Sip'ohi - El lugar del manduré

Crítica de Pablo Raimondi - Clarín

El fuego de la identidad

Una chispa, la que surge luego de frotar con insistencia una vara de madera dentro del hueco de otra. El fuego. Lo arcaico, lo elemental y artesanal. Las raíces de todo. Eso es lo que rescata Sip’ohi - El lugar del manduré (premiada en el 22° Festival Internacional de Cine de Marsella), un documental que narra la vuelta de Gustavo Salvatierra a su tierra natal: Sip’ohi, en pleno Impenetrable chaqueño.

Salvatierra escapa del frenesí urbano con un solo objetivo: armar un proyecto para que todos reconozcan la cultura indígena de la zona. “El reconocimiento no tiene que venir de otros sino de nosotros”, le dice Gustavo a Félix, otro wichi más joven que él. “Reconocimiento es afirmar una verdad”, contesta su compañero. Pero a ellos no se los ve. El audio se funde sobre las imágenes de Sip´ohi.

Los planos largos de los paisajes y la cámara que se posa varios segundos sobre los rostros de sus habitantes (tallados por el sol), generan silencios, a veces incómodos, donde el suspenso se transforma en letargo y el filme se lentifica.

Sip’ohi - El lugar del manduré gana en intimidad y curiosidad, reconforta siguiendo el pausado relato de las fábulas en off, donde el subtítulo atrapa (se habla en wichi en todo el filme) y las escenas del árido pueblo se matizan con el sonido de los instrumentos regionales tocados por los indígenas.

La reconstrucción del relato en el ámbito mitológico wichi es rico en detalles (como la leyenda del tigre, dueño del fuego y la fábula del pichiciego y su cabeza achatada), o también cómo el protagonista deja perder sus pensamientos sobre el brutal cambio de Sip’ohi donde “no hay montes, hay construcciones”.

La película parece tácitamente mutar del ruido a la paz, sostenidas por el peso de la oralidad, narrado por los ancianos.

Este segundo largometraje de Sebastián Lingiardi (Las pistas - Lanhoyij- Nmitaxanaxac, de 2010) además ficcionaliza el audio de una transmisión radial con entrevistas donde se tocan diversos temas (“¿cómo educaban las mujeres wichis a sus hijas?”). Por eso no falta un paso a paso en la enseñanza del tejido que sobrevivió de generación en generación.

Las leyendas del Takjuaj, el origen de todo, el que da y quita, es mostrado con un fondo negro, la no representación (hay un relato que dura siete minutos sin imagen, todo oscuro) para que el espectador cierre los ojos y se pierda en la espesura chaqueña. En las misteriosas raíces wichis.