Vicio propio

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Un detective suelto en la Era de Acuario

Paul Thomas Anderson estuvo nominado al Oscar por “Petróleo sangriento”, y se tomó cinco años hasta estrenar su siguiente filme, la sinuosa “The Master”, donde inició sociedad con Joaquin Phoenix (y de paso cargaba de forma semidirecta contra la Cienciología, el culto de Tom Cruise y John Travolta, entre tantas estrellas). En ese mismo año, 2012, Thomas Pynchon lanzó “Inherent Vice”, una novela extraña, destinada a encontrarse con esa veta sinuosa de Anderson: sinuosa y vintage, como en los tiempos de “Boogie Nights”.

A Pynchon se le había ocurrido un policial negro ambientado en Los Ángeles pero en el año ‘70: son las postrimerías de la Era de Acuario, y los tiempos del amor libre, las drogas y el hippismo demoran en esas playas su partida, mientras que la sombra de Ronald Reagan levanta vuelo desde la gobernación del Estado.

Matrices cruzadas

¿Cómo podría el director negarse a esa materia prima? Hollywood siempre amó los policiales negros surgidos en su propio terreno: de “Sunset Boulevard” a “Los Ángeles al desnudo”, pasando por “Barrio Chino” y “La Dalia Negra”. Probablemente en ningún lugar como la metrópolis californiana se cruzan el show business, la política, la mafia y los vicios.

Y la marca del noir está en los nombres memorables de algunas damas: ¿cómo va a aspirar a algo un personaje llamado Penny Kimball (la siempre elegante Reese Witherspoon), cuando su rival en el corazón del protagonista se llama Shasta Fay Hepworth (adorable y seductora Katherine Waterston)? ¿Cómo no va a narrar la historia una cuasividente llamada Sortilège (la revelación de Joanna Newsom)? ¿Cómo el “PI” no va tener una secretaria llamada Petunia Leeway (simpática Maya Rudolph, esposa del realizador), o cruzarte con una niña inolvidable llamada Japonica Fenway (la vistosa Sasha Pieterse)?

Pero acá el vicio parte del título (que en el original hace referencia a un término del derecho marítimo: algo que el seguro no cubre por las características de la carga). Las situaciones más inverosímiles están veladas por el humo de la marihuana, así que a lo accidentado de la trama (¿cómo funciona la mente de un detective fumado?) se le suman situaciones y tonos propios del humor de Judd Apatow y sus amigos y seguidores: quizá la presencia de Owen Wilson sea un link con eso (Scorsese puso a Seth Rogen en “El lobo del Wall Street” un poco por lo mismo).

¿Pero qué mayor homenaje a “Sunset Boulevard” hubo que “Mulholland Drive” de David Lynch? Algunos quisieron ver elementos alucinatorios u oníricos en “Vicio propio”, pero desde el vamos se destaca que Doc no consume heroína ni cosas raras. Lo que sí puede haber es cierta carga de elementos inverosímiles mezclada con objetos recurrentes: las tarjetas de crédito o los collares van dejando otro camino de rastros a seguir.

Peripecias

Pero el lector se dará cuenta de que no hemos hablado mucho de la historia. Es que tratar de resumir al menos una parte sería imposible. El comienzo es de manual: la ex novia del investigador viene a buscarlo para pedirle ayuda, mientras la mutua amiga funge de narradora en off. Shasta Fay luce diferente a sus tiempos hippies, puesto que ha devenido amante de un rico emprendedor inmobiliario, vinculado con motoqueros racistas (son tanto los tiempos de los Hell’s Angels como del Clan Manson, por cierto) y sabe que la esposa de éste y un amante planean sacarlo del medio para quedarse con todo.

Cuando desaparezca tanto la chica como el magnate, Larry “Doc” Sportello (tal el nombre del héroe: un eficiente Joaquin Phoenix de patillas a lo Wolverine) empezará a buscar puntas de un caso que aparecen aquí y allá, involucrando al FBI y al Colmillo Dorado, un misterioso cartel que aúna la droga, las “reparaciones” y la recuperación.

En el medio, personajes peculiares como el detective de la Policía Christian “Pie Grande” Bjornsen (el archienemigo de Doc, en manos de un lucido Josh Brolin), el abogado Sauncho Smilax (Benicio del Toro, de taquito) o el dentista Rudy Blatnoyd (alocado Martin Short), que complican al espectador al punto de que algunos abandonan la sala durante la proyección, algo azorados por la “falta de formato” y las idas y vueltas de la trama. Quizás la mejor actitud para verla sea reclinarse con cara de asombro como el fumado detective, esperando que cada recoveco nos traiga una nueva información, disfrutando del encuentro de cada situación o personaje.

Tiempos dorados

La fotografía de Robert Elswit busca poner el tono justo entre la soleada California y su vida nocturna de carteles de neón y neblinas oceánicas. La música de Jonny Greenwood coopera con las canciones de época para transportarnos a esa bisagra en la cultura estadounidense, algo que muy bien hace el equipo encabezado por el diseñador de producción David Crank (dirección de arte de Ruth De Jong, decoración de set de Amy Wells y vestuario por Mark Bridges): siempre tiene alguna trampa animar tiempos pasados pero recientes.

En definitiva: una película para dejarse llevar, para encontrarse con los resabios de una era dorada, tan dorada como la piel de una chica sin corpiño en una playa de California, cuando el mundo era menos cínico.