Una pastelería en Tokio

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

Nunca había probado las donas y menos las había combinado con café hasta que vi la serie Twin Peaks. Después de ver Una pastelería en Tokio, seguramente no pare hasta conseguir unos dorayakis (pequeños panqueques rellenos con una pasta de frijol, “el alma” de esas delicias). El cine también nos ofrece el placer gastronómico. Sin embargo, la película de Naomi Kawase es eso y mucho más.

En el mundo de la directora japonesa conviven sin problema alguno los detalles urbanos con los naturales. Al principio, seguimos con planos cerrados a Sentaro, el hombre encargado de la pastelería en cuestión. Los sonidos de los pasos en la escalera transmiten el peso de su existencia y la rutina de un negocio a mitad de camino, sumido en la repetición de actos autómatas. A continuación, la imagen de cables sobre las paredes y de techos, da lugar al espacio público callejero, al ruido de los trenes y a una anciana que respira el aire de los cerezos floridos. En ese registro del presente en el que los personajes van ocupando el espacio, Kawase filma sus pasos, los acompaña hasta el encuentro. El otro vértice del triángulo es una joven estudiante llamada Wakana cuya madre no parece conectarse con ella. Entonces la pastelería será el punto de encuentro de las tres generaciones, sobre todo cuando la entrañable Tokue, una anciana de 76 años con una receta infalible, empiece a trabajar allí y el negocio crezca de manera descomunal. Pero, como en la vida, los buenos momentos son fugaces. La gente se entera de que Tokue ha estado confinada durante años a causa de la lepra y las cosas cambian.

Más allá del argumento, enmarcado dentro de un modo narrativo más bien clásico, hay varias aristas destacables. La primera radica en el culto a las sensaciones que la película promueve. No solo se ve; además, se escucha y se saborea. Hay una dedicación consagrada a mantener la ilusión de que asistimos realmente a la preparación de la pasta en cuestión, como si se revivieran siglos de conocimiento culinario ancestral. Toda la secuencia en la que Tokue le enseña a Sentaro a prepararla es un prodigio sostenido sobre los pilares del amor y de la dedicación, los mismos que Kawase vuelca en sus criaturas. Eso es lo que importa y para ello se necesita tiempo.

Por otro lado, el personaje de la anciana es otro de los hallazgos. Su carácter entrañable recuerda al de aquellas mujeres de Mother (Bong Joon-ho) o de Poetry (Lee Chang-dong), descomunales, donde el saber autónomo se fusiona con el dolor de experiencias inesperadas. Tokue es un personaje increíble, capaz de establecer un vínculo secreto con la naturaleza, de saludar a los árboles, de escuchar el sonido de los frijoles, de absorber el aroma de los cerezos. No es un don mezquino, todo lo contrario. Se transformará en un legado para los otros personajes. La importancia que le dedica a sus sentidos es proporcional al que Kawase utiliza para mostrar bajo una nitidez galopante segmentos de la realidad suspendidos en el tiempo, con su acostumbrado sentido de la belleza ya presente en sus trabajos anteriores. Porque no solo de las acciones humanas surgen los relatos. La naturaleza también tiene historias para contar.

Por último, hay una sensación de presente continuo que se transmite desde el comienzo. La misma transparencia de los personajes es rasgo inherente de un cine que no oculta doble sentidos y apuesta por una nitidez que invita a descubrir las marcas del pasado en los rostros y los cuerpos antes que en las explicaciones. En esa horizontalidad ensanchada de la pantalla, lo que se ve es lo que hay. En uno está perderse y soñar con la herencia de tipos como Ozu, maestro al que invoca Kawase sin rubor. Tal vez, cierto tufillo New Age entorpezca hacia el final el camino trazado, pero no es impedimento para disfrutar del universo de una directora siempre a considerar.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant