Una serena pasión

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Independencia y frustración

A lo largo de los años poco ha cambiado el subgénero de los dramas históricos desde que Stanley Kubrick revolucionase su estructura y disposición discursiva con Barry Lyndon (1975), en esencia gracias a aquel glorioso realismo descarnado de cadencia preciosista, por lo que cada nuevo exponente recupera un puñado -o todos- los elementos que el norteamericano fijó en su momento. Ahora es el turno de Terence Davies, un realizador que se pasó toda su carrera entregando películas apenas correctas y no mucho más, quien en esta oportunidad nos regala un pantallazo por los Estados Unidos del siglo XIX en general y por la vida de Emily Dickinson en particular, sin dudas la gran poetisa del país del norte, prácticamente a la par de gigantes del rubro como Edgar Allan Poe y Walt Whitman. Aquí el director respeta al pie de la letra el “canon Kubrick” pero sin aquella potencia dramática.

Dicho de otro modo, Una Serena Pasión (A Quiet Passion, 2016) es otro trabajo potable de Davies, un británico que bajo la excusa del famoso encierro de Dickinson durante gran parte de su existencia se engolosina a más no poder con una colección de tomas suntuosas de la casa familiar de la mujer en el pueblo de Amherst, en el Estado de Massachusetts, lo que deriva en un retrato glacial de la alta burguesía que podría haber sido mucho mejor si el cineasta no hubiese decidido -desde el vamos- combinar la fotografía refinada con la impostación teatral en cuanto a los diálogos, el desarrollo, las actuaciones del elenco y la puesta en escena. A decir verdad, en el film lo que queda de Kubrick es una versión destilada del armazón formal y poco de esa pasión que promete el título y el mismo tópico, Dickinson, porque Davies asimismo intenta emular los dramas elegantes de James Ivory.

Por suerte las compensaciones para este estado de cosas son numerosas y abarcan la sutil perspicacia de los intercambios entre la protagonista (interpretada por Emma Bell en su juventud y por Cynthia Nixon en su adultez) con sus familiares y amigos, el entramado de conflictos -mayormente ficticios y/ o imaginados por Davies, aquí también guionista del convite- en el núcleo del clan, la innegable belleza en sí de muchos de los planos del hogar donde transcurre casi toda la acción, y finalmente los mismos poemas de Dickinson, los cuales son insertados en voice over con pretensiones más cercanas a la contemplación estética que al comentario de las situaciones que presenta el relato. En lo que respecta a este último punto, la historia nos pasea por el fervor religioso de su padre, la depresión de su madre, las vicisitudes de sus dos hermanos y algún que otro amor oculto no correspondido.

Durante buena parte del metraje la perspectiva distante y en perpetua pose de Davies, cuyas mejores obras continúan siendo The Long Day Closes (1992) y The House of Mirth (2000), resulta exitosa por la sencilla razón de que le es funcional al retrato -entre irónico y francamente amargo- que propone en torno a la figura protagónica, una Dickinson que va experimentando una transformación progresiva desde la rebelión de sus primeros años, pasando por las frustraciones alrededor del muy poco reconocimiento profesional que disfrutó en su época, hasta su período final de ostracismo y muerte debido a la enfermedad de Bright. En este sentido, la película debe ser leída como el calvario personal de la poetisa en su búsqueda de construir -y luego defender a uñas y dientes- una independencia ajena a los ideales protestantes y al conformismo de la mayoría de las mujeres de aquellos años…