Un cuento de invierno

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

El amor en tiempos de caballos alados

La historia romántica entre un ocasional ladrón (Colin Farrell) y una joven que sufre una enfermedad (Jessica Frindlay) es acechada por un malvado encarnado por Russell Crowe, en un propuesta que incita a la risa.

Un amor en tres tiempos diferentes, el diablo en persona, uno de sus súbditos y un caballo que vuela a plena imitación del logo de la productora Tri-Star. Un director (in)competente en su ópera prima –luego de producir algunas actividades paranormales y títulos con Will Smith y Russell Crowe, presentes en las imágenes de Un cuento de invierno– regresa con un nuevo film serio postulante a integrar el listado de bochornos del cine de este año. La narración empieza en 1915, luego retrocede algo más de una década, vuelve a inicios del siglo XX y, finalmente, se ubica en la actualidad, siempre en Nueva York, para contar la historia de amor entre el efímero y ocasional ladrón Peter Lake (Colin Farrell, en versión aburrida y culposa) y Beverly Penn (Findlay), quien padece una enfermedad. Hay un malo malísimo que interpreta Crowe, quien busca afanosamente romper con ese vínculo que, ante un par de dudas y cavilaciones, decide consultarle el asunto al diablo que encarna Will Smith, a esta altura un actor más que indigerible.

Mucho dinero se invirtió en la producción y en los efectos especiales de Un cuento en invierno. Reconstrucción de época al mango, vestuario, escenografía, música atronadora durante casi todo el film, pero más que nada, un equino blanco que ayuda a Lake y emprende vuelo por la ciudad, en una lastimosa alegoría del mito de Perseo convertida en estética new age y transformada en publicidad de colchones de primera calidad. Pero no sólo eso: a la historia de amor aferrada a aforismos románticos que provocan vergüenza ajena, en la última parte se suman los personajes de Jennifer Connelly y su hija –también enfermita– que ocasionarán una imparable inflación de almíbar y cursilería. Eso sí, la propuesta es seria y solemne, pero el efecto es el contrario al buscado: más de una escena puede provocar la sonrisa, y por qué no, cierta estentórea carcajada. Mientras tanto, el caballito blanco y alado continuará su vuelo llevándose a los dos amantes desdichados, a pleno con su amor de más de un siglo, ahora sí, convertidos ambos en refulgentes estrellas. Sí, leyó bien.