Tropa de héroes

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Celebración de las barras y estrellas

Hace poco, el crítico y director Nicolás Prividera publicó un texto en el sitio Conlosojosabiertos.com en el que señalaba al punto de vista como la principal razón de la fría recepción estadounidense de Detroit. “No se trata sólo de que los guardianes del orden son ahora los villanos, sino de que sus víctimas son aquí los héroes”, escribió el responsable de M y Tierra de los padres, para luego afirmar que lo que más molesta de la recreación de Kathryn Bigelow de los disturbios raciales y la represión policial en 1967 en esa ciudad es “que la crudeza ya no se aplica a los terroristas, sino que el trabajo represivo está exento de toda nobleza”. Como para corregir esa bienvenida subversión, Tropa de héroes advierte desde su título que se inscribe en el largo linaje de relatos en los que la valentía, el compañerismo, la nobleza y el amor por la patria, la familia, la libertad y la democracia vuelven a vestir uniforme. Y no cualquier uniforme, sino el verde fajina de las Fuerzas Especiales estadounidenses.

Pensada para la contemplación embelesada de Trump y Homero Simpson, Tropa de héroes tiene su principal problema no en su carácter patriotero –de ninguna película, per se, lo es–, sino en la tenacidad burda y subrayada para poner los elementos del relato al servicio de esa hipótesis, clausurando cualquier interpretación distinta a la de los guionistas. Acá los doce muchachos “fuertes” del título original se meten en el desierto afgano a dispararle a cualquier cosa con turbante porque ellos, la inmensa otredad que para Hollywood son los talibán, se lo buscaron poniendo una bomba en el Word Trade Center en 1993 y derribando las Torres Gemelas en 2001, tal como marca la secuencia de apertura. Tan malos son que, en un clásico ejemplo de la parte por el todo, el único “enemigo” que abre la boca lo hace para ordenar la ejecución de una mujer acusada de enseñarle a leer a una chica de ocho años. 

Las imágenes del 11-S son la mecha que enciende el motor beligerante del Capitán Mitch Nelson (Chris “Thor” Hemsworth), quien regresa a la base para ponerse al servicio del Tío Sam no sin antes prometerle a su familia que va a volver, como para que quede claro que aun matando se puede tener sentimientos. Eso sí, siempre y cuando uno sea rubio y de ojos claros, porque todo el resto en esta película merece morir. Instalado en Medio Oriente, junto a su grupo será el responsable de liderar la primera incursión militar destruyendo una reserva miliciana. Deberán ir a caballo, como en los viejos tiempos, porque los talibán, malos pero no estúpidos, eligieron un lugar de difícil acceso. El largo periplo será la excusa para esta road movie mechada con escenas de acción, nobleza obliga, filmadas con solvencia y claridad espacial. El resto es una celebración del poder de fuego norteamericano más obvia que la de la última ceremonia del Oscar, cuando entre tanto discursito progre a favor de las mujeres, los negros, los latinos y los dreamers la Academia coló un homenaje a las películas bélicas dedicado “a los hombres y mujeres de nuestras Fuerzas Armadas”.