Truman

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

La amistad, antes del adiós

En Truman somos testigos de una despedida, la más triste que pueda imaginarse. Nuestra mirada es la de Tomás (Javier Cámara), un profesor universitario que vive en Canadá y se prepara en el comienzo de la película, envuelto en un silencioso y gélido invierno que es todo un presagio, para viajar a Madrid e ir al encuentro de su viejo amigo del alma. Quien lo espera es Julián (Ricardo Darín), un actor argentino que después de años de pelearla encontró allí su lugar, el reconocimiento artístico y la compañía inseparable de un mastín, la mascota que le da título al film, también expuesto (a su modo y en silencio) al más doloroso de los adioses.

Durante ese tiempo que contemplamos a través de los ojos de Tomás sabemos que los dos asumen desde el vamos la certeza de lo inexorable. Pero a lo largo de ese breve camino descubrimos las decisiones, las dudas y las perplejidades de alguien que quiere dejar este mundo con la misma altura y vitalidad con la que eligió vivir, pero sin ostentaciones ni alharacas. Con una sensibilidad profunda para el detalle y la observación de conductas, Cesc Gay atraviesa del mejor modo la delgada línea que separa la genuina emoción del previsible golpe por debajo de la cintura al que siempre se expone quien se anima a contar este tipo de experiencias límite.

Entre todos los aciertos del diestro realizador, uno se impone sobre todos los demás: el talento para contar una desgarradora despedida desde la perspectiva de una amistad entrañable y profunda entre dos hombres. Todo lo que ellos sienten, imaginan y presienten se construye a través de silencios, miradas, balbuceos, pequeños impulsos y vacilaciones, con espacio para el llanto y también para el humor.

Lo que nos dice Truman es que la renuncia a la pelea por la vida resuelta por Julián es apenas aparente. Detrás de ese arrebato hay otras luchas (la búsqueda de un destino para la mascota es la más importante) que revelan la profunda humanidad de los protagonistas y la aceptación (nada mansa, por cierto) del destino. La película ofrece una sola certeza: nadie sabe muy bien cómo reaccionar frente a una situación como ésta. Cada vez que Julián se enfrenta a alguien (el productor de su obra teatral, el médico que lo trata, algún ex compañero de trabajo, su propio hijo) experimentamos, como Tomás, una paleta de incómodos estados de ánimo, del rechazo a la piedad, expuestos con austera, honesta y profunda humanidad.

Las interpretaciones son extraordinarias. Darín logra con asombrosa naturalidad que cada gesto y cada paso dado se correspondan con las decisiones de su personaje, sin concesión alguna al desborde, al énfasis ni a la sensibilidad recargada. Cámara (como todos nosotros) va construyendo y aceptando en silencio todas las explicaciones y deja que la angustia, el enojo y la resistencia a lo irreversible exploten en un personaje clave, el de la maravillosa Dolores Fonzi.