Tinker Bell: El secreto de las hadas

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Con hermanita y ecológica

Los más chicos (chicas) la conocen como Tinker Bell, aunque para los de 15 años para arriba el hada que acompañaba a Peter Pan era Campanita. Cuestiones de marketing y globalización al margen (como la Rana René, que ahora se llama en todo el planeta Kermit), el hada bondadosa y curiosa regresa a la pantalla en su cuarta aventura, tras Tinker Bell (2008), El tesoro perdido (2009) y Hadas al rescate (2010).

En El secreto de las hadas la cosa es más o menos similar, ahora no debe congeniar con un hada rival, como en la película anterior, si no que Tinker se encuentra con su hermana, Periwinkle. Y si la explicación es que “Ambas nacimos de la misma risa”, no da para aclarar nada más.

Así, Tinker, de curiosa que es, quiere cruzar la frontera e ir al bosque del invierno, para encontrar al Guardalibros, una especie de Señor Escritor Bibliotecario. Viaja de polizonte en una canasta que lleva un búho y conoce a su hermana -“la mejor cosa perdida que jamás hayas hallado”, le dicen sus amigas-. En el frío el hada cálida (Tinker) debe cuidar sus alitas para no congelarse, porque está todo nevado. Su hermanita es el hada de la escarcha -es artesana y escarcha cosas- y juntas descubrirán que (ahí viene el mensaje ecologista) si se altera el equilibrio de las estaciones, no podría producirse más el polvo de hadas, que está en un árbol.

Ver El secreto de las hadas en 3D o en proyecciones normales no varía demasiado. La película de animación computarizada, con mucho cuchicheo entre las amiguitas hadas, tiene como principales destinatarias a las niñas de hasta 9 años, esa edad en la que todavía uno puede zambullirse en un cine con toda su ingenuidad. Que la disfruten.