Un vecino gruñón

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Un vecino gruñón", el largo adiós a la misantropía

El actor es ideal para el papel: desde el primer minuto puede apreciarse cierta humanidad oculta detrás de la máscara de amargura, desprecio y odio a todo el mundo.

Había una vez una novela escrita por el sueco Fredrik Backman, Un hombre llamado Ove, la historia de un anciano misántropo y cascarrabias a quien los residentes del barrio llaman “el vecino amargo que vino del infierno”. El éxito del libro se elevó hasta la estratósfera gracias a la primera adaptación cinematográfica, producida en Suecia con guion y dirección de Hannes Holm, que llegó a ser una de las cinco nominadas a los premios Oscar en la categoría de habla no inglesa del año 2015. Sobre ella escribió en estas páginas el crítico Juan Pablo Cinelli: “Holm parece empecinado en darle a Ove (y a cada espectador) una lección de vida en la que el dolor es siempre el camino por el que el personaje es obligado a transitar”. Material ideal para una típica remake hollywoodense. Y así fue, nomás: Ove muta en Otto, el actor Rolf Lassgård en Tom Hanks y el tranquilo vecindario sueco en una apacible calle suburbana de los Estados Unidos, pero las bases, recorridos y destino final de A Man Called Otto (Un vecino gruñón en el mercado local, título genérico si los hay) son esencialmente los mismos.

Dice la leyenda que Tom Hanks quedó prendado de la historia y no es casual que su nombre aparezca en el doble rol de protagonista y productor del proyecto. El actor es ideal para el papel: desde el primer minuto puede apreciarse cierta humanidad oculta detrás de la máscara de amargura, desprecio y odio a todo el mundo. Tan desagradable es Otto que, siguiendo la máxima de que el cliente siempre tiene la razón, es capaz de armar flor de lío en un local por una diferencia de apenas 33 centavos. Que la soga que acaba de comprar tenga como destino su propio cuello es otra cuestión. Resulta claro que la muerte reciente de su esposa lo tiene a mal traer, cosa que los flashbacks –iluminados como una publicidad de los años 80 de algún perfume o desodorante y protagonizados por el hijo de la estrella, Truman Hanks– dejan en claro una y otra vez. Pero el intento de suicidio, el primero de varios, como ocurría en el film original, no llega a buen puerto. Algo o alguien, tal vez el Destino con mayúscula, quiere que Otto siga viviendo.

Luego de la mudanza de una familia de inmigrantes “latinos” justo enfrente de su casa, la soledad del protagonista, la hosquedad sempiterna y los planes para acabar con su vida comienzan a desbaratarse, horadando de a poco esa coraza aparentemente indestructible. Así barajadas las cartas, la previsible historia se encamina sin apuro (son 126 minutos de metraje) a un tercer acto en el cual Otto verá nuevamente la luz de la bondad y la esperanza. Amenizando la espera hasta esa instancia, el guion incluye una moneda de plata que hace las veces de memento mori, un gatito callejero esperando un nuevo dueño, un chico trans que termina de cumplir la cuota de diversidad y el clásico recurso de la empresa inmobiliaria dispuesta a quedarse con la vieja cuadra para un proyecto de renovación. Apenas sostenida por el talento del reparto, la rutina se apodera de Un vecino gruñón. Una pregunta queda flotando en al aire, sin embargo: ¿ese tipo se transformó en un ogro de un día para el otro o acaso el guion oculta que siempre fue un pesado de aquellos?