Un zoológico en casa

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

El rock es mi forma de ser

El signo distintivo del director Cameron Crowe es el rock. Esa palabra figura de manera destacada en su escudo de armas, la lleva pegada en el pecho para que el mundo sepa, de un solo golpe, con qué bueyes ara el hombre. A veces, en su cine el rock es una contraseña y una marca genética, como el plano de Vanilla Sky que se congela y termina calcando la tapa del disco The Freewheelin´ Bob Dylan; o la frase “does anybody remember laughter?” que alguien grita al pasar en Casi famosos, sacada del disco en vivo de Led Zeppelin The Song Remains The Same. En muchas ocasiones resulta ser el modo en el que sus protagonistas se paran frente a lo que los rodea y se protegen y preservan del miedo y el dolor: “Guau, así que te pusieron Dylan por Bob Dylan”, le dice una chica deslumbrada al chico más introvertido y más visiblemente desprotegido de la familia que acaba de mudarse al pueblo, nada menos que para comprar un zoológico a punto de ser rematado. Después resulta ser mentira, pero que en el siglo veintiuno un adolescente quiera impresionar a una chica de doce o trece años diciéndole que su nombre viene de Bob Dylan lamentablemente solo suena creíble en el entrañable contexto cultural de las películas de Crowe.

Cameron Crowe es un realizador bastante vulgar que encuentra siempre un instante de gracia particular uniendo con inusual precisión el encuadre con el comentario musical. Sus guiones pueden exhibir una escritura deshilachada y poco convincente; sus actores no siempre dan la talla y a menudo sus historias se ven amenazadas por una sombra de sensiblería y flojera. Sin embargo, la fuerza genuina del elemento más o menos autobiográfico consigue imponerse en sus mejores películas con una autoridad y una categoría de raro esplendor. El plano que en Casi famosos se acerca en ralenti al rostro de Patrick Fugit, mientras un delicioso puñado de ociosas groupies adolescentes bailotea a su alrededor con la intención declarada de arrojarse sobre él para desvirgarlo, podría ser un buen ejemplo de cierta cualidad empática que el director sabe encontrar para describir un universo de manera sintética y emocionalmente coherente. El chico ingresa en el mundo adulto y se enfrenta a su complejidad; el chico encuentra una familia propia, las chicas están casi siempre solas, dobladas bajo un aburrimiento y una insatisfacción que constituyen la cara menos glamorosa del rock como montaje del mundo del espectáculo. Crowe suele hacer movimientos parecidos para indicar que algún personaje siente que atraviesa un momento definitivo en su vida, y su cine tiene muchos de esos momentos, como si sus películas fueran a veces una sucesión de escenas en apariencia sin mayor importancia pero que preparan silenciosamente al espectador para hacerlo compartir con los protagonistas esas especies de tomas de conciencia cruciales.

En Un zoológico en casa se trata, como tantas veces en sus películas, de dejar una vida atrás para empezar otra, entrar en una dimensión diferente en la que las heridas apenas restañadas siguen repiqueteando como imágenes que tiemblan, ecos secretos que se esparcen por el ánimo de los personajes moldeando de algún modo sus conductas. Un joven periodista acaba de perder a su mujer y decide partir con sus dos hijos del pueblo donde han pasado toda su vida en común y en el que cada rincón le trae un recuerdo de la esposa desaparecida. El hombre compra una propiedad enorme a un precio misteriosamente conveniente que al final resulta ser un zoológico venido abajo, con animales y todo. El padre y la niña pequeña rebalsan de entusiasmo pero el chico adolescente no las tiene todas consigo. El estupor y la tristeza implacable del personaje parecen retomar parte del aire autobiográfico de Casi famosos, incluyendo un atisbo de romance en el que la mujer es más sabia y con mayor iniciativa que el varón. La presencia en un papel lateral del actor Patrick Fugit, del que prácticamente no se sabía nada desde aquella película, viene a reforzar ese leve rasgo de familia.

Algunas aperturas de las películas del director anuncian una fluidez y una fuerza que después no se cumplen del todo, y cierta porción importante de su cine resulta por momentos una descorazonadora seguidilla de promesas truncas, como en Todo sucede en Elizabethtown, donde solo la perfecta selección de canciones consigue darle (y no siempre) una estructura emocional potente y cohesionada. En Un zoológico en casa el rockófilo consumado que es Crowe –hay que recordar su pasado como cronista musical en la revista Rolling Stone– disminuye bastante su propensión a meter canciones por todos lados. En cambio, quizá como nunca antes, se dedica a observar bien de cerca el drama de los protagonistas, se vuelve íntimo en un espacio abierto. Pero no hace un drama sino una comedia tristona, una cosa ligera y aireada que oscila entre la película de familia y la fábula del pionero que debe vencer un obstáculo tras otro para afirmarse como ser humano y conquistar una cierta tranquilidad de espíritu. La conclusión de Crowe es que el dolor nunca queda del todo en el pasado y debe ser integrado y reconducido en el presente. La película trae el costado más ñoño y a la vez más gentil de Crowe, está hecha con los sentimientos a flor de piel y el director debe recurrir a toda su capacidad de maniobra para que las cosas no se descalabren en un arranque de lágrimas y conmiseración.

El triunfo sorprendente de Un zoológico en casa consiste en saber disminuir la tensión, administrando la emotividad mediante el acto de intercalar breves toques humorísticos, cortando cada secuencia en el momento justo con la aplicación de un golpe de rock para el comienzo de la siguiente (nótese que Crowe nunca usa una canción para los momentos lacrimógenos y reserva su uso para trasmitir alguna clase de vitalidad, aunque se una vitalidad teñida de un sentimiento melancólico) o deslizándose con infrecuente placidez por planos desbordantes de aire y de luz. En una escena notable, Matt Damon queda cara a cara con un oso peligrosísimo que acaba de escaparse y anda suelto por ahí. Crowe no humaniza al oso pero consigue que las dos figuras se encuentren en un punto común de extraña comprensión y empatía: son dos bestias sorprendidas que se miran en el paisaje agreste, cada una con su química interna desbordada en un rapto de parálisis mutua. Afortunadamente casi nadie se toma muy en serio a Crowe y así él puede montar escenas disparatadas como esa y seguir haciendo con toda tranquilidad estas pequeñas obras llenas de fervor por la cultura popular, que destilan amor y respeto por la vida en general y una sincera preocupación por la suerte de nuestros semejantes.