Sangre de mi sangre

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

A los setenta y cinco años, Marco Bellocchio filma una película deliciosamente excesiva, audaz y compleja. Los siglos fluyen a la sombra de los muros de piedra. Dos historias entrelazadas en el espacio y un salto en el tiempo desconcertante. En el mismo pueblo italiano, un convento poblado en la Edad Media por curas inquisidores, está habitado en la actualidad por un viejo aristócrata, asistido por un par de criados entre telarañas. Algunos actores son los mismos pero en roles diferentes. La pequeña ciudad es el escenario de una farsa gigantesca, un pueblo corrompido por una mafia de vampiros, un desfile de figuras absurdas. El lirismo salvaje de Bellocchio es más inquietante de lo que la superficie deja ver. El drama monástico se transforma en una comedia hilarante alrededor de la Italia contemporánea en la que la carcajada tiene el regusto amargo de una cultura condenada a la extinción.

El cineasta se aparta del clasicismo de sus últimas películas en busca de una mayor libertad narrativa. Sangre de mi sangre es oscura, barroca y misteriosa. Los fantasmas y demonios se cruzan en el tiempo sin reconocerse. Las obsesiones permanecen: la familia, la sociedad italiana, la religión, la corrupción política, el reinado del dinero o la justicia a las órdenes de los poderosos. Pero lejos del juicio didáctico, la película mantiene su misterio para que surjan antiguos temores, deseos, emociones. El cineasta redobla la apuesta, su imaginación no tiene límites, su universo parece indescifrable. Una pared se derrumba en el convento, los vapores calcáreos se elevan y aparece una bella mujer desnuda balanceando imperceptiblemente la cabeza al son de una melodía de Metallica en versión coral. Un instante maravilloso; una película libre, hermosa e inolvidable.