Titanes del Pacífico: La Insurrección

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

UNA SECUELA DE ESTOS TIEMPOS

La secuela que es Titanes del Pacífico: la insurrección no deja de ser un cabal reflejo de los tiempos actuales, donde Hollywood piensa la mayoría de los proyectos en función de construir franquicias, aún cuando no haya una necesidad o expectativa de que eso finalmente suceda. Esta segunda entrega, por ejemplo, se concreta no porque haya un público que la pida o un éxito que la justifique, sino más que nada por la terquedad de los estudios involucrados, que además parecieran necesitar gastar dinero y/o rellenar calendarios.

En Titanes del Pacífico, Guillermo del Toro había construido un entretenimiento sumamente disfrutable –aún con sus deficiencias en el diseño de los personajes-, que se permitía desplegar superficies lúdicas e imaginativas, sin dejar de lado una lectura política que pasaba más que nada por el trabajo conjunto entre naciones y culturas en pos de enfrentarse a un enemigo común. Era un film donde se intuía la perspectiva entre adolescente e infantil de su realizador, pero también una mirada más adulta que reflexionaba sobre una época donde Oriente y Occidente comenzaban a encontrar puntos de encuentro, tanto desde lo económico como lo cultural. Y aunque hilvanaba un mundo -lleno de múltiples referencias a otras creaciones- con chances de mayor exploración a futuro, también funcionaba como un relato conclusivo, que contaba su propia historia autónoma. Distinto es el caso de esta secuela estrenada casi cinco años después.

Y es distinto desde la repetición, porque se nota demasiado que la premisa argumental de Titanes del Pacífico: la insurrección es más bien una excusa, en la que la nueva amenaza de los monstruos Kaiju surge a partir de una traición interna y los que deben enfrentarla es una nueva generación de pilotos Jaegers liderados por Jake Pentecost (John Boyega), el rebelde hijo del personaje de Idris Elba de la primera parte. Hay un indudable intento por parte del director y co-guionista Steven S. DeKnight por construir una dinámica grupal entre los protagonistas, indagando en las tensiones internas entre los individuos, los pasados traumáticos, las relaciones con los legados familiares, la búsqueda de identidades propias y las implicancias del liderazgo, pero rara vez trasciende la superficialidad o la conexión deliberada con su predecesora. Todo es bastante simplista, los cambios en los personajes se dan de manera demasiado abrupta y el carisma (que ya era un problema en la película original) brilla por su ausencia: a Boyega le pesa demasiado el protagónico y luce forzado en su papel, y el resto del reparto (con especial énfasis en el anodino Scott Eastwood) no aporta mucho.

Por eso es que Titanes del Pacífico: la insurrección solo alcanza un nivel decente de dinamismo y vigor cuando se zambulle en lo que el espectador espera, que son las secuencias de lucha entre los robots y monstruos. Ahí es donde la segunda parte ratifica una diferencia sustancial con la saga de Transformers: se entiende todo lo que pasa y hay un manejo más que acertado del espacio en relación con los objetos a partir del montaje. Pero eso es apenas cumplir con los estándares mínimos de lo que se podía esperar del film. Lo que imperan son los mecanismos de repetición, en una secuela forzada, que encima se muestra demasiado preocupada por dejar abierta la puerta para la concreción de una trilogía. Titanes del Pacífico: la insurrección es una representante pero también una víctima de estos tiempos, donde la voluntad por armar franquicias se impone a la creación de relatos que se sostengan por sí mismos.