Secuestro y muerte

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Noticia de un secuestro.

Hay un ligero desánimo que asalta la visión de Secuestro y muerte: casi todo el tiempo queremos ver más. Ya en sus dos películas de ficción política anteriores (Hay unos tipos abajo y El ausente) Rafael Filipelli no se privaba de enfrentar al espectador con un par de objetos extraños, convenientemente inaprensibles. Parte de la lucidez de su autor, acaso, haya sido también entonces la de no mostrar nunca todas las cartas, la de postular el cine como el ejercicio de la mirada en torno a un misterio. Con una caligrafía despojada y ajustada al extremo, siempre animada por una desusada elegancia (ver los hermosos y fluidos planos de la ciudad de noche en Música nocturna a modo de ejemplo) el director parece diseñar sus películas como si fueran parpadeos, serenas aproximaciones a un núcleo en permanente fuga. No diríamos que se trata de balbuceos –porque su tono característico es demasiado preciso y seguro como para que la expresión quepa–, pero sí que hay algo de un discurso que no se completa, que no pretende arrogarse el efecto de una conclusión cuya improcedencia proviene básicamente de su carácter tranquilizador.

En Secuestro y muerte el director argentino parece abocado a tensar todavía más el distanciamiento poético que le imprime a sus películas, quizás como consecuencia de hallarse esta vez ante un tema cuya evidente notoriedad histórica lo carga irremediablemente de preconceptos. Secuestro y muerte, que se resume en su título de manera ejemplar, alude al secuestro y posterior asesinato de Aramburu, en lo que constituye la primera acción política con la que se da a conocer el grupo Montoneros. Pero no hay nombres propios en la película, y las referencias históricas sólo aspiran a establecerse como el fondo enlutado de su tema principal: se trata de una lucha, pero ¿entre quiénes? Las dos facciones en pugna no alcanzan a definirse sino en sus propias palabras. En el interrogatorio al que los jóvenes someten a su prisionero, sin embargo, el interrogado se defiende con argumentos propios de un revolucionario que en otras circunstancias podrían corresponder a sus captores. Estos a su vez, lucen como burócratas de sus propios sueños, empeñados en la extenuación de un estribillo que recién se hace explícito más tarde en la película, en un plano casi abstracto, de una extraña belleza, donde aparece pronunciado el nombre del Che Guevara: “Es la hora de los pueblos”, se dice.

Filipelli caracteriza a todos sus personajes como seres un poco extraviados, sin demasiadas luces, mediante la imposición de un tono actoral neutro que elude con discreción el realismo convocado por la puesta en escena pero que logra integrarse armónicamente al conjunto. De un modo que puede resultar paradójico, la película se las arregla para exhibir un espeluznante aire de tragedia amparada precisamente en la frialdad de sus materiales. Filipelli opera por sustracción. Y el sentimiento trágico es algo que no puede asirse ni identificarse con claridad: sólo sus efectos son concretos. Lo que el director registra entonces es el trazo de los cuerpos anclados en el paisaje gris de los actos cotidianos que se despliegan en un tiempo de espera. Y también las palabras, que adquieren un contorno melancólicamente lúdico o se enzarzan en una gimnasia cuyo énfasis no consigue impugnar la sensación de una suerte echada de antemano.

Los personajes se sientan a la mesa a comer, escuchan las noticias en la radio, miran por la ventana o especulan acerca de las repercusiones públicas del secuestro. De vez en cuando un resplandor brevísimo se insinúa en un cruce de miradas entre la chica y uno de los muchachos. Pero en Secuestro y muerte no hay erotismo porque no hay historia sino un tiempo que parece fuera del tiempo, misteriosamente liberado de las tensiones oceánicas de la época. De golpe uno tiene ganas de ver más: le gustaría poder apreciar algo de vida en la relación entre el secuestrado y sus antagonistas o poder discernir rasgos particulares en esos jóvenes viejos que hacen de la militancia una liturgia de la que parecen insospechadas víctimas. Quisiera que pusieran música, que bailaran, que se rieran. Filipelli reniega de toda concesión reparadora y entrega a cambio una película cuya implacabilidad está a la altura de su autor: acaso los cineastas más interesantes son los que nunca están dispuestos a dejarnos del todo conformes.