Un amor

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Sentimientos atrapados en el tiempo

No abundan en el cine argentino de la generación posterior a la década de los noventa, registros tan sutiles de la emoción, como en el caso de Paula Hernández, una realizadora que no teme al sentimentalismo y lo manifiesta de una forma intimista, sin caer jamás en la grandilocuencia. Éste es el tercer largometraje, luego de “Herencia” y “Lluvia”, con los que mantiene estas características pero sumando una sensualidad más intensa. La película posee calidez y admirable naturalidad en escenas captadas con mucha espontaneidad, incluso las dos escenas de sexo que se incluyen, sin que esto implique una salida de tono.

La historia comienza con Lalo, Bruno y Lisa siendo adolescentes, a fines de los años setenta, en Victoria, Entre Ríos. La muchacha no es del pueblo, sino que viene con sus padres (profesores universitarios exiliados de Buenos Aires) y los jóvenes amigos se enamoran de la recién llegada, lo que los lleva a una serie de descubrimientos y transformaciones que tienen lugar en el transcurso de un verano. Ese breve tiempo, bruscamente interrumpido, resulta ser tan fuerte como para que treinta años después, aquellos adolescentes quieran volver a reencontrarse.

La línea narrativa oscila entre el presente y el pasado, para anclarse finalmente en esa vuelta, explorando los cambios externos en la vida de cada uno, develando los acontecimientos que los marcaron para siempre.

Aquella adolescencia apresurada

Una de las escenas más recordables del film es el conocimiento del trío en una tórrida atmósfera veraniega, donde los amigos buscan refrescarse con el agua de una manguera con la que -sin querer- mojan a Lisa, que en vez de enojarse se pone a jugar con ellos. El despertar de la sexualidad, presionado por los prejuicios, irrumpe también a borbotones, atrayendo y apartando a los protagonistas.

Los devenires de la historia se sostendrán sobre todo en el protagonismo femenino de la Lisa adulta, compuesta por Elena Roger (de enorme expresividad gestual) y su mismo personaje adolescente a cargo de Denise Groesman, cuyo desenfado verbal y actitudes recuerdan a la Inés Efron de “XXY” (no por casualidad la película se basa en un cuento de Sergio Bizzio que guionó también la película de Lucía Puenzo).

La faz expresiva de Elena Roger permite mostrarse en el ámbito del cine, en su debut cinematográfico con un papel de peso, muy bien acompañada por las reconocidas dotes actorales de Diego Peretti y Luis Ziembrowski.

Hernández supo sacar lo mejor de ellos y particularmente, de los personajes adolescentes (Agustín Pardella, Alan Daicz y Denise Groesman).

El tiempo recobrado

La búsqueda de raíces en los paisajes y hechos iniciáticos de la infancia y adolescencia (algo también buscado por otras películas recientes como “La Tigra”, “Chaco” o “Buenos Aires 100”), encuentran en Paula Hernández el más sólido referente desde la producción profesional y un sello estilístico distintivo en la composición de cada plano, los juegos de luz externa e interna, primeros planos, banda sonora extradiegética que no redunda sino que complementa los silencios y las emociones contenidas.

El reencuentro ofrecerá momentos para la alegría, la nostalgia y un dolor impotente. Historia de amor, sí, pero también de soledades como la letra nostálgica del olvidado Carlos Barocela “hay tanta adolescencia apresurada y tanta soledad arrepentida”, que busca aquellas pequeñas cosas que el tiempo agrandó en la ausencia.

“Es un milagro, el río nunca devuelve nada...”, le dice Lalo a Lisa en el pasado, cuando recupera una alianza perdida y regalada como símbolo de amor. Ese mismo magnífico río marrón, filmado en un registro que permite mostrar la maravilla de su magnitud y el laberinto verde de sus islas, es -no casualmente- elegido para cerrar las imágenes del presente, donde al final la amistad y el amor parecieran reencauzarse y ofrecer al corazón -como el río- un viaje de ida y vuelta.