Sin retorno

Crítica de Fernando López - La Nación

Consistente relato de un tema muy actual

Sin retorno, sólida ópera prima de Miguel Cohan

Sin efectismos, sin apelaciones a la emoción fácil, sin discursos aleccionadores, sin subrayados, sin maniqueísmo en la pintura de personajes. A veces, como en el caso de este apreciable debut de Miguel Cohan en el largometraje, conviene empezar por señalar todos los peligros que un film ha sabido sortear a pesar de que la historia que aborda (los accidentes de tránsito y sus consecuencias) se prestaba al sensacionalismo, la demagogia y la solicitación lacrimógena, como lo prueban día a día casi todos los noticieros de TV.

Sin retorno se limita a desarrollar dramáticamente una historia similar a muchas que abundan en la crónica mediática: alguien atropella con su coche a un joven ciclista y, creyéndolo muerto, huye e intenta hacer desaparecer cualquier elemento que pueda incriminarlo, incluido el auto, al que denuncia como robado por desconocidos. No hubo testigos: nadie pagará por el delito. Pero el azar se interpone: el atropellado fallece a los pocos días, su desconsolado padre, sin respuestas satisfactorias de parte de la Justicia, recurre a la TV para exigir castigo y la presión mediática, sumada a algunas pruebas poco relevantes y a un par de testimonios irresponsables, termina por acusar a un inocente: un modesto artista de variedades que se gana la vida como ventrílocuo.

Una familia que titubea, pero al fin prefiere encubrir al culpable, una policía que actúa con demasiada ligereza, un corrupto agente de seguros que olvida sus bien fundadas sospechas por una buena suma, una justicia excesivamente sensible al reclamo público: todo se combina para que el caso siga adelante y el ventrílocuo termine entre rejas. Casi cuatro años.

Como en casi todo el film, Cohan ciñe su narración a lo esencial: no importa tanto mostrar en detalle cómo suceden los hechos principales -el accidente, el ocultamiento, la condena, la cárcel- sino las conductas que los generan y las marcas que dejan en los personajes, tan indelebles como los tatuajes con los que la víctima se ganaba la vida. El elaborado guión (quizá demasiado elaborado y demasiado atento a la reacción que busca suscitar en el espectador, sobre todo con la lección ética del final), habla de la culpa, la hipocresía, el individualismo, la irresponsabilidad y otras manifestaciones que revelan el estado actual de nuestra sociedad. Lo hace con una claridad expositiva que también admite segundas lecturas y muestra firmeza para conducir un elenco sólido en el que Sbaraglia y Slipak asumen las partes más comprometidas.