muchos años –y eso que L’ora di religione e Il regista di matrimoni, presentadas en Cannes 2002 y 2006, eran estupendas– y propone una tragedia desencadenada por el amour fou, esa pasión amorosa que impide ver cualquier otra realidad que no sea la de su oscuro objeto del deseo.

Vincere exhuma una historia que debió ser famosa, pero que hasta hace muy poco tiempo era casi desconocida en Italia: la de Ida Dalser, amante de Benito Mussolini, madre del primogénito del futuro Duce, que cuando logró ascender al poder la apartó brutalmente de su vida, lo mismo que a su hijo. Ida conoció a Mussolini hacia 1914, cuando éste era aún un ardiente militante del socialismo, antimonárquico y anticlerical. Ella quedó inmediatamente flechada no sólo por su personalidad, sino también por sus ideas y le entregó inmediatamente todo: no sólo su cuerpo, sino además sus ahorros –tenía en Milán una próspera casa de modas, que vendió de apuro– para que Mussolini pudiera fundar Il Popolo d’Italia, el periódico con el que pavimentaría su ascenso al poder. Pero una vez en la cima, Mussolini no sólo la abandonó, sino que hizo todo lo posible por borrar su existencia y la del hijo que tuvieron en común, al punto de que ambos murieron en respectivos manicomios, durante el régimen fascista.

A la manera de un cine italiano que se creía perdido, Bellocchio articula magistralmente un discurso en el que se van enhebrando distintos niveles de análisis: psicológico, político, social. La locura latente que anida agazapada en la normalidad ha sido siempre una constante en el cine de Bellocchio y aquí alcanza una suerte de éxtasis, porque hace de Ida (estupenda Giovanna Mezzogiorno) una heroína trágica a la manera de las divas italianas del cine mudo. De hecho, Vincere dialoga de manera permanente con el cine de la época, porque cuando Ida es apartada de la vida de Mussolini –a quien continúa amando ciegamente, mientras no deja de reclamar por sus derechos– lo sigue viendo a través de su imagen en los noticieros oficiales.

Bellocchio prodiga más de una escena de bravura en Vincere y esos momentos privilegiados transcurren siempre en una sala oscura, con las imágenes parpadeantes iluminando como rayos la platea, donde se dirime una historia que es a la vez personal y colectiva. Como esa iglesia convertida en enfermería, en la que los heridos de guerra –entre ellos Mussolini– ven proyectadas en la cúpula, bajo la protección de la cruz, imágenes de un film mudo sobre la Pasión de Cristo, mientras en el suelo Ida pelea por su hombre con Rachelle, la esposa oficialmente reconocida.

Hay en Vincere una dimensión grandiosa, absolutamente operística, verdiana (resuenan los ecos de Aída) que hacen del nuevo film de Bellocchio una obra magistral, de una rara envergadura, capaz de profundizar en un momento crítico de la historia italiana y, con gran inteligencia, producir a partir de esa inmersión un reflejo, una reflexión sobre la Italia berlusconiana de hoy.