Rompecabezas

Crítica de Marina Yuszczuk - ¡Esto es un bingo!

La más mujer del mundo

Hay dos mujeres de pelo cortito y unas cuantas décadas de edad que ahora están en la pantalla. Las dos son argentinas, de clases sociales diferentes, y lo que tienen en común, en un principio, es la pasión por los rompecabezas. Una vive en el reino de la ficción y la otra es real –de hecho estaba en el Malba a la salida de la función y pudimos escucharla cuando decía, en medio de la mucha gente que se le juntó alrededor, “Yo nací para el cine”. Bela Jordán es la protagonista de Diletante, la primera película de Kris Niklison que por estos días se da en el Malba, y además es la madre de la directora. María del Carmen es la criatura de Natalia Smirnoff en Rompecabezas (también es su primera vez detrás de cámaras), tiene el cuerpo de María Onetto, y además es la madre de muchos de nosotros, una mujer de clase media que vive un poco a la sombra de la familia que formó, y que a la vez sostiene. María del Carmen, callada, con una discreción que parece sometimiento pero que no es otra cosa que la seguridad de quien vive para adentro, apenas habla. Bela Jordán habla casi todo el tiempo, la suya es una película de frases. Si algo las acerca son los planos cerrados sobre las manos de las dos, manos femeninas, delgadas, delicadas en la manera de tomar las fichas y pegar una con otra, cuidadosamente, sin apuro, para ellas solas.

Hay una frase que ahora está muy de moda, bastante abstracta, que vaya a saber de dónde salió: “Necesito mi espacio”. Parece que hay que tener un espacio, crearse un lugar propio y habitarlo, ya sea en la pareja, en la familia o en la vida. María del Carmen nunca diría esta frase tan moderna, pero Rompecabezas es la historia de cómo esta mujer, madre y ama de casa, se hace un espacio, literalmente. La primera escena de la película la muestra confinada al que supuestamente es el lugar de la mujer en la familia tradicional: la cocina. Es la fiesta de su cumpleaños, pero María no hace otra cosa que trasladarse entre la cocina y el living, donde el resto “la está festejando” mientras ella lleva y trae platos, termina de decorar la torta, prende la velita para que le canten, recoge la basura y junta un plato que se le rompió, todo el tiempo esquivando gente, deslizándose con dificultad entre los huecos que dejan los otros. No parece haber lugar para ella en esa fiesta más que en el backstage de la cocina. Pero uno de los regalos que la esperan es un rompecabezas, y gracias a ese juego María descubre algo muy simple, lo que le gusta hacer, lo de ella sola, y lo hace. Ese pequeño cambio toma dimensiones planetarias para la familia: ahora la madre se acuesta a cualquier hora, tiene la mesa ocupada con enormes cantidades de fichas, sale más, no tiene tiempo para tener la heladera llena con las cosas de siempre. Y los otros se quejan, por supuesto.

Este relato, tratado por una directora menos inteligente y con un malentendido progresista en la cabeza, habría tomado una dirección bien diferente, un camino teórico y de manual que llevaría a María desde un supuesto sometimiento a una supuesta liberación. Eso hubiera implicado representar a María desde la mirada de una generación, más joven, que tiene una idea de familia muy distinta. Y sin embargo Smirnoff no ejerce esa violencia sobre el personaje, observa la vida que eligió, y le regala un rompecabezas mientras María vuelve a elegir su propia vida, pero ampliada. Porque sobre el final de la película, María, ganada la batalla silenciosa, vacía el cuartito del fondo –lugar masculino por excelencia, de las herramientas y los cachivaches- y se lo apropia para que sea su lugar, le pone una mesa, un estante con sus cosas queridas, y guarda en un frasco, escondido, el pasaje a Alemania que se había ganado en un concurso, como el símbolo de otra vida posible que elige no elegir. María del Carmen, con sus anteojitos medio modernos, reconcentrada en sus rompecabezas, se parece muchísimo a mi mamá cuando hace sus sudokus, por eso cuando salí del cine la llamé y le dije “Hay una película para vos, me encantaría que la veas”. Sé que le va a gustar.

