Un paraíso para los malditos

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Con cinco largometrajes en los últimos seis años, Alejandro Montiel se ha convertido en uno de los directores más prolíficos del cine argentino. Luego de Las hermanas L , 8 semanas , Chapadmalal y Extraños en la noche , el aquí también guionista sorprende con una combinación entre el thriller psicológico y el drama familiar que -si bien no resulta del todo convincente- tiene bastantes más hallazgos que carencias.

El protagonista absoluto y héroe trágico del film -que arranca como una reversión de La ventana indiscreta , de Alfred Hitchcock, luego apuesta por el noir seco, duro y opresivo con algunos elementos de western y se termina vinculando con Un oso rojo , de Israel Adrián Caetano- es Marcial (digna caracterización de Joaquín Furriel), un joven solitario y lacónico que ingresa a trabajar como sereno nocturno en un decadente depósito de elementos de limpieza ubicado en una sórdida zona del conurbano bonaerense. Desde lo alto de la fábrica semiabandonada observa a diario los excesos y abusos de un grupo de marginales, pero también a otros vecinos que van llamando su atención.

A los pocos minutos del relato descubriremos que Marcial es, en verdad, un asesino a sueldo, pero en uno de sus encargos descubre a un personaje del que se quedará prendado: un hombre postrado y con demencia senil (Alejandro Urdapilleta) al que empezará a cuidar y que se transformará en una suerte de padre sustituto. Con él y con su nueva pareja, Miriam (Maricel Álvarez), madre soltera de una niña llamada Ma-lena, conformarán una suerte de familia con un presente feliz, pero con muchas mentiras de por medio y cuentas pendientes que la amenazan.

Hasta aquí el planteo inicial de Un paraíso para los malditos , una película de impecable factura técnica (los aportes de la fotografía, del sonido y de la dirección de arte ayudan a construir climas muy logrados), pero que en su segunda mitad se vuelve más convencional y con un desenlace algo abrupto.

De todas maneras, en su película más madura y arriesgada, Montiel demuestra una mayor confianza en el poder evocador de su cine. En la primera parte del film casi no hay diálogos. Le alcanza con el rostro de Furriel y con una certeras y lúcidas observaciones para sumergirnos en el universo íntimo de un hombre casi sin vida al que le llegará -casi sin proponérselo- una segunda oportunidad. Y, con una identidad sustituta, hará todo lo posible por aprovecharla al máximo.