Secuestro en Venecia

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Ridículo a conciencia

Considerando que las últimas películas protagonizadas por el sexagenario Bruce Willis que llegaron a la cartelera argentina fueron la lamentable El Gran Golpe (Marauders, 2016) y los desastrosos eslabones contemporáneos de la saga iniciada con Duro de Matar (Die Hard, 1988), una franquicia en la que sólo podemos rescatar a la original y las dos primeras secuelas, la verdad es que Secuestro en Venice (Once Upon a Time in Venice, 2017) está bastante bien. Hablamos de una propuesta que sin ser una maravilla por lo menos se las ingenia para recuperar aquel tono light de las comedias de acción de las décadas de los 80 y 90, aunque ahora todo el asunto está más volcado a la dinámica estándar del film noir. El otro contrapeso con el cual podemos juzgar al convite son los productos del Hollywood reciente en este rubro “cómico policial”, la mayoría de los cuales son francamente nefastos.

La obra crea una linda ensalada de situaciones como no veíamos desde hace tiempo: Steve (Willis) es un detective privado -algo maltrecho- de Los Ángeles que tiene de asistente a John (Thomas Middleditch), al cual le encarga hallar a Nola (Jessica Gomes), una joven que escapó de su hogar. El muchacho la encuentra, se la lleva a Steve y como él se acuesta con la señorita, despierta la ira de los hermanos que pagaron por localizarla, circunstancia que deriva en una persecución nocturna por las calles de la ciudad con el protagonista desnudo arriba de un skateboard. El problemita lo arrastra a pedir refugio en lo de Tino (Adrián Martínez), quien a cambio de ayuda le solicita que recobre su auto robado, el cual está en manos de Spyder (Jason Momoa), un narcotraficante de temer. Luego de disfrazarse de delivery man de pizza, Steve consigue recuperar el vehículo… aunque un tanto abollado.

A partir de este punto, la trama se divide en dos: por un lado tenemos la investigación que lleva adelante John para dar con el responsable de unos graffitis sexuales en el contrafrente de un edificio que tienen de protagonista a Lew, el Judío (Adam Goldberg), un propietario inmobiliario que necesita vender precisamente ese complejo, y por el otro lado está el inconveniente que se genera cuando unos drogadictos roban a Buddy, el perro de Steve, lo que lo lleva hacia el dealer, el susodicho Spyder, quien a su vez le propone no matarlo por lo del auto y devolverle el perro a cambio de cuatro mil dólares en primera instancia y luego de un maletín lleno de cocaína que fue sustraído por una de las chicas del propio Spyder. El relato es sinceramente muy entretenido porque ofrece constantes giros -de impronta tan lúdica como sencilla- vía el entramado de las relaciones entre los personajes.

Desde ya que alrededor del cincuenta por ciento de los chistes son potables, no obstante es un buen promedio si tenemos presente -como señalábamos con anterioridad- los bodrios que viene entregando el mainstream en materia de “entretenimiento pasatista” y los problemas que tiene Willis para conseguir guiones que alcancen el nivel de eficacia de décadas previas. En esta oportunidad los responsables principales son los hermanos Mark y Robb Cullen (el primero es director y guionista, el segundo sólo guionista), dos profesionales con una experiencia televisiva que se nota en el fluir de los enredos y en personajes algo unidimensionales pero coherentes y funcionales a la estructura propuesta, cercana a lo que sería un ridículo a conciencia basado más en las salidas bizarras de las situaciones y el desarrollo de la historia que en las escenas de acción o los remates de turno de los diálogos (dos facilismos que el film suele evitar con insospechada solvencia). Secuestro en Venice es una película simple aunque cumplidora que además incluye en su elenco al gran John Goodman en el rol de Dave, el amigo de toda la vida de Steve, y hasta se permite una “secuencia homenaje”/ parodia a Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994) en general y a aquella intervención de Willis en particular, todo un episodio que involucra a un travesti negro -o a muchos travestis, depende del punto de vista- que resulta hilarante dentro del manojo de delirios que brinda la historia y el sustrato irrefrenable que plantea…