Sin escape

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

Signo de los tiempos

Jack Dwyer (Owen Wilson) está con su esposa Annie (Lake Bell) y sus dos hijas en la terraza de un hotel de algún país asiático limítrofe con Vietnam -¿Tailandia? ¿Camboya? ¿Laos?- junto a un grupo de huéspedes y empleados. Están acorralados: ha estallado un golpe de Estado justo el mismo día en que llegaron, hay disturbios por todos lados y los rebeldes han entrado a sangre y fuego al edificio, y finalmente irrumpen en la terraza. La única salida implica saltar hacia el techo de otro edificio, y el salto es grande. Annie ya saltó y espera del otro lado, es el turno de las hijas, y a la que le toca primero es la más pequeña, que, obviamente, no quiere. Jack le pregunta medio de sopetón sobre el nombre de su osito, y cuando la niña está medio distraída contestando, el padre la arroja, sin vueltas, para el otro lado. Vemos, en cámara lenta, recurriendo a un plano muy cercano al cuerpo, como la niña va volando, gritando, hasta caer en brazos de la madre. Es una escena increíble, dantesca, más propia de esas comedias salvajes de la dupla Will Ferrell-Adam McKay, y la presencia de un comediante nato como Wilson podría reforzar la impresión. Pero no, estamos en Sin escape, un thriller donde interviene fuertemente el drama familiar, con personas llevadas al límite de sus posibilidades.

Uno se pone a pensar en Serge Daney y Jacques Rivette, y lo que escribieron en su momento sobre el famoso y abyecto travelling de Kapò, y lo que dirían sobre el plano de la niñita volando por el aire a los gritos, pero también se da cuenta que los tiempos, indudablemente, cambiaron, que los límites se corrieron mucho más allá, que el espectador es otro. Y el director John Erick Dowdle (co-guionista también junto a su hermano Drew) es muy consciente de eso, y esa consciencia le da el trampolín para comportarse como un inconsciente de campeonato y llevar la vara siempre un poco más allá, con un nivel de irresponsabilidad que no deja de ser audaz. Es que lo de la terraza es sólo el comienzo: a partir de ahí, Sin escape va exhibiendo un desfile espectacular -y el término “espectáculo” es acá muy importante- de atrocidades, de secuencias donde lo ético y moral en la narración cinematográfica entran en crisis, involucrando en varias de ellas a las niñas. Hay un clima de “no me importa nada porque ya no importa nada” que atraviesa a toda la película, que busca de manera casi suicida a un espectador que se sumerja en ese espectáculo del horror, que se horrorice pero también se entretenga.

Dowle pisa el acelerador y va para adelante, y redobla permanentemente la apuesta. En cierto modo, es mucho más sincero -y hasta efectivo- que tipos como Alejandro González Iñárritu o Paul Haggis: no pretende dar lecciones sobre el estado de la humanidad, lo del golpe de Estado en ese lejano país asiático sin nombre es apenas para él un escenario, un contexto más o menos apropiado para desarrollar lo que verdaderamente le importa, es decir, la historia de esa familia tratando de sobrevivir, a toda costa, a una situación tan espantosa como inesperada. Esa brutal honestidad le permite presentar a un personaje como el de Hammond, que es esencialmente Pierce Brosnan volviendo a tomar elementos de su ya clásico James Bond pero en clave pasada de alcohol -giros humorísticos incluidos-, que tiene rasgos innegablemente simpáticos pero que también se permite señalar, sin vueltas, las formas en que los países más poderosos oprimen y subyugan a los más débiles, hasta que claro, la cuerda se tensa demasiado, para terminar rompiéndose.

Claro que a pesar de lo increíble y hasta inimputable que pueda parecer su película, Dowle no deja de ser un cretino que no tiene pruritos al configurar una otredad a la que la familia blanca debe temer. Que lo haga sin solemnidad no le quita perversidad. Que manipule todo a su antojo con pleno conocimiento de cómo es el público actual no quita que hubiera estado bueno que tuviera en cuenta -o que recuperara- ciertos límites. Sin escape es un ejemplo cabal de lo que está dispuesta a disfrutar -con mayor o menor culpa- la gente que va hoy al cine. Y lo que cierto cine está dispuesto a dar para garantizar ese disfrute más o menos culposo.