Top Gun

Crítica de Julián Tonelli - Cinemarama

Estilo de época.

Pocas películas exhiben su ADN de blockbuster hollywoodense como Top Gun. Rodada con la colaboración de la Armada de Estados Unidos y estrenada en 1986, marcó el inicio de la sociedad productora Bruckheimer/Simpson y el definitivo ascenso al estrellato de Tom Cruise, el galán juvenil que en ese entonces ya había mostrado sus cualidades en películas como Negocios riesgosos. Fue también el mayor éxito en la carrera del director Tony Scott, quien sólo contaba con una película en su filmografía, la injustamente vapuleada El ansia, cuando su hermano Ridley ya se había despachado con dos obras maestras, Alien y Blade Runner. Es, en definitiva, un clásico de la cultura pop, un ícono a la altura de, por ejemplo, Volver al futuro, otra que fue reestrenada en los últimos meses. A diferencia de aquella, Top Gun no es una obra maestra, pero tiene lo suyo: un elenco sólido (Val Kilmer, Anthony Edwards, Kelly McGillis, Tom Skerrit y Michael Ironside, junto a futuras estrellas como Meg Ryan y Tim Robbins), una banda sonora de lujo típica de la época (Kenny Logins, Berlin, Cheap Trick, Loverboy) y unas espectaculares escenas en el aire. A fin de cuentas, el film de Scott marcó a toda una generación, convirtiéndose en un irresistible objeto de nostalgia.

La historia la conocemos de memoria: Pete “Maverick” Mitchell (Cruise) y su compinche Nick “Goose” Brad Shaw (Edwards) llegan a Top Gun, academia que alberga a los mejores pilotos de combate del mundo. Una vez allí Maverick se gana un rival casi tan bueno como él, Tom “Iceman” Kazansky (Kilmer), y se enamora de la instructora Charlotte “Charlie” Blackwood (McGillis). El relato transcurre entre el romance y las competencias de vuelo, hasta que sobre el final llega el verdadero desafío que, como todos sabemos, el protagonista logra sortear con éxito, demostrando así ser el mejor.

Más allá de todo esto, qué decir de Tom Cruise, personaje al que, a diferencia de muchos cinéfilos, encuentro fascinante. Para comprender la dimensión que tenía su nombre en la época de Top Gun no puedo evitar referirme a American Psycho, esa endemoniada novela de Bret Easton Ellis sobre los excesos de los años 80 que fue transpuesta al cine por Mary Harron y protagonizada por Christian Bale (por cierto, este mencionó a Cruise como su mayor objeto de inspiración para el papel). Recuerdo especialmente ese episodio del libro en el que Patrick Bateman se cruzaba con la joven estrella en un ascensor y le decía que le había encantado su actuación en “Bartender”, recibiendo una corrección como respuesta: rl nombre de la película era Cocktail. Editada en 1991, la novela de Ellis reconstruyó con un cinismo demoledor la época en que Cruise era Dios, por eso debió incluirlo en su glamoroso museo de íconos.

Con su sonrisa ganadora de dientes perfectos y su estampa arrogante, el joven ex seminarista de Syracuse con problemas de dislexia fue el héroe del firmamento hollywoodense en los opulentos Estados Unidos de Reagan y Bush, y Top Gun es la prueba más fehaciente de ello. Los años de gloria de la carrera del actor coincidieron con la última época esplendorosa del imperio americano, en la que ninguna conquista, ni militar ni cultural, parecía imposible. En la recesiva Norteamérica actual, como era de esperarse, su chapa no es la de antaño. Hasta lo tildan de loco por su pertenencia a la bizarra Iglesia de la Cientología. En todo caso, si los tiempos que corren llegaran a sentenciar su ocaso definitivo, no podría existir un final más poético para una estrella tan grande. Y Tom Cruise, indudablemente, lo fue.