También sé que mi abuela Natalia se hubiera entendido con Bela, la protagonista de Diletante, porque mi abuela fue una diletante en los últimos años de su vida, entre los chistes que hacía en la mesa, las anécdotas que contaba, la lectura del diario y el cuidado del jardín, y me consta que la pasó bien. Y digo esto porque sé que esas personas algo dogmáticas que gustan de alambrar el mundo van a pensar “Bela puede ser una diletante porque es una oligarca”. Bueno, mi abuela tenía una jubilación propia, la mínima, una pensión por viudez y ninguna casa propia, inmigrante polaca como era que se casó con un electricista y no trabajó nunca fuera de la casa después del matrimonio, y sin embargo –ah, esto que horroriza a los que tienen horror a la mezcla- compartió muchas cosas con Bela. Esta Bela Jordán también podría ser María del Carmen treinta años después, salvando la diferencia de clase que es bien evidente, hasta en el modo de hablar de cada una (Bela no dice “rompecabezas”, dice “pásl”). Porque María es de Turdera, mientras que Bela vive en una casa medio derruida de Sauce Viejo, como una aristócrata en una ruina.

Pero ojo que en Diletante de ruinas no hay nada; casi podría decirse que la misma idea de ruina se pone en cuestión, porque esa casa de paredes descascaradas es la misma que le sirve a la protagonista para vivir al lado del río, para poder mirarlo cuando quiere, y porque Bela, activa, entusiasmada, curiosa, se conecta a Internet, se sube a su tractor de cortar el pasto para ir hasta la almacén a comprar algo (recuerdo de Una historia sencilla de Lynch), compra una motosierra y la arma ella sola. Kris Niklison la filma como Bela y también como vieja, es decir, filma a esa mujer Bela Jordán, con su modo particular de ver el mundo cuando habla, y al mismo tiempo filma la vejez, en ciertos planos donde la cámara recorre el cuerpo de Bela tan de cerca que se pierde la identidad de ella y lo que salta a la vista son las arrugas, los surcos, las manchas en la piel, todo eso que en general –Bela incluida, porque agradece que la vida, sabia, le quite la buena vista a la vez que le da las arrugas- no queremos ver. Además, la mayoría de las conversaciones que Bela mantiene con Cata, la mujer que la atiende, van a parar al mismo lugar, próximo y desconocido: la muerte. Bela habla de la muerte sin tapujos, necesita quererla porque no es tonta y sabe que la tiene cerca, y sin embargo la vence –porque ella no está a la espera de la muerte, está viviendo- con el arma más poderosa del mundo, el humor, cuando se ríe del casero que tiene miedo de encontrarla muerta, o de imaginarse una muerte tan original como que la parta un rayo mientras está mirando una tormenta.

Piénsenlo un poco: estoy hablando de una película protagonizada por un ama de casa de cincuenta años y de otra protagonizada por una mujer de ochenta. Tanto Rompecabezas como Diletante, que son antes que nada muy buenas películas, ponen en primer plano esos cuerpos que la televisión y la publicidad ocultan. Ni Bela ni María del Carmen cumplen con los estereotipos femeninos de esta sociedad de mierda –porque lo es, lo es, y hay que decirlo. Bela no es Mirtha, ni ninguna de esas mujeres grandes a las que el mejor piropo que se les puede decir es “Estás igual”. Tiene el pelo cortito, sin teñir, y usa pantalones cómodos para andar en su tractor. María del Carmen, también de pelo corto, coge bien con su marido, le mete los cuernos y nunca, al menos por lo que se ve, siente culpa ni tampoco ganas de volver a hacerlo. Que ellas sean mujeres no es un dato menor. Ahora que las mujeres son increíblemente, después de décadas de feminismo, objeto de las miradas masculinas más que ninguna otra cosa, Bela dice una frase que es casi revolucionaria: “Cuando llegás a los sesenta, y los hombres ya no te miran como una conquista posible, ahí sos verdaderamente libre”. Entonces: vade retro, señores, que estas chicas están ocupadas con sus rompecabezas.

(Este va para mi mamá, y para las abuelas que tuve, Dunia y Natalia, con un poema, La más mujer del mundo, que puede leerse por acá, y que dice una cosa tan inquietante como cierta, en ese lugar que es solamente de ellas: “Ninguno la conoce”.)