Tabú

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Amor y melancolía

Rodado en esa textura del recuerdo que aporta la vieja película en 35mm, el corazón de Tabú es una emotiva evocación, que casi prescinde de diálogos pero no de bellas imágenes y palabras.

Como en Aquel querido mes de agosto, su film inmediatamente anterior, estrenado en la Argentina después de haber ganado el premio a la mejor película en el Bafici 2009, lo primero que impresiona de Tabú es su libertad. El nuevo film del gran director portugués Miguel Gomes está filmado íntegramente en blanco y negro, casi no tiene diálogos y su título remite de manera inequívoca al célebre clásico de 1931 del alemán Friedrich Wilhelm Murnau. Pero nada más lejos de la intención del director portugués que un mero homenaje o una reconstrucción del estilo del cine mudo. En todo caso, en un film esencialmente fantasmático como es este nuevo Tabú, el espíritu del film de Murnau –su espectro, se diría– está aquí de forma muy poderosa.

El tema, claro, es el mismo: el amor prohibido, exaltado por una naturaleza exuberante, pero condenado por el destino. Sin embargo, el orden y el contexto son completamente otros, nuevos, distintos. Después de un prólogo extraño y misterioso, rodado en Africa, que funciona a la manera de la obertura en una ópera, insinuando las líneas que luego desarrollará la película, la primera parte del Tabú de Gomes –también hay otro Tabú brasileño, como se descubrió en la retrospectiva que el Bafici le acaba de consagrar a Julio Bressane– comienza en Lisboa hoy en día.

En esa ciudad triste como sus fados, la cincuentona Pilar (Teresa Madruga, una de las actrices más reconocidas del cine portugués, recordada como la compañera de Bruno Ganz en Dans la ville blanche, de Alain Tanner) vive sola y dedica su tiempo a ayudar a los demás, particularmente a una vecina octogenaria, Aurora (¿Sunrise? ¿Otra alusión a Murnau?). A veces, Pilar tiene que ir a rescatar a Aurora al Casino de Estoril, cuando ésta se queda sin plata o sin su medicación. Este primer segmento se titula “Paraíso perdido”, porque en su grisor remite al tramo principal del film, un “Paraíso” que surgirá de recuerdos que ni siquiera son de Aurora, sino del hombre al que esa anciana alguna vez amó y que será el encargado de narrar esa pasión maldita.

Rodado en esa textura del recuerdo que aporta la vieja película en 35mm (hoy en vías de extinción), el corazón del film es una larga, emotiva evocación, que prescinde de diálogos pero no de palabras. Hay tanta belleza y melancolía en la voz en off de ese hombre como en las imágenes de Gomes y su fotógrafo Rui Poças, que registran la vida alegre y despreocupada de un grupo de lisboetas de la alta sociedad al pie de un imaginario monte Tabú, en plena decadencia del colonialismo portugués en Africa.

Que ese amor sincero pero condenado entre Aurora –una mujer por entonces no sólo casada sino también embarazada– y un seductor y bon vivant moldeado a imagen y semejanza de Errol Flynn esté narrado con verdad y esplendor no le impide a Gomes la posibilidad de matizar la tragedia con delicadas ráfagas de humor, que refieren a un mundo pretérito. Es que Tabú es una película sobre todo lo que se extingue: una anciana que muere, una sociedad en declinación y una época que sólo existe en la memoria de aquellos que la vivieron. Y es por eso que la película de Miguel Gomes se conecta, de manera subliminal, con un cine extinto, como es el gran cine clásico.

Nada más vivo, sin embargo, que su bella Tabú. Y la necesaria comparación con El artista –la sobrevalorada película francesa de Michel Hazanavicious, ganadora del Oscar 2012– no hace sino confirmarlo, porque la relación de ambas con el cine mudo no podría ser más antagónica. Mientras El artista exhuma la retórica del cine silente como si el sonoro nunca hubiera existido, en un gesto tan mimético como reaccionario, Tabú por el contrario asume esa distancia, se hace cargo de esos 85 años que han transcurrido desde la aparición del sonido y que modificaron de raíz la manera de hacer y concebir el cine. En Tabú no hay homenaje alguno, no es un monumento muerto o cristalizado en el tiempo. En todo caso, a la manera del espíritu lusitano, el film de Gomes destila saudade, hay un dolor por la pérdida, por lo que ha sido y ya no es ni podrá ser.

No parece casual que su film invierta el orden de los capítulos de la obra maestra de Murnau: el Tabú de Gomes deja en claro que hoy un paraíso no se puede pensar sino desde su pérdida. Y en ese recorrido inverso, como si pulsara el botón rewind de la memoria colectiva, no deja de provocar la reflexión sobre el colonialismo, sobre la construcción y decadencia del imaginario occidental.