Vicio propio

Crítica de Manuel Yáñez Murillo - Otros Cines

Adiós a las utopías

Leí Inherent Vice (Vicio propio en la Argentina) en 2011, empujado por los rumores acerca de una posible transposición de la novela de Thomas Pynchon por parte de Paul Thomas Anderson. Por entonces, me encontraba realizando una investigación sobre el cine de Richard Linklater para un libro que no llegué a escribir. Durante meses, todo lo que leí o visioné, tuviese o no relación directa con la obra de Linklater, terminaba dirigiéndome hacia alguna película del realizador texano. Fue así como la lectura del siguiente pasaje de la novela de Pynchon me condujo directamente al universo de A Scanner Darkly (Una mirada a la oscuridad), la magnífica adaptación que realizó Linklater, en animación rotoscopiada, de la novela homónima de Philip K. Dick:

“Si cuanto había existido en esta prerrevolución soñada estaba condenado, de hecho, a terminar, y si el pérfido mundo movido por el dinero acabaría reafirmando su control sobre todas esas vidas, que se creía con derecho a tocar, sobar e importunar, serían agentes como éstos, sumisos y silenciosos, los encargados del trabajo sucio, quienes se ocuparían de que así ocurriese”.

Más allá del cúmulo de excéntricos personajes, giros imprevisibles y referencias a la cultura pop, Inherent Vice, de Pynchon, meditaba sobre la infiltración de los tentáculos del poder en el seno de la contracultura norteamericana de los años ‘60 –la novela transcurría entre finales de los '60 y principios de los '70–. Una reflexión vestida de testimonio confuso y alucinado, humorístico y fatalista, del ocaso de los sueños de libertad del hippismo.

Inherent Vice, de P.T. Anderson, recupera ese tema central de la novela de Pynchon y lo sitúa en el trasfondo de una hilarante historia detectivesca en la que confluyen amoríos fatales, misterios que conducen a nuevos misterios, y una retahíla de figuras que componen un tupido mapa socio-cultural de una época y un lugar: policías adeptos a quebrantar los derechos civiles, hippies contratados por el Servicio Secreto para infiltrarse en movimientos contraculturales, juventudes nixonianas, hermandades arias, el recuerdo de los asesinatos de Charles Manson…

Todo bien empaquetado en un relato más bien críptico que parece al mismo tiempo un viaje en montaña rusa y una travesía por el desierto. Cada giro de la trama resulta imprevisible –lo que, en cierto modo, acelera la acción–, pero cada episodio se despliega morosamente, con la cámara de Anderson –controlada por Robert Elswit, director de fotografía de Magnolia y Petróleo sangriento– formulando largos planos de acercamiento a personajes que mantienen conversaciones que parecen no ir a ningún lado. De hecho, si algo me ha sorprendido de las numerosas críticas que se han escrito sobre Inherent Vice, es la ausencia de toda referencia a La Maman et la Putain, la gran película de Jean Eustache sobre la resaca del Mayo del 68 francés.

Si The Master, la anterior película de Anderson, arrancaba con la imagen de unas aguas arremolinadas en la estela de un buque –casi el diagrama perfecto para una película empeñada en surcar las espirales mentales de su protagonista–, Inherent Vice comienza con una imagen del mar tomada desde la costa, con el oleaje golpeando cadenciosa e implacablemente la playa. Y así es como funciona esta fiel y fascinante adaptación de la novela de Pynchon: como un oleaje que va borrando, a cada golpe de mar, a cada giro argumental, los surcos del relato.

En este sentido, Inherent Vice puede considerarse un film casi radical, una deliciosa anomalía en el seno del cine industrial norteamericano (vale la pena recordar que la película está producida por Warner Bros.). Recuerdo muy pocas películas estadounidenses recientes que hayan apostado de una forma tan deliberada por romper una y otra vez todo atisbo de lógica causal (la tetralogía de la muerte de Gus Van Sant podría ser el precedente más cercano).

Numerosos críticos han relacionado Inherent Vice con The Long Goodbye (Un adiós peligroso), de Robert Altman o El gran Lebowski, de los hermanos Coen; sin embargo, el film de Anderson es mucho más arriesgado en su proceder caótico y susurrante. Llegado un momento –por ejemplo, aquel en el que se nos muestra a "Bigfoot" Bjornsen (Josh Brolin) pateando una y otra vez, a cámara lenta, a "Doc" Sportello (Joaquin Phoenix)– el espectador debe asumir que “la historia” de Inherent Vice es lo de menos. La trama detectivesca funciona como una especie de gran Macguffin que Anderson utiliza para observar un universo bello y decadente en el que una serie de criaturas risibles y entrañables intentan prolongar un imposible sueño de lisergia hedonista.

Y, claro, la criatura más fascinante del rebaño es el “Doc” Sportello interpretado por Phoenix: una versión algo infantilizada, alelada y condenadamente romántica del Philip Marlowe chandleriano. De entre las muchas píldoras de genio extravagante que pone en juego Phoenix, me quedo con la sutil dosis de ridícula vanidad con la que Sportello agita la cabeza para poner en su lugar su descuidada melena; un gesto que, por otra parte, me hace pensar en lo fantástico que habría estado Robert Downey Jr. –la primera elección de Anderson– en la piel de Sportello.

Pero si hay una figura que caracteriza el halo melancólico y la audacia de Inherent Vice esa es la narradora del film, encarnada por la cantautora e intérprete de arpa Joanna Newsom, miembro de la escena del folk psicodélico contemporáneo. La primera singularidad de esta narradora –con la que Anderson feminiza la voz literaria de Pynchon– es que aparece y desaparece del relato de formas imprevistas. Además de escuchar su melosa voz (en off), la vemos surgir en pantalla como una médium tocada por visiones astrológicas. En una escena particularmente intrigante, Newsom se materializa en el coche de Sportello y diserta sobre el crepúsculo de la vieja California a manos de la avaricia inmobiliaria, para luego desaparecer súbitamente en lo que parece un simple contraplano. Newson bascula entre los roles de “narradora omnisciente” y “narradora observadora”, de forma parecida a como lo hacía Ricky Jay en Magnolia, aunque el golpe maestro está en los tiempos verbales que emplea Newson en su narración: un pretérito a veces perfecto y a veces imperfecto que derrama sobre el relato un torrente de melancolía. Una estrategia que remite lejana pero locuazmente al atrevido trabajo con la voz en off que llevó a cabo Hou Hsiao-hsien en la magistral Millennium Mambo.

Es a través de las palabras de Newson –así como de la gestualidad crecientemente errática de un sensacional Josh Brolin en la piel del policía “Bigfoot” Bjornsen– que Anderson se permite las mayores licencias respecto al texto de Pynchon. Como cuando, en una de las cimas poéticas del film, la voz en off de Newson nos invita a confiar que “este barco bendito llegue a mejor puerto y sea redimido allí donde el destino de América fracasó y transpiró”.